26 septiembre 2014

EL ÚLTIMO RECUERDO.


La oscuridad se llenó de las cosas de la mañana.
Flannery O´connor.


Los golpes eran secos. Cuando escuché el primer estruendo contra la puerta supuse que era uno de ellos que intentaba tumbarla a empujones, luego deduje, por la severidad de los golpes, que deberían estar viniéndose en grupos. Los más fuertes, no todos repetirían el empellón y posiblemente se estarían turnando, pero luego cambié de teoría, los golpes parecían venir de una masa sólida mucho más rígida y poderosa, como si estuvieran empujando un ariete contra el bunker.  Si habían logrado dar con esa herramienta, era cuestión de horas para que las paredes y la puerta cedieran y entonces podría ver todos los brazos metiéndose, luchando deseosos por agarrar y desgarrar. Al final me llevarán, como una jauría hambrienta, despedazándome, tal como lo hicieron con el abuelo y la abuela.

Todo inició con las inundaciones, fue para finales del invierno, las últimas lluvias comenzaban a dar paso a la primavera pero, de  pronto, el clima comenzó a enloquecer. Fue una tarde justo después del carnaval, había mucha gente en la playa, multitudes de sombrillas se esparcían por la arena y la gente en bañador se agolpaba desde la orilla hasta las boyas que avisaban de las aguas profundas.

La tormenta comenzó a lo lejos pero avanzó rápidamente. Era una tormenta de arena que sacudía las palmeras de un lado hacia otro hasta arrancarlas, las personas se golpeaban, algunos eran pisoteados entre la avalancha de auxilios y socorros y el caos parecía semejar los horrores que una guerra o un ataque nuclear podrían provocar.

Después vinieron los rayos, las ráfagas pasando de un lado a otro encendiendo y apagando las nubes como si en el cielo hubieran puesto una selva de focos intermitentes.

En cuanto la arena dejó atrás las últimas casas, se produjo la depresión, la lluvia comenzó a caer a cántaros y no paró. Pasaron muchos días hasta que el agua de las alcantarillas comenzó a  rebosar, sólo entonces nos pudimos percatar, por medio de la televisión y a través de las noticias, que en muchas otras ciudades del mundo se daba el mismo fenómeno.

Todos los días recibíamos avisos de lo que sucedía en otros lugares; nadie pudo explicar cómo se propagó aquel fenómeno natural y al poco tiempo todo quedó en el misterio.  Lo nuestro, comenzó de la misma manera espontánea como suelen darse los enigmas. Así como aquella incógnita de la vieja que le había dado por bailar sin parar allá por el medioevo, y que logró motivar a todo un pueblo a morir bailando como ella, así mismo, una tarde el tiempo comenzó a enloquecer, las tormentas no cesaban y de pronto las alcantarillas, los canales, los caños, las redes de saneamiento, los ríos, los lagos, las represas y todo cuanto contuviera agua comenzó a heder y luego a desbordarse.

La situación agudizó tan pronto se dieron las pausas entre una tormenta y otra. La primera vez que la naturaleza dio un reposo, nosotros y tal vez, todos los que vivieron ese extraño sosiego en diferentes latitudes, pensamos que había finalizado el diluvio. El sol salió de inmediato, la temperatura ascendió a grados inconcebibles y el efecto causante propuso una manera de vivir monzónica sin igual. Nos habíamos convertido en seres irreales que caminaban en el vapor de un mundo empañado.

Nosotros los niños no teníamos miedo, los adultos tampoco. Al principio la técnica y la seguridad de los gobiernos nos trasmitían confianza. El control, los protocolos de salud y de descontaminación parecían suficientes para diezmar la amenaza. Pero nosotros los niños éramos los que menos teníamos miedo, salíamos bajo la lluvia para ver mucho mejor los rayos horizontales rasgar de ida y venida el horizonte, nos trepábamos a cualquier poste a observar, debajo de la lluvia insistente, los fogonazos que se producían allá entre las nubes y que mantenían el cielo como en guerra. Corríamos felices y cuando el sol salía, nos desgastábamos en carreras alocadas por entre las calles desiertas para ser los primeros en salir después de los aguaceros. Pero en cuanto comenzamos a ver las ratas y los cucarachones gigantes atravesar, en la misma dirección alocada, nuestra ciudad, el miedo comenzó a parirse en cada casa. Claro que no duró mucho, pronto se notificó sobre las cuarentenas, sobre los muertos, las infecciones y sobre ciertas criaturas que comenzaron a salir del pantano y llegó el espanto.

