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30 septiembre 2014

RAZONES DEL MEDITABUNDO

Ilustración de Fernando Vicente imagen google chrome

1.
IMPETUOSAS ENUMERACIONES

A.

Uno puede perderse en inútiles silencios
Diluirse,
Ofrecerse consuelos
Contiguos
En lo impredecible,
Y no volver,
No ser lo mismo.

Uno
Frecuentemente pide,
Exige en el suelo,
Que un sonido
Origine el mundo.

De estos insólitos fenómenos
Viene el desconsuelo.

Pero el infinito es como un objeto
Donde se puede mentir
Y uno concluye
Que un sueño entonces endurece.

Todo se oscurece
Vuelve el sosiego
Y el existir,
Sin ofrecernos pretextos,
Pone en el destino
Un confundido moribundo.

En los límpidos cruces
De estos descubrimientos
Uno embiste.
Uno insiste.

Este hecho
Es el que nos mueve.


E.

Uno cavila
La angustia,
Las cosas hacia un barranco
Y
Va abrazando
Hasta arrinconar,
Hasta proscribirlo todo.

A tal cosa la indican
Con pavor,
Con las manos oprimidas
Y la cara acabada.

Son los minutos con inanición,
Las horas angustiadas
Sin salvación alguna

No hay una razón
Nunca la hay,
Sólo las fachosas manías:
No ambicionar,
No suspirar
O turbar un olvido
Hacia una apartada caricia.

Uno torna a las circunstancias,
Disfrazar,
Salir a los días
Dar la vida,
Asfixiándolo todo.

Y Todo acorrala,
Como si no pasara nada. 


I.

Pero están las jornadas de verdad:
Fechas para poner una corona
O enloquecer.

Añoranzas que parecen revelar el desvelo
Que parecen augurar la coyuntura
O la resquebrajadura.

Entonces uno lucha
Se concede el gravamen,
Marcha, separando puertas,
Asolando el trasluz etéreo puesto en los huesos
O las meras carnes apretadas en lo vano.

Uno es presuntuoso,
Uno se recupera,
Busca la trampa,
El témpano que consuma.

O.

Después de cualquier día
Se vuelve a transitar,
Se reanuda la caminata,
Tambaleante,
Imprudente,
Cerca de la desgracia.

Cada fecha
Se va
Hacia las falanges que ubican la distancia.

Y se arriba,
Quizás entusiasta
En búsqueda de una respuesta.

La tierra tiene este paladar,
Esta asechanza.

Jamás se cree,
Aunque se viva de la estratagema.

Cada tiniebla tiene su medida,
La mirada precisa
Para atraer
Al fantasma

U.

Al final
El hombre
Tan parecido a la memoria
Se cansa

Entrega monedas y simientes
Y deja de exigir.

Ya no insiste,
Ya no embiste
Ni camina desamparado
Examinándolo todo.

El hombre
Comienza a creer
En lo inservible,
En las cosas con límite,
En la obcecación y en la debilidad
Y se olvida de las evocaciones
Al encontrar el desfiladero
Por donde acaba el entorno.

Los símbolos parecen
Permanecer,
No la sangre.

El fantasma en la noche se derrite,
El hielo se consolida hasta perderse.

La caza,
Nos enteramos,
Tenía el acecho en la zozobra.

2.
ACTUALIZACIONES

De la A.

La euforia de lo ordinario prevalece,
El escuálido manto se conforma.
Uno, uno es ese desahuciado.

De la E.

No hay palabras encubridoras
Solo irresolutas nubes que desaparecen:
La meticulosa manera del miedo.

De la I.

Entre esas perturbaciones,
Estimulado por la avidez de un secreto,
Uno intenta la fecundación.

De la O.

Casi desfigurado, en una herencia tirada al aire,
El ofuscado sugestiona el punto donde nacen los días.

De la U.

No de otra manera obsequiada
Es que uno logra un final caricaturesco
Muy cercano a lo pronunciable o a lo incomunicable.
Como el pavor que deja un Dios zurrapiento:

3.
ZIGZAGUEO

Auténticos juzgamientos, balbuciendo escuálidos escupitajos
Auténticos juzgamientos, balbuciendo escuálidos
Auténticos juzgamientos, balbuciendo
Auténticos juzgamientos,
AUTÉNTICOS
ESCUPITAJOS
Escupitajos escuálidos,
Escupitajos escuálidos, balbuciendo
Escupitajos escuálidos, balbuciendo juzgamientos
Escupitajos escuálidos, balbuciendo juzgamientos auténticos.

4.
FAENA Y GLAMOUR

Contraataca, rompe el liviano gesto de la angustia,
El mentado arrinconamiento y las aéreas mentiras del desespero.
Está bien llevar a los días el arcaico sostenimiento de las filas,
Poseer el escalofrío de la aorta que empalidece las cosas hasta sufrirlas
Pero no hay que borrarse ni entregarse a la caudalosa transparencia

Recuerda que eres acreedor de cuanto puedas romper en el silencio.
Tu aldea está sonriendo siempre como un entrañable gesto de la creencia,
No puedes dudarlo, el aceite que llevas prendido a tu memoria es recóndito,
De nada sirve mirarse al espejo, el dios que te creó ya no puede ser ateo.
En ti, se reúne la saliva dormida y el distraído señuelo que abre los caminos.

