santa Elena de Quetame
PRÓLOGO
En cenizas de una voz quemada se plantea un
origen, un detallado y cronólogico inventario de calendarios y momentos
históricos de un sentimiento humano.
En esta obra, mi
propósito se inclina a sumergir al lector, a través de los destinos de un
pueblo y de un poeta, en las entrañas de américa; de lo que fue ser américano
en el crepúsculo de aquel linaje que llegó con los primeros barcos que osaron
atravesar el atlantico.
Pero también
procuro que el concepto de “pueblo”, como sintagma clave dentro de la narración
histórica, muestre el mestizaje y la creación, tan dramática y veloz, de una
nueva forma de sociedad que fue sólo posible en el siglo XIX.
A partir de este
nacimiento, que es victoria de la religión, el relato nos lleva a reconocer al
cura que concibe su prosapia, una especie de hombres que vivirán poco. Como las
grandes heráldicas de familias europeas, el apellido Guarín dejará las
investiduras de la conquista, para pasar a demandar los reínos de la salvación.
Y por medio de la eucarístia ―rito
impuesto a los indigenas―, el
hombre podrá perpetuar la tragedia del criollo nacido en las vastas tierras conquistadas.
Una verdadera
joya de la historia latinoamericana y un trozo del gran mosaico de la
globalización.
José David
Guarín, el poeta de santa Elena de Quetame, protogonista de esta odisea natural,
oriundo de una villa perdida en las estribaciones de la hoya del río Negro, es
el transeunte del siglo XIX por excelencia; el flaneur más perseguido por la
admiración de Baudelaire, pero es, también, el último especimen de una raza
contemplativa.
Guarín reconoce
esta extinción; alma en pena, judío errante, pasa por cada instante de la historia
de ese siglo convulso, llegando a ser, a veces, un simple ayudante tras
bambalinas y, en otras ocaiones, el héroe impreciso de los avatares más revolucionarios.
Bolivar, José Asunción Silva, Victor Hugo, Marx, Dostoieski, todo lo conocerá nuestro
viajero del tiempo.
Sin embargo, el
olvido, será su recompensa.
Su voz, quemada
por los ardores de una pasión mortal, nos llevará a vivir un siglo decimonónico
tan real y sentido, que insistiremos en extender cada postal, cada esquela,
cada retrato de la época con nuestras propias fantasías.
Cenizas de una voz quemada es la miniatura
de un mundo que una vez existió.
El pueblo ha
cambiado pero se sostiene. De Guarín, solamente esta pieza literaria, algunos
relatos y una novela rescatada. Su nombre, en una placa de la casa cural de la
iglesia, desapareció tras un terremoto.
Zeuxis Vargas
10 de Noviembre
del año 2017
“Un
solo corazón, una sola alma, un solo sentimiento, una sola voz glorificando su
libertad”
“La
voz inmensa, confusa, indescriptible”
“La
voz de alguien que llamaba”
José
David Guarín
“Parecía un catálogo de huellas de
pequeños pájaros, compilado con meticulosa locura. Era sorprendente pensar que
en vez de eso era signos, es decir, cenizas de una voz quemada.”
Alessandro
Baricco
Capítulo UNO
Santa Elena
de Quetame
1
El
destino de algunos hombres es la soledad.
Esta
es la historia de un hombre que vivió toda la soledad.
Esta
es la historia de José David Guarín.
José
David fue un caudillo y un traficante.
José
David fue un escritor y un enfermo.
José
David fue un olvidado.
Y
se le llamó, el Fisgón.
Pero
para hablar de él es necesario contar la historia de su tío.
Era
el Año de 1821.
En la
recién creada Gran Colombia, un religioso, el doctor José Ramón Eguiguren había
sido humillado y desterrado. Acababa de ser trasladado, de la parroquia de la
Nieves, en Tunja, a la pequeña e insignificante viceparroquia de Quetame.
Aislada
en las estribaciones de la hoya del río Negro, en la provincia del oriente de
Cundinamarca, el lugar, sin casi habitantes, parecía una mina de plomo
abandonada, sin mina, sin plomo.
Quetame
fue uno de los últimos y más lejanos lugares del territorio de Cáqueza y uno de
los distritos más abandonados por la mano de Dios.
