23 septiembre 2014

BULLYNG.


























Con cariño, a Miguel Escamilla.

Era la última vez que enfrentaría a sus compañeros. Nunca se le había visto tan decidido y sin embargo, su estado parecía dar cuenta de un hombre que se ha dado por vencido. Sufría de veras, con carne y ojos enrojecidos, con manos crispadas y aliento balbuceante como un toro ahogado que busca estirar el cuello y desorbita la mirada en una angustia de matadero.

Para ocultar el aturdimiento, para no dar pie a que alguien pudiera mofarse de haberlo visto llorar de furia, ocultó el rostro tirándose la melena sobre el rostro. El cabello le llegaba más abajo de los hombros, era un cabello crespo que le crecía de la cabeza como miles de resortes echados a perder. La camisa vaquera a cuadros se hallaba mojada por las lágrimas, la vestía por fuera, de manera absolutamente informal, tres bolígrafos de punta fina y de diferente color asomaban en el bolsillo de la camisa, los tenis de color blanco dejaban notar el esmerado cuidado con que se les pintaba. Las manchas de betún blanco tapaban algunas raspaduras, fuera de eso, los tenis parecían mantenerse en buen estado como para alcanzar a durar un año más y seguir con su racha de veteranos. Todo en él se caracterizaba y alardeaba de ser retro. Lo llamaban “el flaco” pero otros, más sarcásticos, se referían a él de manera cáustica como “el motas” o “el mechudo”.

En cinco minutos timbrarían para el descanso. Los jóvenes saldrían disparados de los salones gritando y saltando, empujándose y enloqueciendo, con tal algarabía  como si se estuviera presentando un motín. Los profesores caminarían entre el bullicio regañando aquí o saludando allá y se meterían en su hermético bunker que era la sala de profesores, allí botarían los cuadernos, los libros, la carpeta y la cartuchera, cada uno sobre el escritorio y se sentarían lanzando un largo suspiro. Tan sólo era cuestión de tiempo para que se percataran de él, por un momento se quedarían en silencio como si todos hubieran sido víctimas de una extraña enfermedad catatónica, mirarían nada, con la vista puesta en cualquier lugar del aire y volverían a suspirar, posesos, un tedio resentido.

Se sabía de memoria ese extraño rito, esa costumbre que parecía exorcizar a los profesores de algún tipo de cansancio o monotonía humillante, luego, alguna maestra recobraría el sentido, miraría a su alrededor como reconociendo el mundo y lo vería a él allí en su pupitre, con la melena encima, balbuceando, lo distinguiría allí, imponente, maldiciendo en silencio y entonces todos se abalanzarían sobre él y lo acosarían con preguntas, le expresarían una compasión falsa, le darían consejos artificiales, lo reconfortarían con exhortaciones irónicas e hipócritas y pasados unos días no dejarían de hablar, en cada pasillo, en cada rincón del colegio, de ese cómico y singular hecho trágico que habían protagonizado con éxito en su lugar secreto.

No, no podía darles ese privilegio. No podía consentir que llegara a ocurrir un hecho tan pusilánime. Que se atribuyeran tantos créditos, que pudieran ganar ellos, era algo que no valía la pena tolerar. Sacó el pañuelo que llevaba siempre en el bolsillo trasero del jean, comenzó a secarse los hilillos de indignación que le resbalaban por la alargada y flacucha mejilla y se acomodó el alma y el cuerpo tan descompensados.  Intentó remediar el delirio con algo de soberbia pero lo que nació en su rostro fue la rabia. Mejor la ira, se dijo,  que el furibundo rostro de un indeseable.

Quizás tras el trance catártico, los profesores lo interrogarían para dilatar y gozar del ilusorio triunfo. Se podía imaginar a  Ernesto, ese bueno para nada, endomingado a más no poder,  caminado hacia él como el policía bueno de los interrogatorios señalándole sus virtudes y dándole palmaditas en la espalda, se podía imaginar a Adela y a Sandra llegar como gallinas cluecas, las podía ver acomodándose el vestido, las tetas, las podía ver sentarse encima del escritorio, tocarse las piernas, coquetearle y podía verse a sí mismo echando la cabeza hacia atrás, dejando colgar la melena sobre su espalda, viendo los labios de la una y de la otra gesticular y gesticular sin poder escuchar nada, como si las profesoras hablaran en una frecuencia para él inaudible. Imaginó a Carlos sentado al fondo, indiferente a todo, sacando del maletín un sándwich de yogurt con huevo y milanesa, lo miró allá en su escritorio, introvertido, ordinario y lejano como los demás.

