10 noviembre 2017

Cenizas de una voz quemada - primer capítulo (publicación periódica)

el poeta José David Guarín

Colonización y mestizaje detalle del niño indígena con ojos azules. Mural de Diego Rivera

santa Elena de Quetame
PRÓLOGO

En cenizas de una voz quemada se plantea un origen, un detallado y cronólogico inventario de calendarios y momentos históricos de un sentimiento humano.
En esta obra, mi propósito se inclina a sumergir al lector, a través de los destinos de un pueblo y de un poeta, en las entrañas de américa; de lo que fue ser américano en el crepúsculo de aquel linaje que llegó con los primeros barcos que osaron atravesar el atlantico.
Pero también procuro que el concepto de “pueblo”, como sintagma clave dentro de la narración histórica, muestre el mestizaje y la creación, tan dramática y veloz, de una nueva forma de sociedad que fue sólo posible en el siglo XIX.
A partir de este nacimiento, que es victoria de la religión, el relato nos lleva a reconocer al cura que concibe su prosapia, una especie de hombres que vivirán poco. Como las grandes heráldicas de familias europeas, el apellido Guarín dejará las investiduras de la conquista, para pasar a demandar los reínos de la salvación. Y por medio de la eucarístia rito impuesto a los indigenas, el hombre podrá perpetuar la tragedia del criollo nacido en las vastas tierras conquistadas.
Una verdadera joya de la historia latinoamericana y un trozo del gran mosaico de la globalización.
José David Guarín, el poeta de santa Elena de Quetame, protogonista de esta odisea natural, oriundo de una villa perdida en las estribaciones de la hoya del río Negro, es el transeunte del siglo XIX por excelencia; el flaneur más perseguido por la admiración de Baudelaire, pero es, también, el último especimen de una raza contemplativa.
Guarín reconoce esta extinción; alma en pena, judío errante, pasa por cada instante de la historia de ese siglo convulso, llegando a ser, a veces, un simple ayudante tras bambalinas y, en otras ocaiones, el héroe impreciso de los avatares más revolucionarios.
Bolivar, José Asunción Silva, Victor Hugo,  Marx, Dostoieski, todo lo conocerá nuestro viajero del tiempo.
Sin embargo, el olvido, será su recompensa.
Su voz, quemada por los ardores de una pasión mortal, nos llevará a vivir un siglo decimonónico tan real y sentido, que insistiremos en extender cada postal, cada esquela, cada retrato de la época con nuestras propias fantasías.
Cenizas de una voz quemada es la miniatura de un mundo que una vez existió.
El pueblo ha cambiado pero se sostiene. De Guarín, solamente esta pieza literaria, algunos relatos y una novela rescatada. Su nombre, en una placa de la casa cural de la iglesia, desapareció tras un terremoto.

Zeuxis Vargas
10 de Noviembre del año 2017



“Un solo corazón, una sola alma, un solo sentimiento, una sola voz glorificando su libertad”

“La voz inmensa, confusa, indescriptible”

“La voz de alguien que llamaba”

José David Guarín



“Parecía un catálogo de huellas de pequeños pájaros, compilado con meticulosa locura. Era sorprendente pensar que en vez de eso era signos, es decir, cenizas de una voz quemada.”
Alessandro Baricco








