30 septiembre 2014

Una pruebita del Laurel




“masticaban hojas de laurel para embriagarse y periódicamente salían corriendo en noches de luna llena asaltando a viajeros incautos y despedazando a niños o animales jóvenes”
Robert Graves


―Ven ―lo agarró del brazo y lo jaló hacia la cama hasta que el cuerpo de él quedó encima de ella―, dame un besito y dime algo, pero algo de verdad.

El hombre se escurrió de su abrazo, de esa incomoda y resuelta manifestación de una necesidad increíble de amor y sonriéndole comenzó a vestirse frente al espejo del baño.

«Otro hombre igual, una noche más sola». De nada le había servido el jugueteo inmaduro y el cursi tratamiento de dejarse llevar por las zalamerías acosadoras del deseo. De nuevo volvía  a la realidad, sin quererlo, una vez más había intentado entregarse sin mucha prisa y sin mucha ilusión.

Toda la noche había jugado con él.

Primero, la conversación necesaria y ubicua del intelecto la había utilizado para embriagarlo y hamacarlo en el fondo del "bar Daphoene"; aquel bar órfico, repleto de maniquíes desnudos que se asomaban de manera desvergonzada por el balcón y que estaba invadido por una tribu de duendes hechos en polietileno que se la pasaban colgados de aquí para allá, enredándose entre las copas y las lámparas de gas, lo sentía tan suyo y tan irreal que le parecía increíble que durante años hubiese llevado a cabo todas sus citas en aquel lugar. Justo en la biblioteca del fondo, donde el mesero ya había dispuesto la fogata, las hamacas  y había servido los cócteles, se vio remedada por una extraña chica que seducía a un extranjero. Supo entonces que el bar era su espacio ritual, un espacio de conjuro y apertura donde esos encuentros oscuramente exorcizados por la circunstancia inevitable de su soledad y su misantropía buscaban un comienzo y una esperanza.

Segundo, casi a tientas y por entre las calles empedradas de la vieja colonia, lo había llevado hasta su apartamento, esa guarida vegetal donde perdía a sus visitantes como si su biblioteca, el patio y la alcoba fueran los caminos precisos de un laberinto que era necesario cruzar para llegar a ella.

Por último, se había dejado acariciar y desvestir hasta quedar en ropa interior y le había hecho creer que su costura de mujer fatal llegaría a un clímax inimaginable en cuanto la tuviera aferrada a su locura.

Pero en el momento de la verdad. Nada ocurrió

Bajó con el hombre las escaleras de madera, quiso contarle de las orquídeas plantadas en el patio, de la matera a la que le había costado tanto trabajo colgar el velo de novia y las colas de mico pero sólo se limitó a seguirlo mientras miraba, que junto a la puerta, las dos bicicletas seguían amándose.

―Me llevo este entonces ―«Claro, pero no te olvides de devolverlo» alcanzó a repetir unas tres veces esta frase en su cerebro acorralado por una escena que ya no quería frecuentar.

―Claro ―le dijo mientras lo miraba con cara de ironía―, pero tendrás que devolvérmelo en cuanto lo termines.

«Ni que fuera un ladrón», de seguro diría eso. «Sabes, me gustaría que no te fueras, quédate e intentemos hacerlo», si tan sólo se hubiese atrevido a decirle aquello, pero ya no importaba, ahora, ella subía las escaleras completamente sola y no quería  mirar hacia el patio, donde seguro, su bicicleta estaría mirándola con odio.

La campanilla se escuchaba ya muy lejos y las ruedas de la bicicleta fugitiva llevaban por entre el empedrado a otro amante desilusionado. Apenas si tenía tiempo para dormir y descansar lo suficiente. Lo mejor sería no pensar más en eso.

El dormitorio seguía igual, silencioso y atento como un perro a la espera de su ama pero se veía en él, todavía los desastres que habían dejado los cuerpos. Para no desentonar, se sacó las bragas, aquellas que el amante huidizo hacía unas horas atrás le había intentado inútilmente zafar de sus piernas asustadas. Ya el centro mismo de su deseo no estaba caliente, pero se sentía insatisfecha, con el dolor profundo de las entrañas que se habían quedado con más ganas de lo que el miedo no había querido continuar.