En
aquella época, Quetame era un sitio recóndito, un pequeño puerto de entrada a
los espesos bosques del Dorado.
Muy
lejos de santa Fe de Bogotá.
De
la civilización.
El
doctor José Ramón Eguiguren, había sido trasladado a esa isla. Alejado de todo,
se le impuso la misión de evaluar los terrenos y valorar la viceparroquia.
Al
parecer, un joven fray de apellido Guarín venía realizando una serie de
acciones que podían beneficiar a la iglesia en aquellos terrenos desdeñados.
En
ese mismo año, el libertador Bolívar y el general Santander andaban de Campaña
y todos sabían que el gobierno estaba en manos del respetado doctor Estanislao
Vergara, quien le había prometido al maestro Nariño, colaborar en la redacción
de una Carta Magna como parte de un proyecto fundamental en la creación de la
unificación.
El
5 de mayo, Nariño instalaba el congreso constituyente en la Villa del Rosario
de Cúcuta.
Desde
la isla de Santa Fe, en esa villa anclada en el páramo, el licenciado en
derecho canónico y derecho penal, el doctor Estanislao Vergara, había comenzado
la elaboración de la Carta.
Muy
lejos del páramo, en otra isla lejana y surgida en los abismos del Océano
Atlántico, una niña, Betsy Balcombe se quemó la mano al intentar apagar una
vela.
No
se quejó, pero se volteó a mirar a su padre y en tono apesadumbrado le reveló
que temía por la vida de su amigo, el prisionero francés.
Esa
misma tarde, en ese islote desamparado por todo, Napoleón murió abrasado en
fiebre. Esta es, quizás, la única noticia.
La
relación es insensata y sin embargo necesaria.
Hay
una lógica oculta en el destino que hace que cada evento que parece aislado, de
pronto, ante la aparición y certeza de un detalle absolutamente superfluo, se
reconozca encadenado para siempre al destino de la historia de un hombre y con
el tiempo a la del mundo.
Al
otro lado de esa isla, en un país nuevo, un joven Fray, de apellido Guarín,
deseaba, fervientemente, hacer que la viceparroquia de Eduiguren se
independizara de Cáqueza.
Ese
joven, José Joaquín Guarín, el fundador, sería, también, el tío de nuestro
protagonista.
Días
atrás, en uno de sus paseos dominicales a las termales de Aguas Calientes, el
fray Guarín, al pasar por las inmediaciones de la Quinta de El diamante, propiedad
de don Aristóbulo Mosquera, observó un gran cirio que suspendido en el aire se
perdía entre los árboles.
Un
mensaje.
Un
detalle, una certeza.
Un
evento aislado, que unido a la superstición, al fragmento superfluo, se conectó
con la historia.
Aferrado
a la fe de los arqueólogos, a la imagen de santa Elena y al espejismo del
cirio, el 5 de mayo, mientras en santa Elena, Napoleón murmuraba, antes de
morir, el nombre de Josefina, el fray cerró exitosamente la compra de unas
tierras contiguas a la hacienda.
Santa
Elena de Quetame, el pueblo, había nacido.
2
En 1823
la viceparroquia de Quetame le dio la bienvenida a un nuevo cura.
José
Ramón Eguiguren enfermo y más malhumorado que años atrás, presintió que el destierro
por fin había llegado a su final.
Pero
no fue así. El padre, Francisco Mariano Mojica, besó la mano del párroco José
Ramón y tras mostrarle los documentos de su cometido, se dedicó durante un año a
preparar al joven fray José Joaquín Guarín para párroco.
El
párroco José Ramón Eguiguren, envió un informe descriptivo y detallado sobre la
situación y como recompensa se le permitió la jubilación. Fue entonces cuando
se dio cuenta que no tenía para dónde ir.
Al
año siguiente, El padre Francisco Mariano se fue tal y como había llegado.
Eguiguren, se había entregado a los delirios del reproche y la demencia senil
pero unos meses antes de morir en una chispa de lucidez y ternura le pidió al
fray Guarín que convirtiera aquellos terrenos baldíos en el pueblo dónde él había
imaginado morir.