Desmorona la arcilla de esas pilas de antiimperialismos que  cultivaste,
Que preñaste con tierra inmóvil.Tu única abadía es la distancia.
Lo imposible hace mucho que se agrietó con tu mirada, estás por encima.
Ponte en acción, desmantela ese tributo: la repetición tediosa de los ángeles.
Sé oriundo de los que conciben, en el hueco de las obsesiones, un alarido.

No te alcances, coopera con aquellos encaprichados que pegan de frente,
Si es preciso, coagula el ardor para que la espada se forje con más espanto.
Sé héroe, muere a empellones: tú sombra huirá, jamás el ombligo, tu entraña.
Que la boina no caiga por un ideal, por un futuro estampado en la pataleta,
Aplasta el noúmeno, recuerda que toda baratija a deshoras hay que patearla.

Confía, no durarás más de un duunvirato de arbitrariedades, ni su olvido.
Ardua es la tarea que tienes para desaparecer: atenúa las lágrimas.
Aduéñate de esa imprecisión tan certera de la nada y tapona la salida.
Alquila un precipicio si estás seguro de todo lo que dejarás en el vacío.
Yo te insinúo este derecho, esta gana de golpear hasta escuchar el grito.


5.
INCOMUNICABLE CONTUNDENCIA.


Al Edén imprimí octópodos: sucusumucu.




23 septiembre 2014

BULLYNG.


























Con cariño, a Miguel Escamilla.

Era la última vez que enfrentaría a sus compañeros. Nunca se le había visto tan decidido y sin embargo, su estado parecía dar cuenta de un hombre que se ha dado por vencido. Sufría de veras, con carne y ojos enrojecidos, con manos crispadas y aliento balbuceante como un toro ahogado que busca estirar el cuello y desorbita la mirada en una angustia de matadero.

Para ocultar el aturdimiento, para no dar pie a que alguien pudiera mofarse de haberlo visto llorar de furia, ocultó el rostro tirándose la melena sobre el rostro. El cabello le llegaba más abajo de los hombros, era un cabello crespo que le crecía de la cabeza como miles de resortes echados a perder. La camisa vaquera a cuadros se hallaba mojada por las lágrimas, la vestía por fuera, de manera absolutamente informal, tres bolígrafos de punta fina y de diferente color asomaban en el bolsillo de la camisa, los tenis de color blanco dejaban notar el esmerado cuidado con que se les pintaba. Las manchas de betún blanco tapaban algunas raspaduras, fuera de eso, los tenis parecían mantenerse en buen estado como para alcanzar a durar un año más y seguir con su racha de veteranos. Todo en él se caracterizaba y alardeaba de ser retro. Lo llamaban “el flaco” pero otros, más sarcásticos, se referían a él de manera cáustica como “el motas” o “el mechudo”.

En cinco minutos timbrarían para el descanso. Los jóvenes saldrían disparados de los salones gritando y saltando, empujándose y enloqueciendo, con tal algarabía  como si se estuviera presentando un motín. Los profesores caminarían entre el bullicio regañando aquí o saludando allá y se meterían en su hermético bunker que era la sala de profesores, allí botarían los cuadernos, los libros, la carpeta y la cartuchera, cada uno sobre el escritorio y se sentarían lanzando un largo suspiro. Tan sólo era cuestión de tiempo para que se percataran de él, por un momento se quedarían en silencio como si todos hubieran sido víctimas de una extraña enfermedad catatónica, mirarían nada, con la vista puesta en cualquier lugar del aire y volverían a suspirar, posesos, un tedio resentido.

Se sabía de memoria ese extraño rito, esa costumbre que parecía exorcizar a los profesores de algún tipo de cansancio o monotonía humillante, luego, alguna maestra recobraría el sentido, miraría a su alrededor como reconociendo el mundo y lo vería a él allí en su pupitre, con la melena encima, balbuceando, lo distinguiría allí, imponente, maldiciendo en silencio y entonces todos se abalanzarían sobre él y lo acosarían con preguntas, le expresarían una compasión falsa, le darían consejos artificiales, lo reconfortarían con exhortaciones irónicas e hipócritas y pasados unos días no dejarían de hablar, en cada pasillo, en cada rincón del colegio, de ese cómico y singular hecho trágico que habían protagonizado con éxito en su lugar secreto.

No, no podía darles ese privilegio. No podía consentir que llegara a ocurrir un hecho tan pusilánime. Que se atribuyeran tantos créditos, que pudieran ganar ellos, era algo que no valía la pena tolerar. Sacó el pañuelo que llevaba siempre en el bolsillo trasero del jean, comenzó a secarse los hilillos de indignación que le resbalaban por la alargada y flacucha mejilla y se acomodó el alma y el cuerpo tan descompensados.  Intentó remediar el delirio con algo de soberbia pero lo que nació en su rostro fue la rabia. Mejor la ira, se dijo,  que el furibundo rostro de un indeseable.