Los primeros años no fue muy difícil sobrevivir, no se trataba de ellos, todavía no estaban o no se habían desarrollado, quizás, ni siquiera existían. En aquella época se trataba de una cuestión de salubridad y lucha contra la naturaleza. Los primeros en morir fueron los ancianos y los enfermos y los primeros lugares en declinar y ser clausurados fueron los hospitales.

Todo comenzó a oler a pútrido, a basurero y carroña y el bochorno que pesaba hasta entontar a la gente venía rancio y lo invadía todo. Algunas ciudades llegaron primero a esta fase y nosotros observábamos lo que nos pasaría por las noticias. Seis o quince días después, el caos llegaba a  cada puerta y dos días más tarde volvíamos a pegarnos, sudorosos y arruinados, a las noticias para predecir nuestro futuro.

Los ejércitos de muchos países se entregaron a una misión suicida. Millares de pelotones y brigadas eran transportados de un lugar a otro. De Asia salieron miles de destacamentos que fueron a parar a Europa, de Europa patrullas atiborradas de medicamentos atravesaron los océanos, cada vez más grandes, hasta dar con Oceanía. A África llegaron las escuadras norteamericanas y a Suramérica, el lugar más afectado, las unidades más especializadas intentaron salvarnos como si salvaguardaran a los últimos sobrevivientes de un terremoto.

La selva era el lugar más pútrido de la tierra. Todo se dio de manera natural, sin mucha sorpresa, fue, en realidad, como si un día viniera tras otro y así, como la vida normal, como si las cosas pasaran sin uno darse cuenta y todo fuera parte de todo. De un momento a otro estuvimos en el mismo centro del apocalipsis.

Claro que a la edad que yo tenía, que fue cuando se dieron las primeras lluvias, no tenía ni idea de los gobiernos o de la pobreza; era un chico y los chicos no nos preocupábamos en aquel entonces por nada. La cuestión se basaba en seguir manteniendo bien la casa, y en repasar las tareas pendientes para que cuando comenzaran de nuevo las clases no nos fueran a  coger por sorpresa. Todos los días había que revisar que no hubiera goteras, que las babosas, los caracoles, las tijeretas, los escorpiones y demás insectos de la humedad, no invadieran nuestro refugio, pero era imposible, un día amanecí con una sanguijuela pegada a las costillas.

Los años siguieron, los gobiernos dieron la lucha, se unieron unos con otros y se hablaba de un sistema mundial. Por primera vez se hablaba de un mundo unido, una cosa abstracta que no se la creía nadie. Sin embargo, sucedió, Las potencias como los Estados Unidos, China, Japón, Gran Bretaña, Brasil, Canadá, la India, los Países Árabes y hasta Suiza, se entregaron a una sola causa.

No podíamos hablar de ir a otro planeta, todo aquello de los extraterrestres, de las naves espaciales y las colonias en otros mundos, nunca llegó a suceder. La tierra nos ganó la carrera, o por decirlo de otro modo, se nos adelantó, porque no lo niego, si aquello hubiese demorado un siglo o unos cincuenta años más en darse, digamos, qué digo, ni estaría recordando esto, hubiésemos partido en naves y nos hubiésemos largado de este planeta y lo hubiésemos dejado a que se pudriera y muriera, eso habría sido todo. Sí señor.

Pero no sucedió así. Los rusos apenas estaban terminando una estación de combustible entre la luna y la tierra, los estadounidenses tenían dos o tres sondas y unas estaciones de transporte, compartidas con Japón y Francia, a unos cuantos millones de años luz, pero nada más, nada con lo que se pudiese decir: arranquemos y vámonos que aquí ya no hay más que hacer. Nada, no se podían empacar las maletas, ni acosar a los genios. La tecnología no pudo.

Estábamos completamente solos. Con un planeta pudriéndose. Así que el mundo se unió. Yo iba a poder llegar a viejo y decir que había visto la primera unión mundial verdadera. Yo, bueno… vi muchas cosas, soy quizás quién más ha visto cosas, pero ya no importa. Ya no.  No señor, nada, nada importa.