No podía tolerar esa escena. El coordinador entraría con su habitual gesto de asco, miraría la sala de profesores, se peinaría una o tres veces la calva y como un gallinazo ridículo caminaría justo hacia él pidiéndole uno más de los miles de favores que ningún otro mediocre podía realizar antes de atreverse a entregarle la misiva de traslado. Entonces la sala no sería la sala de profesores, en ese instante, la sala se convertiría en un carnaval, en un lugar mutante donde cada hombre y mujer dejaría al descubierto su habitual existencia de nadie para darse ínfulas y crecer en el hartazgo de esa perversión aceptada.

Aquello jamás, nunca sucedería, acomodó el desorden en otro desorden que parecía orden y se sentó, como de costumbre, con la espalda recta contra el espaldar, con la mirada fija en el montón de carteleras empolvadas y olvidadas y con uno de los bolígrafos simularía estar revisando exámenes. Los profesores entrarían, se burlarían como siempre, las profesoras le dejarían allí tranquilo como si no valiera la pena charlar con él, pero haciendo comentarios despectivos y lanzando indirectas para impacientarlo. Ernesto le haría la mueca de odio y envidia de siempre y se sentaría en su escritorio a calificar y calificar exámenes, a competir en una olimpiada invisible contra él. Carlos sacaría el sándwich de yogurt con huevo y milanesa y se minimizaría del resto en su rincón de siempre.

Escuchó el timbre, el primer golpe seco de la avalancha y luego el tsunami invadiendo todos los corredores. Tal vez, a los profesores, se les antojaría la cafetería y en lugar de encaminarse resentidos hacia la sala, bajarían las escaleras hasta el patio y se enfilarían como una banda de vaqueros armados con carpetas, chales y bufandas hacia la cajera y pedirían el café y las roscas de donuts a crédito.

Entonces vería entrar al reportero y al camarógrafo como excursionistas perdidos en la jungla, mirando aquel mundo como si fuera otro planeta, escucharían los gigantescos insectos de bullicio, las infatigables arañas de los gritos y se sentirían indefensos en aquella maraña de juventud. Lo saludarían, le dirían que el rector, a regañadientes, les había indicado muy bien dónde encontrarlo, pero que se habían perdido entre los pasillos y que habían bajado tres veces y subido cuatro más hasta dar con la sala que parecía dispuesta al final del laberinto. Al parecer, se daría cuenta, él también se había convertido en alguien muy predecible, en alguien que tenía hábitos totalmente imaginables.

Saldrían a uno de los balcones, los reporteros le harían dos o tres pruebas de sonido y de cámara y ensayarían unas cuantas veces más las preguntas y las respuestas. Tras unos minutos él les diría que lo mejor sería la improvisación y comenzarían la entrevista.

―Sí, como no, la cuestión, es que todo se basa en un asunto de actitud. Para nosotros es preocupante. Las cifras lo demuestran. Hoy en día el índice ha aumentado notoriamente, además, hay muy poca capacitación al respecto y este colegio tiene uno de los casos más notorios.

Las palabras le saldrían sabias, como si escribieran en el aire la traducción de unos antiguos símbolos;  la cámara lo engordaría un poco y el registro le quitaría algunos años. Lo que más le impresionaría al ver la entrevista, sería su voz, esa voz grabada la escucharía más grave, más poderosa y se sentiría satisfecho. La entrevista estaría acompañada de algunas imágenes y del caso por el cual habían ido al colegio los reporteros.

―La verdad es que estoy intentando inculcar en los jóvenes  principios, que si bien, no son el antídoto, por lo menos son las pequeñas gotas con las que se puede ir cambiando el sistema ― más adelante diría aquello de las células y expondría su teoría. No había caso, siempre ese tema lo llevaba inevitablemente a las orillas pantanosas de su creatividad.