El
fray Guarín cumplió la promesa. A machetazos y hachazos, junto con algunos
colonos alemanes e indígenas de la zona, logró levantar algunas casas y trazó
unas cuantas calles en los terrenos adquiridos a don Aristóbulo Mosquera.
José
Ramón Eguiguren, sevillano de nacimiento, soldado de la corona y distinguido
párroco de la villa de Tunja, fue el primer muerto del pueblo.
Así
nacen las civilizaciones.
La
población clamó que el joven y enérgico fray fuera ascendido a párroco.
A
patriarca.
1824.
La viceparroquia de Quetame ardió en júbilo, las peticiones fueron escuchadas y
la aldea comenzó a contar con el párroco que quería. La población, con calles
bien delineadas y casas robustas en bareque, encontró la manera de meterse y
mantenerse a flote en la historia.
El
5 de mayo del mismo año José Joaquín Guarín recibió la noticia de su
nombramiento, dos días tardó en tomar la viceparroquia.
La
mañana que fue investido como párroco, Beethoven estrenó la novena sinfonía.
José
Joaquín recibió con lágrimas a su hermana Soledad, quién llegó acompañada por
el joven bachiller en jurisprudencia Antonio María Santamaría González, quien
trajo como presente La Magdalena de Vázquez.
Este
evento marcaría la relación y el destino de un hombre.
El
patriarca nunca vio con buenos ojos el idilio.
Tras
ser ovacionado, con su coro de jóvenes talentos, por la elegante interpretación
de los magnificat de Palestrina, el nuevo párroco se sentó ante el piano Erard,
unos de los pocos que había en Cundinamarca, e interpretó una polonesa.
Quizás
la misma que alguien interpretó, al comienzo de la celebración de la
independecia, en la mansión de Larrea, ya que Soledad y el joven bachiller la
bailaron como dos enamorados condenados a la tragedia.
Como
Bolívar y Manuela, como Sucre y su esposa, aquel día, en la Fiesta de la
victoria.
3
En 1827,
el 5 de mayo, la aldea de Quetame hizo preparativos para la conmemoración de su
primer aniversario de fundación.
Sin
embargo, aquel día, los pobladores fueron protagonistas de una verdadera
tragedia.
A
las ocho de la mañana una niña que iba corriendo hacia la iglesia, se enredó y
rodó por el suelo tumbando tras de sí la Eva donde habían unas velas.
El
incendio se propagó en segundos.
Los
pobladores, despavoridos, huyeron con las pocas cosas que lograron rescatar
hacia las haciendas vecinas.
La
pequeña iglesia fue el primer edificio que, antes de quedar en cenizas, brilló
en el suelo como si hubieran regado oro fundido.
Adam
Smith refirió lo mismo.
Aquel
día, estando en la cima del cerro de Cumorah, Smith presenció cómo, poco a poco,
el suelo comenzaba a brillar como si hubiesen derretido oro allí mismo.
En
la aldea del patriarca la iglesia se apagó y sólo quedó una gruesa capa de
ceniza respirando el infierno.
En
cambio, la cima del cerro Cumorah no se apagó, sino que se solidificó en
delgadas láminas de oro que cimentarían el futuro de otra iglesia.
Una
relación oscura, un secreto perverso.
Soledad
la hermana del párroco Guarín, quedó atrapada entre el fuego. Se necesitó de la
fuerza de seis brazos para librarla de una muerte espantosa.
Durante
los siguientes años que tuvo de vida, Soledad jamás volvió a dejar ver su
rostro ni sus manos.
Sufriendo
algunas quemaduras que la deformaron, Soledad se privó de la vida social y se
aisló todo lo que pudo de todo aquello que era la felicidad. Se convirtió en
una especie de oráculo. Cosas extrañas hicieron que los pobladores la elevaran
a ese título.
4
Combustión
espontánea. Realmente era eso lo que sucedía con Soledad.
De
un momento a otro los vendajes con los cuales cubría sus heridas comenzaron a
incendiarse y a apagarse ante eventos misteriosos que la gente comenzó a
venerar.
El
primer hecho sucedió cuando el comité de restauración del pueblo, precedido por
su fundador y su hermana, reunido en la casa de don Víctor Sabogal, fue testigo
de como se le incendiaban las manos a Soledad.