Capítulo UNO
Santa Elena de Quetame


1

El destino de algunos hombres es la soledad.
Esta es la historia de un hombre que vivió toda la soledad.
Esta es la historia de José David Guarín.
José David fue un caudillo y un traficante.
José David fue un escritor y un enfermo.
José David fue un olvidado.
Y se le llamó, el Fisgón.
Pero para hablar de él es necesario contar la historia de su tío.
Era el Año de 1821.
En la recién creada Gran Colombia, un religioso, el doctor José Ramón Eguiguren había sido humillado y desterrado. Acababa de ser trasladado, de la parroquia de la Nieves, en Tunja, a la pequeña e insignificante viceparroquia de Quetame.
Aislada en las estribaciones de la hoya del río Negro, en la provincia del oriente de Cundinamarca, el lugar, sin casi habitantes, parecía una mina de plomo abandonada, sin mina, sin plomo.
Quetame fue uno de los últimos y más lejanos lugares del territorio de Cáqueza y uno de los distritos más abandonados por la mano de Dios.
En aquella época, Quetame era un sitio recóndito, un pequeño puerto de entrada a los espesos bosques del Dorado.
Muy lejos de santa Fe de Bogotá.
De la civilización.
El doctor José Ramón Eguiguren, había sido trasladado a esa isla. Alejado de todo, se le impuso la misión de evaluar los terrenos y valorar la viceparroquia.
Al parecer, un joven fray de apellido Guarín venía realizando una serie de acciones que podían beneficiar a la iglesia en aquellos terrenos desdeñados.
En ese mismo año, el libertador Bolívar y el general Santander andaban de Campaña y todos sabían que el gobierno estaba en manos del respetado doctor Estanislao Vergara, quien le había prometido al maestro Nariño, colaborar en la redacción de una Carta Magna como parte de un proyecto fundamental en la creación de la unificación.
El 5 de mayo, Nariño instalaba el congreso constituyente en la Villa del Rosario de Cúcuta.
Desde la isla de Santa Fe, en esa villa anclada en el páramo, el licenciado en derecho canónico y derecho penal, el doctor Estanislao Vergara, había comenzado la elaboración de la Carta.
Muy lejos del páramo, en otra isla lejana y surgida en los abismos del Océano Atlántico, una niña, Betsy Balcombe se quemó la mano al intentar apagar una vela.
No se quejó, pero se volteó a mirar a su padre y en tono apesadumbrado le reveló que temía por la vida de su amigo, el prisionero francés.
Esa misma tarde, en ese islote desamparado por todo, Napoleón murió abrasado en fiebre. Esta es, quizás, la única noticia.
La relación es insensata y sin embargo necesaria.
Hay una lógica oculta en el destino que hace que cada evento que parece aislado, de pronto, ante la aparición y certeza de un detalle absolutamente superfluo, se reconozca encadenado para siempre al destino de la historia de un hombre y con el tiempo a la del mundo.
Al otro lado de esa isla, en un país nuevo, un joven Fray, de apellido Guarín, deseaba, fervientemente, hacer que la viceparroquia de Eduiguren se independizara de Cáqueza.
Ese joven, José Joaquín Guarín, el fundador, sería, también, el tío de nuestro protagonista.
Días atrás, en uno de sus paseos dominicales a las termales de Aguas Calientes, el fray Guarín, al pasar por las inmediaciones de la Quinta de El diamante, propiedad de don Aristóbulo Mosquera, observó un gran cirio que suspendido en el aire se perdía entre los árboles.
Un mensaje.
Un detalle, una certeza.
Un evento aislado, que unido a la superstición, al fragmento superfluo, se conectó con la historia.
Aferrado a la fe de los arqueólogos, a la imagen de santa Elena y al espejismo del cirio, el 5 de mayo, mientras en santa Elena, Napoleón murmuraba, antes de morir, el nombre de Josefina, el fray cerró exitosamente la compra de unas tierras contiguas a la hacienda.
Santa Elena de Quetame, el pueblo, había nacido.
2