―En la naturaleza existe un fenómeno muy particular que hace parte de la evolución, este prodigio se basa en una ley de supervivencia y se le llama agresión. Extinguir en el hombre ese instinto genético que logró desarrollarse hasta convertirse en algo más complejo denominado como violencia es una quimera ―lo que él proponía era algo más razonable. De hecho era una cosa de sentido común. Todo se trataba de modelaje―. Las conductas son los resultados, muchas veces replicantes, de otros comportamientos―. Si nos encargamos ―imaginaba que diría eso―, de que por lo menos las familias, los maestros y algunos modelos circundantes a la realidad de los jóvenes actúen de manera adecuada al patrón que se requiere, la memoria colectiva en gestación comenzaría a grabar para el futuro un sistema que después de varias generaciones no será necesario enseñar ―Esto era mejor que la prevención por medio de publicidad que en nada servía contra los abusos y los casos que se daban y que iban en aumento por parte de los mismos profesores.

Sin embargo, pensó que a lo mejor no diría nada de eso, y que dejaría el tema en control del reportero, y que reduciría sus respuestas a un catálogo más o menos acordado desde un principio.

La indignación comenzó a salvarle el semblante  algo turbado. Ahora sí que podían llegar a entrar a esa sala los que quisieran, nadie se percataría de su desilusión y su irritación, pero entonces recordó que los estudiantes si habían llegado a conocerlo un poco más, quizás quienes entraran por esa puerta no serían los reporteros o los profesores, sino que podían ser sus estudiantes.

Llegarían a la puerta, mirarían hacia todos lados, se asegurarían de que no hubiera moros en la costa y se lanzarían en una caminata silenciosa y de espionaje hacia su escritorio. Los vio acercarse, los vio chismoseando entre los aparatos y las carteleras, los vio escoger uno de los aparatos y una de las carteleras y los vio ahí de frente ante él.

―Este

―Y esta, hoy nos contarás de esta, ¿cierto profe?

Cómo negarse, cómo decirles que no a unos estudiantes que había logrado interesar en la ciencia. Pero entonces ellos se darían cuenta de la camisa mojada, de los ojos irritados, del cabello desordenado, del desconcierto sistemático sobre su escritorio y entonces, se le echarían encima como hijos preocupados porque lastimosamente y sabiéndolo todo, no podían aceptar que iban a perderlo.

No, no podía permitirse un segundo de debilidad. Lanzó un vistazo al corredor que se podía entrever más allá del umbral de la puerta entreabierta. Unos chicos jugaban a patear una pelota hecha con papeles y cinta adhesiva y una niña sentada en el piso, chupaba, de la pajilla, la leche achocolatada que les daban como merienda. Aquello era la inocencia, la inexperiencia creciendo y los otros, los profesores, odiaban tener que tratar con eso.

Se abotonó la camisa hasta el cuello para dar una apariencia más limpia y seria y sacó de la maleta un suéter de lana adornado con rombos, lo mejor sería ocultar la mancha de la camisa; era cosa de algunos segundos para que por aquella puerta el mundo lo invadiera.

Pensó que era sorprendente cuánto se podía llegar a pensar antes de que algo inminente llegara a suceder. La sala de profesores estaba deshabitada, los escritorios, las torres de cuadernos, las batas entumecidas, las carteleras, las canecas de basura y los murales de anuncios acompañados por una fila de gabinetes grises parecían invitarlo a recrear una escena ilusoria. Sin embargo, la realidad pesaba sobre aquella galería de la mezquindad  y lo único que podía observar era la silueta de esos seres conformistas que le daban más importancia  a los mensajes de sus teléfonos y que les encantaba mofarse de todo.

Cada escena era más obscena que la anterior. En aquel lugar de torturas había visto como cada uno de aquellos profesores  había acosado, minimizado, sembrado terror y llevado  a la desesperación a jóvenes que tenían talento. La adolescencia era un término medieval que los espantaba, las crisis adolescentes, el desvarío de la sangre y las hormonas juveniles les parecían errores de la naturaleza que debían controlar o dado el caso extinguir por medio de métodos severos.

La invisibilización de tales actos, el sabotaje a las denuncias y los desvaríos lo había conllevado a confrontar la institución y por ende, la consecuencia  de su transgresión lo había arrastrado en avalancha hasta los límites mismos de una herejía contra la normalización del plantel y los principios morales expuestos por este. Aquel era su último día en medio del fuego.

En el corto lapso de un trimestre los demás profesores se habían construido una imagen de él que les causaba repulsión y en menos de lo que él mismo pudo imaginar, se había convertido en el personaje menos digerible. Alguien empujó la puerta entreabierta. Sus ojos parecieron volver de aquella dilatación enconada en los recuerdos y al observar quién era, quién acaba de empujar la puerta, le pareció ver al rector.