Quizás tras el trance catártico, los profesores lo interrogarían para dilatar y gozar del ilusorio triunfo. Se podía imaginar a  Ernesto, ese bueno para nada, endomingado a más no poder,  caminado hacia él como el policía bueno de los interrogatorios señalándole sus virtudes y dándole palmaditas en la espalda, se podía imaginar a Adela y a Sandra llegar como gallinas cluecas, las podía ver acomodándose el vestido, las tetas, las podía ver sentarse encima del escritorio, tocarse las piernas, coquetearle y podía verse a sí mismo echando la cabeza hacia atrás, dejando colgar la melena sobre su espalda, viendo los labios de la una y de la otra gesticular y gesticular sin poder escuchar nada, como si las profesoras hablaran en una frecuencia para él inaudible. Imaginó a Carlos sentado al fondo, indiferente a todo, sacando del maletín un sándwich de yogurt con huevo y milanesa, lo miró allá en su escritorio, introvertido, ordinario y lejano como los demás.

No podía tolerar esa escena. El coordinador entraría con su habitual gesto de asco, miraría la sala de profesores, se peinaría una o tres veces la calva y como un gallinazo ridículo caminaría justo hacia él pidiéndole uno más de los miles de favores que ningún otro mediocre podía realizar antes de atreverse a entregarle la misiva de traslado. Entonces la sala no sería la sala de profesores, en ese instante, la sala se convertiría en un carnaval, en un lugar mutante donde cada hombre y mujer dejaría al descubierto su habitual existencia de nadie para darse ínfulas y crecer en el hartazgo de esa perversión aceptada.

Aquello jamás, nunca sucedería, acomodó el desorden en otro desorden que parecía orden y se sentó, como de costumbre, con la espalda recta contra el espaldar, con la mirada fija en el montón de carteleras empolvadas y olvidadas y con uno de los bolígrafos simularía estar revisando exámenes. Los profesores entrarían, se burlarían como siempre, las profesoras le dejarían allí tranquilo como si no valiera la pena charlar con él, pero haciendo comentarios despectivos y lanzando indirectas para impacientarlo. Ernesto le haría la mueca de odio y envidia de siempre y se sentaría en su escritorio a calificar y calificar exámenes, a competir en una olimpiada invisible contra él. Carlos sacaría el sándwich de yogurt con huevo y milanesa y se minimizaría del resto en su rincón de siempre.

Escuchó el timbre, el primer golpe seco de la avalancha y luego el tsunami invadiendo todos los corredores. Tal vez, a los profesores, se les antojaría la cafetería y en lugar de encaminarse resentidos hacia la sala, bajarían las escaleras hasta el patio y se enfilarían como una banda de vaqueros armados con carpetas, chales y bufandas hacia la cajera y pedirían el café y las roscas de donuts a crédito.

Entonces vería entrar al reportero y al camarógrafo como excursionistas perdidos en la jungla, mirando aquel mundo como si fuera otro planeta, escucharían los gigantescos insectos de bullicio, las infatigables arañas de los gritos y se sentirían indefensos en aquella maraña de juventud. Lo saludarían, le dirían que el rector, a regañadientes, les había indicado muy bien dónde encontrarlo, pero que se habían perdido entre los pasillos y que habían bajado tres veces y subido cuatro más hasta dar con la sala que parecía dispuesta al final del laberinto. Al parecer, se daría cuenta, él también se había convertido en alguien muy predecible, en alguien que tenía hábitos totalmente imaginables.

Saldrían a uno de los balcones, los reporteros le harían dos o tres pruebas de sonido y de cámara y ensayarían unas cuantas veces más las preguntas y las respuestas. Tras unos minutos él les diría que lo mejor sería la improvisación y comenzarían la entrevista.

―Sí, como no, la cuestión, es que todo se basa en un asunto de actitud. Para nosotros es preocupante. Las cifras lo demuestran. Hoy en día el índice ha aumentado notoriamente, además, hay muy poca capacitación al respecto y este colegio tiene uno de los casos más notorios.

Las palabras le saldrían sabias, como si escribieran en el aire la traducción de unos antiguos símbolos;  la cámara lo engordaría un poco y el registro le quitaría algunos años. Lo que más le impresionaría al ver la entrevista, sería su voz, esa voz grabada la escucharía más grave, más poderosa y se sentiría satisfecho. La entrevista estaría acompañada de algunas imágenes y del caso por el cual habían ido al colegio los reporteros.

―La verdad es que estoy intentando inculcar en los jóvenes  principios, que si bien, no son el antídoto, por lo menos son las pequeñas gotas con las que se puede ir cambiando el sistema ― más adelante diría aquello de las células y expondría su teoría. No había caso, siempre ese tema lo llevaba inevitablemente a las orillas pantanosas de su creatividad.

―En la naturaleza existe un fenómeno muy particular que hace parte de la evolución, este prodigio se basa en una ley de supervivencia y se le llama agresión. Extinguir en el hombre ese instinto genético que logró desarrollarse hasta convertirse en algo más complejo denominado como violencia es una quimera ―lo que él proponía era algo más razonable. De hecho era una cosa de sentido común. Todo se trataba de modelaje―. Las conductas son los resultados, muchas veces replicantes, de otros comportamientos―. Si nos encargamos ―imaginaba que diría eso―, de que por lo menos las familias, los maestros y algunos modelos circundantes a la realidad de los jóvenes actúen de manera adecuada al patrón que se requiere, la memoria colectiva en gestación comenzaría a grabar para el futuro un sistema que después de varias generaciones no será necesario enseñar ―Esto era mejor que la prevención por medio de publicidad que en nada servía contra los abusos y los casos que se daban y que iban en aumento por parte de los mismos profesores.