Cuando el reloj la despertó se levantó como una sobreviviente buscando reconocerse entre los escombros que ella misma había creado con el bombardeo nocturno de su inestabilidad.

Medias negras, minifalda negra, correa con taches, buzo negro con cuello en V, algo de escote y un collar con un metal arcano colgando como si fuera un ataúd de hada eran todos los accesorios que había dispuesto para aquel día.

Nada de ponerse bragas, hoy sería un día aburrido y quería romper su cotidianidad con algo de rebeldía; tres palmadas en los cachetes inflados que tanto despreciaba, un poco de maquillaje, ponerse el casco, terciarse la mochila, a la bicicleta y de nuevo a ese rodar alegre que le alimentaba una extraña criatura en su interior.

Los dientes los tenía amarillos y se le pondrían más amarillos con ese café mañanero que acaba de obsequiarle el engreído de José, que socarronamente la empujaba a una charla irónica.

―Cómo que alguien se trasnochó por aquí. Yo no creo que haya sido realizando informes.

No, no había sido realizando informes, ni evaluando exámenes como él.  Se mandó de un sorbo ruidoso el café y se largó por entre los pasillos dejándolo, con el resto de sus palabras exasperantes, colgándole como babas en los labios.

La primera clase la tuvo con los chiquitos y aunque el salón parecía el mismísimo infierno, no pudo llorar, sintió alivio entre ese caos de mocosos que apenas si lograban deletrear la palabra “ácido desoxirribonucleico” y que se extasiaban intentando o lográndolo.

La vida tan fácil, tan lejos de la angustia y el temblor de saberla una ocurrencia.

El timbre la sacó del trance, era hora de dictar clase en el salón de siete dos, un curso más controversial. Le gustaba. Sentía cierta empatía por ese grupo tan heterogéneo de criaturas. De hecho, de allí provenía. Sabía que allí estaban las chicas y los chicos que les había tocado crecer muy rápido, que sabían el valor del dinero, que tenían una disciplina, aunque fueran los más problemáticos del colegio, ajustada a sus sueños y que sabían más de la vida que cualquiera.

Ella, que había tenido que trabajar desde pequeña para dárselo todo, que se había criado en los barrios marginales conociendo a los ladrones y a los jíbaros, que había aprendido a defenderse sola y había aprendido a mantener una inocencia escondida como si fuera un tesoro, parecía reconocer en ese grupo de marginados del colegio, su propia biografía. Ella sabía que en cada corazón de ese curso, estaba, en el lugar más profundo de cada latir, una caja fuerte donde, cada uno, salvaguardaba la inocencia de forma secreta.

―Nadie los va a preparar para la vida, este mundo es injusto y ustedes deben saber leerlo, no se trata de que lean estos libros de texto de sociales donde les dicen que la historia es lineal y que al parecer deviene de un sistema progresivo. El mundo no es progresista, el mundo es depredador y ustedes son su alimento.  Formant Reircer, dice que “nadie puede elaborar una idea que no escape al sistema ya ideado”, pero Floriet Liberdent, discute lo contrario y afirma, como buena feminista que es ―al decir esto las chicas se rieron, los chicos se mofaron, pero luego la dejaron continuar―, que “crear una idea es crear la escapatoria ideal  a cualquier sistema”

―Hay algún libro de Flo-riiii-et o de Foooor-mant, profesora.

―De hecho traje los dos títulos más representativos de cada uno, acercó el bolso y justo en el momento en que metía las manos para sacar los libros recordó que uno de los textos se lo había llevado el hombre que había escapado de sus brazos la noche anterior.   Se excusó, ofreció el libro de “El atlas cansado” de Floriet para que pudiesen fotocopiarlo. Y les prometió el de “Todos los trajes” de Formant para la siguiente clase.