En 1823 la viceparroquia de Quetame le dio la bienvenida a un nuevo cura.
José Ramón Eguiguren enfermo y más malhumorado que años atrás, presintió que el destierro por fin había llegado a su final.
Pero no fue así. El padre, Francisco Mariano Mojica, besó la mano del párroco José Ramón y tras mostrarle los documentos de su cometido, se dedicó durante un año a preparar al joven fray José Joaquín Guarín para párroco.
El párroco José Ramón Eguiguren, envió un informe descriptivo y detallado sobre la situación y como recompensa se le permitió la jubilación. Fue entonces cuando se dio cuenta que no tenía para dónde ir.
Al año siguiente, El padre Francisco Mariano se fue tal y como había llegado. Eguiguren, se había entregado a los delirios del reproche y la demencia senil pero unos meses antes de morir en una chispa de lucidez y ternura le pidió al fray Guarín que convirtiera aquellos terrenos baldíos en el pueblo dónde él había imaginado morir.
El fray Guarín cumplió la promesa. A machetazos y hachazos, junto con algunos colonos alemanes e indígenas de la zona, logró levantar algunas casas y trazó unas cuantas calles en los terrenos adquiridos a don Aristóbulo Mosquera.
José Ramón Eguiguren, sevillano de nacimiento, soldado de la corona y distinguido párroco de la villa de Tunja, fue el primer muerto del pueblo.
Así nacen las civilizaciones.
La población clamó que el joven y enérgico fray fuera ascendido a párroco.
A patriarca.
1824. La viceparroquia de Quetame ardió en júbilo, las peticiones fueron escuchadas y la aldea comenzó a contar con el párroco que quería. La población, con calles bien delineadas y casas robustas en bareque, encontró la manera de meterse y mantenerse a flote en la historia.
El 5 de mayo del mismo año José Joaquín Guarín recibió la noticia de su nombramiento, dos días tardó en tomar la viceparroquia.
La mañana que fue investido como párroco, Beethoven estrenó la novena sinfonía.
José Joaquín recibió con lágrimas a su hermana Soledad, quién llegó acompañada por el joven bachiller en jurisprudencia Antonio María Santamaría González, quien trajo como presente La Magdalena de Vázquez.
Este evento marcaría la relación y el destino de un hombre.
El patriarca nunca vio con buenos ojos el idilio.
Tras ser ovacionado, con su coro de jóvenes talentos, por la elegante interpretación de los magnificat de Palestrina, el nuevo párroco se sentó ante el piano Erard, unos de los pocos que había en Cundinamarca, e interpretó una polonesa.
Quizás la misma que alguien interpretó, al comienzo de la celebración de la independecia, en la mansión de Larrea, ya que Soledad y el joven bachiller la bailaron como dos enamorados condenados a la tragedia.
Como Bolívar y Manuela, como Sucre y su esposa, aquel día, en la Fiesta de la victoria.


3

En 1827, el 5 de mayo, la aldea de Quetame hizo preparativos para la conmemoración de su primer aniversario de fundación.
Sin embargo, aquel día, los pobladores fueron protagonistas de una verdadera tragedia.
A las ocho de la mañana una niña que iba corriendo hacia la iglesia, se enredó y rodó por el suelo tumbando tras de sí la Eva donde habían unas velas.
El incendio se propagó en segundos.
Los pobladores, despavoridos, huyeron con las pocas cosas que lograron rescatar hacia las haciendas vecinas.
La pequeña iglesia fue el primer edificio que, antes de quedar en cenizas, brilló en el suelo como si hubieran regado oro fundido.
Adam Smith refirió lo mismo.
Aquel día, estando en la cima del cerro de Cumorah, Smith presenció cómo, poco a poco, el suelo comenzaba a brillar como si hubiesen derretido oro allí mismo.
En la aldea del patriarca la iglesia se apagó y sólo quedó una gruesa capa de ceniza respirando el infierno.
En cambio, la cima del cerro Cumorah no se apagó, sino que se solidificó en delgadas láminas de oro que cimentarían el futuro de otra iglesia. 
Una relación oscura, un secreto perverso.
Soledad la hermana del párroco Guarín, quedó atrapada entre el fuego. Se necesitó de la fuerza de seis brazos para librarla de una muerte espantosa.
Durante los siguientes años que tuvo de vida, Soledad jamás volvió a dejar ver su rostro ni sus manos.
Sufriendo algunas quemaduras que la deformaron, Soledad se privó de la vida social y se aisló todo lo que pudo de todo aquello que era la felicidad. Se convirtió en una especie de oráculo. Cosas extrañas hicieron que los pobladores la elevaran a ese título.