Ya no creo que este bunker pueda resistir mucho. Será cosa de unas cuantas horas para que den conmigo tal y como lo hicieron con mi abuelo y mi abuela. Se los llevaron por el techo, los jalaron y ellos aun gritaban. Mi abuelo luchó, pero eran muchos, se metieron por todas partes, yo pude ver todo porque estaba escondido en el bunker que mi abuelo me había construido.

Luego, a mí también me jalaron pero yo no grite, sabía que los que me sacaban no eran los mismos que se habían llevado a mi abuelo y a mi abuela sino que eran otros, los buenos, los tipos esos que salvaban a cuanto sobreviviente hubiera por ahí y que andaban como astronautas lanzando lavanda y detergente a diestra y siniestra. No importaba si eras pobre o más que pobre, no afectaba  en nada el hecho de que supieras leer o no, si tenías alguna enfermedad o si estabas manco, ciego, paralítico, si eras negro o rojo, estos hombres salvaban a todo el mundo. Fumigaban los pueblos, los campos, las ciudades, las casas, los baños y hasta los rincones más escondidos del cuarto, con una sustancia que olía a limpio, como a desinfectante. Lo sé porque el día que me rescataron, todo, de un momento a otro, comenzó a oler  a limpio. Ahí fue cuando me tranquilicé, cuando olí a limpio, porque sabía que eran ellos y que venían por mí,  y que nos les importaba que yo fuera negrito, venían, eso era lo que importaba y venían a salvarme.

Fue muy duro crecer así. La niñez la vives de otra manera y pasas de ser un huérfano inteligente a un espécimen y se vive siempre luchando y bregando por sobrevivir. Todo se convierte de un momento  para otro en una pesadilla, los días en cosas que no quieres saber que son días y uno empieza a olvidar aquella época donde los humanos éramos humanos y construíamos y teníamos ciudades y casas y una vida y uno se levantaba y sabía que al fondo estaban los huevos revueltos con cebolla y tomate y el pan y la mantequilla y el olor delicioso del chocolate y los juegos y el abuelo y la abuela. En cambio en este nuevo planeta, que comenzaba a parirse a sí mismo, uno no sabía que era lo que iba  a encontrar después del amanecer, uno descubría el mundo todos los días. Yo me sentaba en mi cama y miraba alrededor como atisbando y de pronto me daba cuenta. Siempre había algo nuevo, un caracol, un nido de arañas, unas babosas comiéndose la pared y  sobre todo, las especies nuevas, unos animales raros de aspecto de hongo de la madera, que mi abuelo solía llamar “Orejas de Judas” y que yo llamaba “Los bichos”. Yo los comencé a llamar los bichos porque me parecían eso, ya nadie se encargaba de clasificar, sabíamos que tenían vida porque un día amanecían en un lugar y al otro día en otro. Estas especies de animales u hongos con patas empezaron a emerger de los pantanos justo cuando se dio la extinción masiva.

Los pájaros se vinieron de golpe al piso. Los pájaros se caían, sin más ni más, tiesos como si el aire los hubiese disecado, los animales del zoológico sucumbieron y muchas especies de animales murieron de una forma trágica y rápida, invadidos por parásitos y bacterias que acababan con todo. El mundo estaba en alerta máxima, en menos 20 años se extinguieron más de 30 o 40 millones de especies, los vertebrados fueron los primeros, seguidos por algunos invertebrados, los 5 0 6 millones de especies de bacterias y hongos que existían, por su lado, comenzaron a reproducirse, a evolucionar junto con los virus. Se dio una mutación, una cosa horrible que no podía ser catalogada y que pululaba y nacía y se reproducía con rapidez por todos lados. Al final nacieron ellos, los hematófagos, una especie de homínidos pantanosos, oscuros como el petróleo y que daban la apariencia de estarse derritiendo en todo momento. Esta especie fue la demostración palpable de que otra evolución se estaba dando en el planeta, una, donde la raza humana ya no era bienvenida.