Si de alguien era preciso no dejarse descubrir, era precisamente del rector. Sin embargo, le pareció verlo asomado en el umbral. Los ojos nostálgicos parecían buscar algo en la sala, aquella versión al sastre de Hitler le parecía inverosímil, pero no cabía duda que el rector se jactaba de cuidar y lucir su canoso bigotito nazi. El vestido de político en banca rota, pálido y descuidado desfiguraba por completo la noción de un director de institución pública, pero  allí estaba, como una prueba viviente de la mediocridad.  Don Rigoberto entró con pasos dubitativos, luego se acercó hasta el escritorio.

―Mire profesor. Usted es una ficha importante. No la embarre. Lo mejor y vengo a decírselo aquí a solas porque le tengo estima, es que se deje de más pendejadas. Me he tomado la molestia de venir hasta acá para comunicarle que los demás profesores se han incomodado mucho con su determinación de llevar esto más lejos. Lo siento pero ya se ha tomado una decisión. Lo espero en mi oficina para que firme los papeles ―cuando recobró la cabeza pudo percatarse de que todo había sido producto de su imaginación. El viento había provocado el golpe en la puerta. No había nadie en la sala pero aquella escena la veía venir, sabía que ocurriría, que su traslado era inminente.

Él había denunciado los casos, había expuesto el sistema al escarnio público y desde que los reporteros le habían apadrinado su locura sentimental, su propuesta de la creación de “modelos no violentos invisibles” había producido mucho interés. Sin embargo, el odio había comenzado a crecer como también los varios programas televisivos que denunciaban, a la par, casos de profesores agresores y  casos que denigraban estudiantes y hablaban de la conducta ejemplar del gremio docente.

―Profesor, explíquenos su teoría, usted dice que en la naturaleza hay células que por instinto matan a otras y que lo mismo sucede en organismos más complejos como los seres humanos ―el presentador del programa, miraba directamente a la cámara sin siquiera fijarse en él. El hombre se dirigía al público de las once de la noche que era el horario en el que saldría al aire aquel programa, un  horario donde la mayoría de la gente común se decidiría a pasar el canal de televisión para observar a una modelo semidesnuda hablando de la lotería.

―No, yo no he dicho eso, lo que expongo es que de manera parecida a nuestro sistema inmunológico, que se defiende de agentes invasores  por medio de células agresoras y especializadas en matar células dañinas, nuestra cultura también genéticamente ha generado, de manera poco perceptible, rasgos de agresión que si no son canalizados pueden convertirse en patrones determinantes de sociedades violentas ―mientras hablaba movía sus manos haciendo énfasis, corroborando, negando, y elaborando figuras de apoyo que ante la cámara parecían los gestos de alguien que quiere comunicarse por medio de algún método de señas.

―O sea que lo que usted quiere decir es que en la sociedad, en nuestra moderna y equilibrada sociedad, existen seres instintivamente y genéticamente dispuestos a atacar  a los demás tal y como las células K o asesinas. ¿Verdad? ― tenía que darle el crédito, el maldito presentador sabía cómo tergiversar los mensajes, como persuadir y cambiar los sentidos de cualquier frase. Estaba perdido, por más que lo intentara el presentador haría todo lo posible para mancillar su teoría.


Su imaginación había quedado corta ante la cruda realidad que estaba a punto de caerle encima. Ninguna de las situaciones  recreadas parecía factible a esta altura, lo mejor, pensó sería olvidar todo y asumir lo que viniera como viniera. Pronto entrarían por aquella puerta. Ingresarían histéricos con ganas de matarlo, de maldecirlo y acabarlo como él lo había hecho con ellos al revelar sus conductas. Intentó serenarse, ya no podía imaginar nada más,  puso la maleta entre sus piernas alargadas y esperó. Desde el fondo los vio aproximarse, los profesores venían charlando y burlándose de algo, mostraban una extraña felicidad como si vinieran regodeándose de algún éxito realizado en las mismas inmediaciones de su estrechez, de pronto, una de las maestras lo advirtió, lo miró sentado, totalmente solo, allá en la sala de profesores y le avisó a los demás. Todos voltearon la cabeza hacia el objetivo, el semblante del grupo cambió por completo, comenzaron a avanzar hacia la sala, decididos, enérgicos, como una banda de pistoleros, cada vez estaban más cerca, cada vez más agresivos, más dispuestos a todo, más cerca, más encima, como si fueran las células asesinas de un gran sistema inmunológico. 

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