4

Combustión espontánea. Realmente era eso lo que sucedía con Soledad.
De un momento a otro los vendajes con los cuales cubría sus heridas comenzaron a incendiarse y a apagarse ante eventos misteriosos que la gente comenzó a venerar.
El primer hecho sucedió cuando el comité de restauración del pueblo, precedido por su fundador y su hermana, reunido en la casa de don Víctor Sabogal, fue testigo de como se le incendiaban las manos a Soledad.
Esa fue señal suficiente para que se alejaran del caserío de La Paulita y desistieran de refundar el pueblo en esa playa.
Los hombres del comité, pasaron en canasta, espantados, el río, y subieron, aterrados, de nuevo al asentamiento de cenizas donde aún se podía sentir el fantasma del fuego ardiendo entre los escombros.
Siete casas más presenciaron la combustión y, poco a poco, se llegó a la conclusión. El lugar donde no ardiera Soledad sería el lugar propicio para refundar el pueblo. En la casa de don Ezequiel Castro, se dio el milagro.
No sucedió nada.
El mismo don Ezequiel, creyente de estos hechos, donó el terreno para que el pueblo comenzara a construirse de nuevo.
Ese fue el destino de la madre de David Guarín.


5

No es raro ver despreciar a los hombres las cosas que no pueden comprender
Fausto

En 1829 el bachiller, ahora licenciado en jurisprudencia, doctor Antonio María Santamaría González volvió de Europa y de inmediato se fue a visitar a Soledad.
Esta vez no fue bien recibido y el mundo que había conocido había desaparecido por completo.
Los pueblerinos que antes no tenían preocupaciones y que admiraban la elegancia del forastero, ahora ni lo miraban ya que iban de aquí para allá con el peso de nuevas y muy importantes preocupaciones.
El pueblo durante un tiempo se mantuvo a oscuras. Era prohibido encender velas o cualquier tipo de artefacto u objeto que necesitara fuego. Sólo las cocinas, amuralladas en barro, tenían el privilegio.
Al ver que Soledad no volvía a incendiarse, la gente fue perdiendo el miedo y, poco a poco, la aldea volvió a las candilejas en sus noches.
El doctor Santamaría conoció esta rara población y le causó asombro y miedo. Sobre todas las cosas, lo que más le parecía extraño era el raro ritual que las gentes procuraban a Soledad.
Esto sólo incentivo más su deseo y su amor.
A veces, se le veía rodear la casa del Párroco y otras se le veía caminar repitiendo las frases que más le gustaban de un libro asombroso que había comprado en Alemania.
“Nunca como al anochecer conoce el hombre lo que vale su morada”.
“Preciso es que el placer tenga sus penas y el dolor sus placeres”.
“El sentimiento es todo. El hombre es sólo el humo que nos vela la celeste llama”.
“Hasta los monstruos son de aspecto agradable en el sitio donde buscamos a la mujer amada”.
Parafraseaba el enamorado.
Las citas eran de Goethe.
El libro era Fausto.
El pretendiente estaba medio loco. Se la pasaba todo el día leyendo y esperando que llegara la noche.
Sólo le dejaban visitar a Soledad en las noches y a oscuras.
Soledad se enternecía escuchando a su amado contar de sus viajes por el viejo continente y se estremecía fantaseando la historia del doctor Fausto.
A veces, anotaba cosas en una pequeña agenda.
El patriarca, José Joaquín Guarín se la pasaba orando, con las rodillas rojas, temeroso de lo que él pronosticaba. Aquel amor estaba condenado al fracaso y cuando tal cosa sucediera, él tendría que poner cartas en el asunto.
Rezaba y rezaba. Lloraba y, a veces, maldecía.
El futuro tío de David Guarín, no hacía más que sufrir.
A principios del año siguiente Soledad quedó embarazada y también desdichada.
Luego de terminar el acto de amor, el hombre le rogó que se quitase los vendajes.
Ella cedió.
El hombre que la amaba la despreció al darse cuenta de la verdad.
Fue la penúltima vez que Soledad brilló como una estrella fugaz.
Avergonzada y repleta de ira gritó:
“El que cambia no debe existir”.
El doctor Antonio María Santamaría González mientras huía, supo que aquella frase era del Fausto.
Soledad se incendió con su propia rabia y se apagó con sus propias lágrimas.
El doctor jamás volvió.
Nueve meses después nacería José David Guarín.
El hombre que cambiaría todo.
El día que el niño nació, fue la última vez que el pueblo vio incendiarse a Soledad.
Murió desangrada.

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