Esa
fue señal suficiente para que se alejaran del caserío de La Paulita y
desistieran de refundar el pueblo en esa playa.
Los
hombres del comité, pasaron en canasta, espantados, el río, y subieron,
aterrados, de nuevo al asentamiento de cenizas donde aún se podía sentir el
fantasma del fuego ardiendo entre los escombros.
Siete
casas más presenciaron la combustión y, poco a poco, se llegó a la conclusión. El
lugar donde no ardiera Soledad sería el lugar propicio para refundar el pueblo.
En la casa de don Ezequiel Castro, se dio el milagro.
No
sucedió nada.
El
mismo don Ezequiel, creyente de estos hechos, donó el terreno para que el
pueblo comenzara a construirse de nuevo.
Ese
fue el destino de la madre de David Guarín.
5
No es raro ver despreciar a los hombres
las cosas que no pueden comprender
Fausto
En
1829 el bachiller, ahora licenciado en jurisprudencia, doctor Antonio María
Santamaría González volvió de Europa y de inmediato se fue a visitar a Soledad.
Esta
vez no fue bien recibido y el mundo que había conocido había desaparecido por
completo.
Los
pueblerinos que antes no tenían preocupaciones y que admiraban la elegancia del
forastero, ahora ni lo miraban ya que iban de aquí para allá con el peso de
nuevas y muy importantes preocupaciones.
El
pueblo durante un tiempo se mantuvo a oscuras. Era prohibido encender velas o
cualquier tipo de artefacto u objeto que necesitara fuego. Sólo las cocinas,
amuralladas en barro, tenían el privilegio.
Al
ver que Soledad no volvía a incendiarse, la gente fue perdiendo el miedo y,
poco a poco, la aldea volvió a las candilejas en sus noches.
El
doctor Santamaría conoció esta rara población y le causó asombro y miedo. Sobre
todas las cosas, lo que más le parecía extraño era el raro ritual que las
gentes procuraban a Soledad.
Esto
sólo incentivo más su deseo y su amor.
A
veces, se le veía rodear la casa del Párroco y otras se le veía caminar
repitiendo las frases que más le gustaban de un libro asombroso que había
comprado en Alemania.
“Nunca como al anochecer conoce el
hombre lo que vale su morada”.
“Preciso es que el placer tenga sus
penas y el dolor sus placeres”.
“El sentimiento es todo. El hombre es
sólo el humo que nos vela la celeste llama”.
“Hasta los monstruos son de aspecto
agradable en el sitio donde buscamos a la mujer amada”.
Parafraseaba
el enamorado.
Las
citas eran de Goethe.
El
libro era Fausto.
El
pretendiente estaba medio loco. Se la pasaba todo el día leyendo y esperando
que llegara la noche.
Sólo
le dejaban visitar a Soledad en las noches y a oscuras.
Soledad
se enternecía escuchando a su amado contar de sus viajes por el viejo
continente y se estremecía fantaseando la historia del doctor Fausto.
A
veces, anotaba cosas en una pequeña agenda.
El
patriarca, José Joaquín Guarín se la pasaba orando, con las rodillas rojas,
temeroso de lo que él pronosticaba. Aquel amor estaba condenado al fracaso y
cuando tal cosa sucediera, él tendría que poner cartas en el asunto.
Rezaba
y rezaba. Lloraba y, a veces, maldecía.
El
futuro tío de David Guarín, no hacía más que sufrir.
A
principios del año siguiente Soledad quedó embarazada y también desdichada.
Luego
de terminar el acto de amor, el hombre le rogó que se quitase los vendajes.
Ella
cedió.
El
hombre que la amaba la despreció al darse cuenta de la verdad.
Fue
la penúltima vez que Soledad brilló como una estrella fugaz.
Avergonzada
y repleta de ira gritó:
“El que cambia no debe existir”.
El
doctor Antonio María Santamaría González mientras huía, supo que aquella frase
era del Fausto.
Soledad
se incendió con su propia rabia y se apagó con sus propias lágrimas.
El
doctor jamás volvió.
Nueve
meses después nacería José David Guarín.
El
hombre que cambiaría todo.
El
día que el niño nació, fue la última vez que el pueblo vio incendiarse a
Soledad.
Murió
desangrada.
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