Todos los nuevos organismos que parecían estructuras complejas y evolucionadas de primitivas arqueas, empezaron a  prosperar extinguiendo el viejo mundo. Las células extremas aparecían donde uno menos se las esperaba y de pronto llegó una fauna grotesca con ellos, todos sedientos, posesos, sin capacidad de pensamiento o sin desearlo. Los primeros ataques los dimos nosotros, estábamos espantados. La primera noticia la alcancé a observar por televisión, una señora decía ante las cámaras que apenas lo vio, supo que tenía que disparar, que Dios se lo había dicho y que estaba bien porque ese ser empantanado no tenía nada que ver con la creación divina.

Los ataques comenzaron en el norte donde la sangre se coagulaba más rápido y luego fueron extendiéndose hacia las zonas tropicales donde la sangre corría a raudales. Nadie supo, en realidad, como se dio el apocalipsis. La biblia, y en especial el libro de Juan, se equivocaron, no fueron tres jinetes y trompetas y terremotos, sólo fue un cambio natural, una evolución que nos dejó atrás y que nos convirtió en alimento residual mientras nos extinguíamos.

Aquella noche en que se llevaron a mi abuelo y a mi abuela, yo veía un programa  de televisión. Llovía muy fuerte y los rayos, partiendo en dos el aire, me importaban un comino. A mi lado tenía dos bichos, los había convertido en mis mascotas y miraban la televisión conmigo, mirar es un decir, la verdad esos bultos ocres con protuberancias moradas como ganglios cancerosos apenas  si lograban moverse más rápido que una babosa o un caracol, pero creo que atendían a todo en su pose solemne de hongos pétreos.

El primer programa habló de los bichos, los científicos  que quedaban, ubicaban en un reino y en otro, en una de esas tablas de especies que solo ellos entendían, aduciendo al final que la nueva especie era inofensiva. Recuerdo que le grité a mi abuelo « ¡Ves  abuelo!, no hacen nada ». El científico lo acababa de decir, pero mi abuelo era muy escéptico.  

Recuerdo que esa noche antes de perderlo para siempre, mi abuelo sacó del bolsillo de la camisa una bolsa de plástico a rayas y de allí consiguió unos cigarrillos sin filtro. Mi abuelo tenía setenta y cuatro años pero aun fumaba como una chimenea, era duro como un roble. A veces lo miraba que enrollaba hojarasca en delgados revestimientos con los que se solía envolver el papel higiénico y otros días lo veía triturar o colgar ciertas plantas en la pieza donde todavía servía el ventilador y el aire acondicionado. Abuelo era un negro sabio. Sólo se ponía los anteojos para ver la televisión. Después de algunos años ya no hubo televisión, ni luz eléctrica, todo se descompuso, pero la noche que se llevaron a  mi abuelo y a mi abuela, teníamos televisión.

Las antenas, los satélites allá arriba en el cielo después de un tiempo, ya no sirvieron para nada porque aquí abajo ya no había nada a que enviarle señal y entonces, algunos, nos dedicábamos, en destartalados televisores de tubo modificados con paneles solares, en los tiempos secos, a mirar las noticias que habíamos alcanzado a grabar para entender un poco mejor qué era lo que había sucedido de verdad.

Mi abuelo me metió en el bunker que el mismo había construido para mí y dijo que esa noche nada nos pasaría. El abuelo y la abuela estaban convencidos de su amor y de su muerte.

A los que se llevaron a mi abuelo y a mi abuela se les llamó hematófagos, los científicos que los denominaron así decían que no podían considerarse a estos organismos como vampiros ya que el vampiro que también se alimentaba de sangre no tenía la misma estructura viva y evolutiva de estos seres, además los vampiros eran una creación de la ciencia ficción y eran producto de una mordida hecha por un no vivo, cosa muy diferente de los pantanosos hematófagos que habían evolucionado y respiraban y no necesitaba de ninguna mordida o de estar muertos para tener sed. Por lo tanto, no eran vampiros, eran hematófagos y pertenecían a una especie más como tantas otras enamoradas de la sangre. Pero cuando los hematófagos llegaron a nuestro pantano y se llevaron con voracidad sanguinaria a mi abuelo y a mi abuela para mí no hubo duda, eran vampiros.