Sin embargo, pensó que a lo mejor no diría nada de eso, y que dejaría el tema en control del reportero, y que reduciría sus respuestas a un catálogo más o menos acordado desde un principio.

La indignación comenzó a salvarle el semblante  algo turbado. Ahora sí que podían llegar a entrar a esa sala los que quisieran, nadie se percataría de su desilusión y su irritación, pero entonces recordó que los estudiantes si habían llegado a conocerlo un poco más, quizás quienes entraran por esa puerta no serían los reporteros o los profesores, sino que podían ser sus estudiantes.

Llegarían a la puerta, mirarían hacia todos lados, se asegurarían de que no hubiera moros en la costa y se lanzarían en una caminata silenciosa y de espionaje hacia su escritorio. Los vio acercarse, los vio chismoseando entre los aparatos y las carteleras, los vio escoger uno de los aparatos y una de las carteleras y los vio ahí de frente ante él.

―Este

―Y esta, hoy nos contarás de esta, ¿cierto profe?

Cómo negarse, cómo decirles que no a unos estudiantes que había logrado interesar en la ciencia. Pero entonces ellos se darían cuenta de la camisa mojada, de los ojos irritados, del cabello desordenado, del desconcierto sistemático sobre su escritorio y entonces, se le echarían encima como hijos preocupados porque lastimosamente y sabiéndolo todo, no podían aceptar que iban a perderlo.

No, no podía permitirse un segundo de debilidad. Lanzó un vistazo al corredor que se podía entrever más allá del umbral de la puerta entreabierta. Unos chicos jugaban a patear una pelota hecha con papeles y cinta adhesiva y una niña sentada en el piso, chupaba, de la pajilla, la leche achocolatada que les daban como merienda. Aquello era la inocencia, la inexperiencia creciendo y los otros, los profesores, odiaban tener que tratar con eso.

Se abotonó la camisa hasta el cuello para dar una apariencia más limpia y seria y sacó de la maleta un suéter de lana adornado con rombos, lo mejor sería ocultar la mancha de la camisa; era cosa de algunos segundos para que por aquella puerta el mundo lo invadiera.

Pensó que era sorprendente cuánto se podía llegar a pensar antes de que algo inminente llegara a suceder. La sala de profesores estaba deshabitada, los escritorios, las torres de cuadernos, las batas entumecidas, las carteleras, las canecas de basura y los murales de anuncios acompañados por una fila de gabinetes grises parecían invitarlo a recrear una escena ilusoria. Sin embargo, la realidad pesaba sobre aquella galería de la mezquindad  y lo único que podía observar era la silueta de esos seres conformistas que le daban más importancia  a los mensajes de sus teléfonos y que les encantaba mofarse de todo.

Cada escena era más obscena que la anterior. En aquel lugar de torturas había visto como cada uno de aquellos profesores  había acosado, minimizado, sembrado terror y llevado  a la desesperación a jóvenes que tenían talento. La adolescencia era un término medieval que los espantaba, las crisis adolescentes, el desvarío de la sangre y las hormonas juveniles les parecían errores de la naturaleza que debían controlar o dado el caso extinguir por medio de métodos severos.

La invisibilización de tales actos, el sabotaje a las denuncias y los desvaríos lo había conllevado a confrontar la institución y por ende, la consecuencia  de su transgresión lo había arrastrado en avalancha hasta los límites mismos de una herejía contra la normalización del plantel y los principios morales expuestos por este. Aquel era su último día en medio del fuego.

En el corto lapso de un trimestre los demás profesores se habían construido una imagen de él que les causaba repulsión y en menos de lo que él mismo pudo imaginar, se había convertido en el personaje menos digerible. Alguien empujó la puerta entreabierta. Sus ojos parecieron volver de aquella dilatación enconada en los recuerdos y al observar quién era, quién acaba de empujar la puerta, le pareció ver al rector.

Si de alguien era preciso no dejarse descubrir, era precisamente del rector. Sin embargo, le pareció verlo asomado en el umbral. Los ojos nostálgicos parecían buscar algo en la sala, aquella versión al sastre de Hitler le parecía inverosímil, pero no cabía duda que el rector se jactaba de cuidar y lucir su canoso bigotito nazi. El vestido de político en banca rota, pálido y descuidado desfiguraba por completo la noción de un director de institución pública, pero  allí estaba, como una prueba viviente de la mediocridad.  Don Rigoberto entró con pasos dubitativos, luego se acercó hasta el escritorio.

―Mire profesor. Usted es una ficha importante. No la embarre. Lo mejor y vengo a decírselo aquí a solas porque le tengo estima, es que se deje de más pendejadas. Me he tomado la molestia de venir hasta acá para comunicarle que los demás profesores se han incomodado mucho con su determinación de llevar esto más lejos. Lo siento pero ya se ha tomado una decisión. Lo espero en mi oficina para que firme los papeles ―cuando recobró la cabeza pudo percatarse de que todo había sido producto de su imaginación. El viento había provocado el golpe en la puerta. No había nadie en la sala pero aquella escena la veía venir, sabía que ocurriría, que su traslado era inminente.