Al menos recordaba la tesis más importante del libro. Apuntó en el tablero: Capítulo cinco: “Aporías sin lugar”. 1. Cuál es la diferencia entre una idea y una razón, 2. Qué significa crear y 3. Cómo se puede determinar el valor de una idea en la sociedad. Estaba loca, los jóvenes apenas si lograban memorizar los principales datos de la historia y ya quería meterlos en un intríngulis ético y moral. Pero así era ella. La educación o nada.

Salió del curso y se fue directo a la cafetería, allí charló con algunas chicas, las más grandes, rivalizó, simpatizó, coqueteó y, de nuevo veía, en los ojos de su adolescente preferido, los ojos de todos los hombres que no podían amarla.

El descanso terminó y entonces, su silueta, ya encorvada por el cansancio, se dispuso a ir a los últimos salones. Era el día con más carga horaria, afuera, en el mundo, llovía. Se cruzó con José quien intentó abrazarla. No se dejó manosear. Hoy no estaba para ser la mujer fatal del colegio.

―¿Pero qué diablos te pasa mujer? Le dijo sorprendido.

―Nada, sólo quiero que no me vuelva a tocar, ¿entiendes?

―¿Pero qué hice?, ¿acaso hice algo malo?

«Sí, eres un maldito pervertido que solo me busca para manosearme, eso es lo que haces idiota», lo gritó en su cabeza que comenzaba a dolerle más que de costumbre. Iba  a decirlo, pero entonces miró el café y se dijo a sí misma que si dejaba escapar la rabia, era seguro que hasta le tiraría el café.

―Sólo no me vuelvas a tocar. Te lo advierto, a la próxima no….

―Ok, ok, ya me voy, ya me fui…

Odiaba que la dejaran con las palabras en la boca. «…dime algo, pero algo de verdad».

Por qué le había tenido que decir eso, por qué se le había ocurrido esa idea. Si tan sólo se hubiera dejado llevar, quizás los hombres no buscaban sólo sexo, pero ella siempre mal interpretándolo todo.

Ahora le tocaba el grupo más grande, hacer cara de ogro, sonreír, esperar a que todos, se les diera la maldita gana de entrar.  Vaciarlos. Exigirles más atención. Que curso más engorroso. Todos los chicos y chicas de ese salón semejaban caricaturas, se movían por ahí a medio existir, como si les faltara el alma, como si el guion o la idea misma de existir fuera una payasada. La adolescencia como un gran disparate de la razón.

Entonces lo entendió. Algún día la adolescencia se acabaría y ellos tendrían que entregarse a la vida. Se pondrían un delantal, una bata, una corbata, un overol y saldrían a la calle a cumplir con sus actuaciones.

No había nada nuevo en esa rebeldía, salvo la repetición de una pequeña ilusión todo era un acto aburrido y trajinado. Se echó a reír y el salón quedó en silencio

―¿En serio eres profesora?

―Sí, ¿por qué? ¿Te parece raro que sea profesora?

―¿Qué si me parece raro? Claro que me parece raro, rarísimo. ¡Mírate!, tú vistes estilo gótico, odias el istema y te encanta tomar, todas tus posiciones son las de una rebelde nata no la de una mojigata al servicio de la educación del país. Jamás te he visto con carpetas o cuadernos. Dime una cosa, pero con sinceridad. ¿Cuánto hace que eres profesora?

― Ocho años, el próximo mes cumplo nueve ¿por qué?

― ¡Genial! ―el hombre no pudo aguantarse, se echó a reír a carcajadas.

Eso, a ella, la molestaba demasiado. Otro imbécil

―Lo siento, no pude contenerme, no me burlo de ti, me burlo del sistema, del resto del mundo. Tú eres mi heroína, me gustaría ser como tú, romper el maldito esquema, inspirar vidas. Luchar.

Aquella noche ese mismo hombre la había abandonado porque ella no había podido entregarse, porque ella le había confesado que todavía seguía siendo virgen, porque ella había querido escucharle decir algo verdadero mientras se preparaba para poder, quizás, esta vez sí poder perderse en las caricias desconocidas.