Cuando me rescataron, el mundo seguía siendo mundo y la lucha por mantenernos y sobrevivir seguía en pie, todavía había esperanza. Las criaturas todavía no eran tan fuertes, tan agresivas y tan sangrientas, pero ya eran una amenaza, entraban a ciudades enteras y casi que las arrasaban, ya no se podían erradicar, cada día, los hematófagos, se hacían más enérgicos y en cada ciudad que era descontaminada por las compañías de salvación, se podía observar la voracidad. Lo que apenas quedaba tras el saqueo era un lugar devastado repleto de cadáveres secos como uvas pasas, completamente momificados. Nadie resucitaba o se convertía en vampiro, simplemente se fermentaba hasta pudrirse, sin sangre, sin alma, sin nada. Algunos eran devorados y lo único que dejaban eran los huesos. Otros sobrevivían,  pero quedaban mutilados y locos para siempre, luego de unos días se suicidaban porque entendían que no había escapatoria.

A nuestra ciudad llegaron aquella noche y en menos de tres horas acabaron con todo, los sobrevivientes fuimos casi todos niños, la mayoría niños que habíamos sido escondidos en los bunkers.

A mi abuelo se lo llevaron por el techo, yo pude ver, porque en esa época las criaturas todavía no podían oler la sangre, solo les encantaba matar y desollar los seres humanos. Pero con el tiempo supieron reconocer el olor de la sangre y entonces nos encontraban donde estuviéramos, en cualquier lugar donde nos escondiéramos.

Justo cuando comenzaron a  emerger estos seres del pantano, la lluvia cesó y los días eran radiantes, cosa que no afectaba en lo más mínimo a estos animales que buscaban con igual voracidad la luz y la sangre.

Yo creo que me van a llevar por el techo, así como lo hicieron con mi abuelo y con mi abuela, serán muchos, porque están ávidos de sangre, y yo, yo soy el último humano que queda, a ellos no les importa mucho matarse entre ellos o venirse encima mío como una jauría. Soy el último alimento, la última lata de conserva, pero no les importa.

Yo crecí luchando contra estas criaturas, aprendí a matarlos, a reconocer muchos de sus hábitos y a ver, cómo, cada día, se adaptaban mejor al pantano como mosquitos y sanguijuelas.

El mundo se fue reduciendo, no la tierra, la tierra se llenó de otra clase de seres vivos y hubo otro planeta, ya no el que yo había conocido con mi abuelo y mi abuela.  Ahora, todo, era en verdad un gran pantano puesto a secar entre los días sin lluvia, lleno de criaturas sedientas por la sangre y nosotros, los humanos, apenas si alcanzábamos a ser un puñado de todo lo que había sido el mundo, pero luchamos, como los dinosaurios, como el oso de anteojos o el tigre.
Se dice que el último reducto de gente aguerrida se dio en África, allí el pantano le costaba todavía y aquellos negros como yo estaban decididos a todo.

Yo soy el último hombre vivo sobre la faz del planeta, no hay más, no hay antídotos, ni islas con sobrevivientes, ni un final mesiánico para mantener la especie. Yo soy el último espécimen que fue marcado antes de que se supiera que quedábamos unos miles. Yo soy el único de los cientos que fueron escondidos  por estar sanos completamente, y fui protegido por los últimos hombres que sobrevivieron sufriendo alguna enfermedad o estando incapacitados. Ellos entregaron sus vidas hace unos días y eran el único muro humano entre los hematófagos y yo: el último hombre.

Yo quería vivir un poco más,  todos siempre queremos vivir un poco más.

Recuerdo que el día que se llevaron al abuelo y a la abuela alcancé a ver a más de siete hematófagos intentando penetrar por el agujero que habían hecho en el techo, los brazos por entre el hueco del tejado se desesperaban por agarrarlo, tiraban de la cabeza y la voz ronca y anciana de mi abuelo los maldecía mientras mi abuela, blanca de terror, era despedazada.


Ya vienen por mí, ya han logrado agrietar el techo y la puerta. Tal vez están utilizando herramientas, quizás ya están pensando. Cada día evolucionan más. La puerta está a punto de caer y el techo de ceder. Ya veo asomar una mano, dos, tres manos, soy el último hombre y no grito, sólo maldigo. Ya me agarran, ya me jalan, como aquel día, que se llevaron a mi abuelo. 

  


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