Él había denunciado los casos, había expuesto el sistema al escarnio público y desde que los reporteros le habían apadrinado su locura sentimental, su propuesta de la creación de “modelos no violentos invisibles” había producido mucho interés. Sin embargo, el odio había comenzado a crecer como también los varios programas televisivos que denunciaban, a la par, casos de profesores agresores y  casos que denigraban estudiantes y hablaban de la conducta ejemplar del gremio docente.

―Profesor, explíquenos su teoría, usted dice que en la naturaleza hay células que por instinto matan a otras y que lo mismo sucede en organismos más complejos como los seres humanos ―el presentador del programa, miraba directamente a la cámara sin siquiera fijarse en él. El hombre se dirigía al público de las once de la noche que era el horario en el que saldría al aire aquel programa, un  horario donde la mayoría de la gente común se decidiría a pasar el canal de televisión para observar a una modelo semidesnuda hablando de la lotería.

―No, yo no he dicho eso, lo que expongo es que de manera parecida a nuestro sistema inmunológico, que se defiende de agentes invasores  por medio de células agresoras y especializadas en matar células dañinas, nuestra cultura también genéticamente ha generado, de manera poco perceptible, rasgos de agresión que si no son canalizados pueden convertirse en patrones determinantes de sociedades violentas ―mientras hablaba movía sus manos haciendo énfasis, corroborando, negando, y elaborando figuras de apoyo que ante la cámara parecían los gestos de alguien que quiere comunicarse por medio de algún método de señas.

―O sea que lo que usted quiere decir es que en la sociedad, en nuestra moderna y equilibrada sociedad, existen seres instintivamente y genéticamente dispuestos a atacar  a los demás tal y como las células K o asesinas. ¿Verdad? ― tenía que darle el crédito, el maldito presentador sabía cómo tergiversar los mensajes, como persuadir y cambiar los sentidos de cualquier frase. Estaba perdido, por más que lo intentara el presentador haría todo lo posible para mancillar su teoría.


Su imaginación había quedado corta ante la cruda realidad que estaba a punto de caerle encima. Ninguna de las situaciones  recreadas parecía factible a esta altura, lo mejor, pensó sería olvidar todo y asumir lo que viniera como viniera. Pronto entrarían por aquella puerta. Ingresarían histéricos con ganas de matarlo, de maldecirlo y acabarlo como él lo había hecho con ellos al revelar sus conductas. Intentó serenarse, ya no podía imaginar nada más,  puso la maleta entre sus piernas alargadas y esperó. Desde el fondo los vio aproximarse, los profesores venían charlando y burlándose de algo, mostraban una extraña felicidad como si vinieran regodeándose de algún éxito realizado en las mismas inmediaciones de su estrechez, de pronto, una de las maestras lo advirtió, lo miró sentado, totalmente solo, allá en la sala de profesores y le avisó a los demás. Todos voltearon la cabeza hacia el objetivo, el semblante del grupo cambió por completo, comenzaron a avanzar hacia la sala, decididos, enérgicos, como una banda de pistoleros, cada vez estaban más cerca, cada vez más agresivos, más dispuestos a todo, más cerca, más encima, como si fueran las células asesinas de un gran sistema inmunológico. 

20 septiembre 2014

LA CRESTA DEL GALLO.


En memoria de Giovanny Pedraza.