Diez, quince, veinte, cuántos más tenían que levantarse de su cama justo cuando ya la tenían en ropa interior y no eran capaces de decirle al menos una verdad. Toda su vida había luchado por mantener a salvo su inocencia y ahora estaba desesperada por perderla. Había creído en un sistema y ahora notaba que todo era una farsa de la costumbre de soñar.

Un avión de papel le cayó justo en uno de sus cachetes inflados de nostalgia.  Todos rieron mientras el teléfono sonaba en su mochila. Iba a gritarles, a darles un sermón hasta que se acabara la hora de clase, pero se abalanzó, sus brazos se abalanzaron a mirar quién la llamaba. Era él. Quizás quería disculparse, quizás, pero ahora no podía contestar. Estaba atrapada en el sistema.

Apagó el celular. Se incorporó con rabia, los jóvenes asustados ante la actitud, se sentaron y volvieron al orden. Les dijo que abrieran sus libros en la página 39.

―Hoy estudiaremos el mito de Dafne. Quién pudo encontrar algo respecto al mito, ¿hicieron el cuadro comparativo?

―Profe, yo encontré que se trata de una diosa que el dios Apolo quiso violar y entonces otra diosa la convirtió en Laurel

―Yo también encontré lo mismo

―Y yo ―dijeron otros cinco enseguida.

La clase se dilató en una explicación pueril sobre la virginidad y sobre  lo que el mito informaba acerca del temor de una mujer hacia los primeros intentos sexuales y de lo que significaba la castidad. Los jóvenes parecieron interesados, sin embargo, al final, todos comenzaron a pedirles una pruebita del laurel a sus amiguitas.

Los chicos y las chicas hacían comentarios y jugueteaban entre ellos, el salón se convirtió en una orgía de observaciones impúdicas, algunas rotundamente obscenas que giraban en torno a los cuerpos más deseados. 

De pronto, se dio cuenta que aquel libertinaje no estaba circunscrito al poder dela virginidad sino que se deslizaba alrededor de la sanguinaria avidez de la lujuria.

Ella era Dafne, la diosa masticadora de laurel que exhortaba a sus Ménades hambrientas. El timbre volvió a sonar para salvarla de sus abismos. 

Se dejó arrastrar por los pasillos hacia el salón de once como un leño podrido que naufraga entre un vaivén y otro. Se sentó, dejó a un lado del escritorio el café, miró por debajo de sus anteojos a los chicos y aseveró mal humorada:

―¿Qué, acaso no sabían? ¡Uso anteojos! Ok.

Los jóvenes la miraban asombrados, tenía las piernas abiertas, expuestas totalmente a las miradas intrépidas. 

Observaba, por la ventana, algo que ya nunca podría recuperar, estaba distante, ida del mundo. Preocupada, porque por fin entendía lo absurdo de su situación.

Seguía siendo virgen, seguía siendo manoseada y seguía queriendo ser amada, pero ¿qué sucedía, qué pasaba entre ella y ese justo acto de la entrega total?

Todo había sido una ilusión, cada vez que un hombre intentaba intimidar, ella se convertía en una hoja de laurel, en algo esquivo y lejano.

Lloró. No porque aquello estuviera mal, sino porque sabía que muchos de los hombres que había dejado ir jamás volverían, y ahora, eran como esos médicos y pintores de la gran guerra que jamás pudieron ser médicos o pintores porque habían muerto y se hallaban enterrados para siempre en el frente enemigo.

Miró por última vez hacia la ventana mientras se limpiaba las lágrimas del rostro y cuando regresó en sí, observó a sus estudiantes y se sorprendió. Los encontró allí, justo en ese lugar que tanto había reservado y al que le había dedicado su mayor recelo y sus mejores años.

De pronto, todos los jóvenes se encontraban extasiados mirándola. Se hallaban sumergidos allá adentro, en el mismo centro, de unas piernas, que ya no podía cerrar. 

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