Lo primero que se escuchó cuando entró fue el encrespamiento y la resaca de una ola de cuchicheos y risas ahogadas que parecía buscar refugio en cualquier escondite para no ser descubierta en flagrancia. El fenómeno sólo ocurrió una vez; allí y aquel día. Ellos reían, y aunque el cosquilleo se basaba en un rictus burlón que les ponía los ojos abiertos como faroles de circo que apuntaban hipócritamente al origen del ridículo, nadie podía decir a ciencia cierta de dónde provenía el alboroto.
En aquella ocasión, él supo manejar muy bien la situación. Después, en los siguientes días y durante todo el año que permaneció en el colegio, él era el que entraba y se despedía sonriéndoles, casi como burlándose de ellos. Su sonrisa era maliciosa y ellos lo sabían. Tuvieron que aceptarlo, así, con toda la felicidad y la conciencia de intuir que ese gesto había sido la forma más ingeniosa para escarmentarles aquel primer acto provocador.
El profe Giovanny no medía más de un metro con sesenta y era moreno y macizo como los indígenas más puros de la selva. El primer día se hizo al lado del profesor que había querido presentarlo. Llevaba un polo a rayas, un jean oscuro y miraba hacia el suelo como queriendo ocultar la mirada o como si deseara que con esa inclinación de la cabeza se pudiera observar en todo su esplendor su hermosa cresta. Los pelos hirsutos se elevaban desordenadamente en la corona pero lograban que el enfilado penacho se mantuviera hasta la nuca. La pelusa de un oscuro petróleo y lisa como si acabara de salir de una piscina se conservaba engomada dándole  a su aspecto general algo de aire cómico. Sin embargo, esta aparente careta era en realidad el alma desnuda de aquel ser que no paraba de hacer, con sus labios, muecas extravagantes como si sufriera un ataque silencioso de irritación. Los muchachos le miraban anonadados mientras el otro profesor les explicaba la razón del nuevo programa que llevarían a cabo con el forastero y él, cabizbajo, seguía haciendo muecas para no reír. 
Cuando quedó sólo hubo como un silencio alargado que parecía esperar algo, como si desde la puerta entreabierta de pronto fuera a aparecer alguien o un extraño fenómeno fuera a irrumpir y causar un gran asombro, pero nada llegó. Lo único que se deslizó y luego levitó hasta el oído del nuevo profesor fue ese murmullo de carcajadas encubiertas que fueron deshaciéndose como un algodón de niebla que es espantado por el viento. Los gestos se hicieron más agudos y su cabeza pareció encogerse como la cabeza de una tortuga espantada. Cuando la cresta perdió todo el atractivo y las risas se convirtieron en un cruce de miradas a la expectativa apenas alumbradas por un interrogante de « ¿y ahora qué? », el profe levantó la cabeza y los miró. Aquella mirada los tomó por sorpresa, algunos se sobresaltaron y otros, apenas si lograron acomodarse de nuevo en su actuación de estudiantes ejemplares. Los miró un largo instante, un instante que pareció levitar más alto que aquellas risas ocultas que antes habían sobrevolado a ras de pupitre por todo el salón. Su mirada se convirtió en el ojo de un cíclope que fue creciendo y tomando altura. De pronto, pasó de ser un « ¿y quién será este tipo? », a un todopoderoso que se le aparecía por primera vez a sus criaturas. El silencio fue como un apagón, como un toque de queda que paralizó hasta el ruido externo del mundo que seguía allá entre las calles y las tiendas de motores. Esa elipsis parecía provenir de lo profundo de una cripta. Los estudiantes se sintieron sobrecogidos y el salón pasó a transformase, por un momento, en una profunda iglesia. De pronto, sonrío, la curva que fue formando con sus labios se transformó en el gesto más inocente y tierno. El Dios se volvió pequeñito como un bebé y comenzó a hablarles desde esa sonrisa que parecía reconciliar a los adolescentes con sus propias confusiones. No hubo nada más, eso fue todo y eso fue lo que necesitó para ganarse el respeto. Esa fue su singular y secreta manera de romper el hielo y ellos lo comprendieron, como también, que aquello, había sido la representación más rara y simpática que un profesor había logrado llevar a cabo para presentarse y para dejar en claro, desde el inicio, de con quien se relacionarían.
No se trataba de un profesor cualquiera. Este profesor había sido también, en alguna época muy remota, un estudiante y había vivido y gozado y aprendido más que ellos y se había convertido en hombre más rápido y hábilmente que cualquier otro hombre y había envejecido y había tenido que madurar en un cuerpo todavía nuevo, de una manera recóndita, una manera que desde aquel mismo momento comenzó a causar respeto y admiración y que nunca dejó de motivar y ocasionar inevitables experiencias.
Una guía ideal para la juventud no se encontraba en cualquier parte, así lo consideró en un primer momento la coordinadora cuando leyó las referencias del nuevo profesor, también supuso que un alma dispuesta a la entrega desinteresada era algo, aún,  más escaso, así que la coordinadora quedó más que satisfecha. En un principio el programa le había parecido un relleno luego lo entendió como la oportunidad perfecta para evadirse del colegio e ir a verse con su esposo en la cafetería que quedaba justo en la esquina. Para la rectora, fue un «me mantienen informada sobre los avances de este programa», dicho en voz alta y un «sí, sí, cualquier cosa con tal de que pueda salir y llegar a tiempo a la cita en la estética para que me arreglen este horrible cabello» dicho en voz baja. Para el resto de los maestros fue la coartada perfecta, como un «ya tengo quien me cubra para ir a la cooperativa», «menos mal, ya me hacía falta un respiro con esos mocosos de noveno», «si cae en mi horario lo aprovecharé para adelantar todo el trabajo que tengo pendiente», «al fin algo diferente» y «un hueco más, lo mejor será empacar más donuts».
Tras un año de rencores y envidias, la fama del profe Giovanny seguía creciendo, había logrado disminuir el consumo de drogas en el colegio y su enseñanza parecía orientar a los chicos hacia la reflexión consciente de la existencia. Durante aquel período se habían creado varias olimpiadas de “Buen trato”, “No violencia”, “Resolución de conflictos” y un interesante concurso que se había bautizado con el lema de “Pensemos con seso” donde los estudiantes se enfrentaban en cruentos debates sobre la técnica del SPA (Sentir, Pensar y Actuar). Todas estas estrategias que había promovido generosamente el profe, se habían convertido en parte esencial de la dinámica entusiasta del estudio. La cuestión era que aquel profesor, que tenía la frente surcada por expresiones de profunda meditación, hablaba que para educar bien era necesario tener un clima estudiantil favorable y que al tratar al sujeto denominado como escolar había que involucrar a los maestros, los amigos, los padres y al círculo social del instante en algo denominado como «la familia del estudiante». Tales ideas habían generado detractores y seguidores y aunque su filosofía de prevención se basaba en una afirmación libertaria y consciente del libre albedrio, donde asumir las consecuencias de cualquier acto era la consecución del grado más respetable del pensamiento, algunos maestros miraban tal filosofía como un argumento transgresor y promotor de comportamientos rebeldes.
― ¿Hablarles de drogas? Pero en qué diablos está pensando el gobierno, porque no mejor se las trae, así se ahorra esa platica también ― José se movía de un lado para otro. Tras haber dicho en la sala de profesores que la idea de un programa de prevención era, más una provocación que un sistema confiable para reducir el consumo, el resto de profesores entendieron que él no había entrado a buscar las carpetas de observación, sino que su afán se basaba en la rabia y en el deseo de lograr causar un debate lo más rápido posible.
―Yo estoy de acuerdo con José ―añadió Sandra, una profesora despampanante que se vestía como travesti ―para mí que ese capacitador que mandaron hasta debe ser marihuanero. ¿Lo han visto? Que aspecto más desagradable. Ayer hasta me desnudó con la mirada, ¿pueden creerlo? ―terminó de decir mientras el resto de profesores, con el ramillete de miradas morbosas, la desnudaba de pies a cabeza.
― ¡Claro!, tienes razón Sandrita ―exclamaron asombrados y a coro los tres octogenarios que se desquiciaban por verle un poco más de lo que podía dejar entrever la profesora Sandra en ese vestidito de quinta.
―Como sigan las cosas, estos ya no serán colegios sino centros de rehabilitación. Yo estoy de acuerdo con José ― Las frases de confirmación eran confusas, ¿de acuerdo con qué?, con que trajeran marihuana al colegio como lo había propuesto José o de acuerdo con la indignación que buscaba infundir en los demás.
―Profes ―alguien tosió desde la puerta entreabierta―, buenos días, es que la profesora Adela me manda preguntar que si alguno de ustedes sabe dónde puedo encontrar al profe de drogas ―la chica que había irrumpido por sorpresa en la sala, sin quererlo, había logrado despabilarlos de su sopor indignante. La miraron como niños torpes y sorprendidos sin saber qué hacer. La muchacha tuvo que morderse la lengua para no reír.
―No te enseñaron a tocar la puerta en tu casa muchachita ―renegó la profe Sandra con rabia.
―Perdón profe, es que venía corriendo porque sucede que necesitan de urgencia al profe en el curso nueve dos ―le contestó mientras se pasaba la mano por el rostro y se corría el capul gigantesco que le ocultaba la mirada ―, no fue mi intención profe Sandra.
―Ok, ok, pero igual, no sabemos dónde está. Ve y búscalo con la coordinadora, ella debe saber.
―Sí señorita, con permiso, con permiso ― hizo una venía burlona y repitió la frase mientras salía corriendo hacia la oficina de coordinación. 
― ¿La escucharon, la vieron?, es que no hay derecho, de verdad, ya no somos nada para estos muchachos, ya no hay educación que valga, sólo falta que vengan y le peguen a uno ―golpeó el escritorio varias veces con las palmas de sus manos. Estaba histérica, los senos, casi desnudos dentro y fuera de ese escote, se sacudían aprobando cada una de sus disparatadas afirmaciones, tal y como se sacudían las cabezas de los tres octogenarios.
―Tienes razón Sandrita ―volvieron a decir en coro mientras se relamían de gusto.
La chica acababa de cumplir quince años. Era una mestiza alta y voluptuosa de ojos miel y cabello quemado, la sudadera del colegio se ajustaba a su poderoso cuerpo y parecía, desde la terraza del colegio, imponerse como la escultura de una madona moderna. El profe Giovanny se encontraba jugando una partida de Ajedrez rodeado de varios muchachos que le preguntaban cosas sobre la vida, los chicos terciaban sus maletas de manera descuidada y miraban el tablero como si de verdad buscaran entender el próximo movimiento. Giovanny les hablaba y les sonreía, con esa expresión precipitada de lunático pasmado. Una profe algo menuda pero muy bien presentada que salía del curso siete dos, miró al grupo que parecía apiñarse como un muñón de hormigas en el rincón del pasillo.
―Buenos días profesor― pronunció hacia el bulto que se incorporó y saludó en coro, los muchachos parecían respetar mucho a aquella profesora ya que se irguieron, se acomodaron el uniforme y siguieron observándola mucho después de que el profe Giovanny le sonriera, luego, volvieron a su centro de atención y continuaron el juego.
― ¡Profe Giovanny! ―gritó la muchacha― Venga rápido profe, Dora se quiere lanzar de la terraza, usted es el único que puede detenerla.
El profe Giovanny miró a su contrincante.
― ¿Qué le hiciste?
―Nada profe, se lo juró, vea, por mi madre que no le hice nada ―se llevó las manos a los labios, las besó como escupiendo y alzó los dedos, cruzados en cruz, hacia el cielo ―. Dora está loca, yo le dije que no quería seguir con ella, usted la ha visto profe, es una intensa ―las palabras se le salían como si fueran carros que emergieran de un taponamiento recién desatascado en un túnel.
―Ya comprendo ―Giovanny lo miro con gravedad, con gesto descreído y reprobatorio y el muchacho se agazapó entre sus compañeros hasta perder, en la palidez, todos los atributos varoniles y de soberbia. Era como si la mirada crítica de Giovanny lo hubiera regresado a la infancia ―. Más cuidado para la próxima, no sea que te chanten la muerta ―se le mofó en la cara con esa risa juguetona que parecía cachetear y abrazar al muchacho ―Yanira, corre y dile que ya voy, que estoy terminando una partida de ajedrez.
― ¡Pero profe! ―lloriqueó la muchacha.
El grupo salvavidas subió con emergencia las escaleras que iban hacia la terraza como si fueran un equipo de bomberos atolondrados. El profe Giovanny llevaba del brazo al novio de la desesperada.
―A ver, yo entiendo que uno pueda discutir y tener problemas en una relación, pero por qué le terminaste Nelson ―lo interrogó frunciendo el ceño y haciéndole un gesto cómplice, cómo si le diera a entender que sabía que Dora, la muchachota con cuerpazo de miss universo era una niña infantil y mamona y que estaba bien que la hubiera dejado.
― Es que profe, ella no me da un respiro, es muy celosa y obsesiva, además, la vez pasada intentó cortarme con el bisturí, está loca ―le respondía mientras llevaba su cuerpo hacia atrás y encogía los hombros como un delincuente que acaba de ser atrapado y se siente arrepentido.
El profe Giovanny le dio unas cuantas palmaditas en la espalda y le dijo:
―Todo estará bien, a la próxima más bien fíjate con quién te juntas, mira que Daniela me parece que ha sido una muy buena elección ―señaló sus palabras hacia el aire como si le diera a entender al joven que él si sabía el verdadero motivo de la ruptura.
La chica se balanceaba hacia el abismo abrazada a la antena de radio que hacía muy poco habían instalado en el colegio. Miraba en el fondo, el rectángulo de la cancha pintada en el patio, algunos maestros le gritaban desde abajo suplicándole que no lo hiciera. Por sus mejillas resbalaban sucias y carbonizadas lágrimas que lavaban el rostro de un maquillaje exagerado. Estaba posesa, desde cerca parecía convertida en una gárgola, más que una madona, pero desde allí abajo las cabezas levantadas la miraban como un ángel que acababa de planear para vaticinar el apocalipsis.
Un gato que saltó del tejado y que iba rumbo al siguiente edificio la desequilibró haciéndola balancearse peligrosamente hacia su muerte. El jalonazo fue brutal pero correcto, El profe Giovanny aprovechó ese momento de distracción y la cogió fuerte de la muñeca desnuda que parecía una ala rota intentado equilibrar a la suicida y la jaló de un empellón hasta el pasillo. La chica cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra la pared. Mientras se recobraba y gritaba histérica como un bebé que han dejado sin su paleta, el profe Giovanny sacó, del centro del grupo de chismosos, a Nelson.
―A ver muchachos, me gustaría que me colaboraran ― dijo mientras con las manos espantaba la multitud morbosa que inventaba el resto de la historia. Cuando quedó sólo con el chico y la chica, los enfrentó―. Por este mocoso es que te querías matar. Míralo, ¿Qué dices? ―le apuntó mientras zarandeaba para un lado y otro al muñeco humano del adolescente que apenas si podía entender lo que estaba sucediendo.
Dora lo miró mientras el profe Giovanny no paraba de sonreír, con esa sonrisa compasiva que le rompía el orgullo a la muchacha por completo. La adolescente comprendió que su vida, esa vida de mujer fatal valía más que cualquier otra cosa en el mundo, se incorporó, se encerró con el profe y con Nelson en un salón y tras quince minutos de oídos pegados a las paredes, nunca se supo que había sucedido allí adentro.
La niña salió convertida en una mujer que desde ese día trasmitía un salvaje equilibrio de su personalidad; el joven comenzó a congeniar con una idea más reconciliable de su miedo a la fidelidad. La chica despampanante se graduó con honores, estudió, comenzó una farmacia y tuvo un hijo. El joven Nelson se graduó a empujones, pero logró obtener un buen trabajo en un call center y se casó y fue fiel, muy fiel hasta que su hermosa esposa lo engañara con un médico. Pero siguió su vida con entusiasmo y logró llegar a la vejez acompañado. El profe fue recordado como uno de los más maravillosos seres que había pasado por ese colegio y muchos siguieron copiando sus enseñanzas para dar entender que la vida valía pena.
― ¿Si se enteraron?
― ¿De qué?
― De la muerte del profesor Giovanny.
― Sí, yo me enteré esta mañana.
― Tan joven y tan talentoso, era uno de los mejores maestros.
― Dicen que murió al instante.
― Yo siempre he dicho que las motos son lo más peligroso que hay, él nunca me hizo caso, yo vivía persuadiéndolo de que vendiera ese aparato, pero no, nunca me escuchó. Esas máquinas no deberían existir. El profe Giovanny era un testarudo, Dios lo tenga en su reino.
―Tienes toda la razón Sandrita ― dijeron a coro los octogenarios profesores que la miraban con lastima.
―Profes ―alguien que asomó la cabeza, hirsuta en una cresta como de gallo, tosió desde la puerta entreabierta―, buenos días, es que la profesora Adela me manda preguntar que si alguno de ustedes sabe dónde puedo encontrar al profe Giovanny ― El chico que había irrumpido por sorpresa en la sala, sin quererlo, había logrado despabilarlos de su sopor adolorido. Lo miraron, como niños torpes y sorprendidos sin saber qué hacer.

El muchacho tuvo que morderse la lengua para no llorar.