19 julio 2014

TODAS SUS FUERZAS


Abrió la puerta con todas sus fuerzas y alcanzó a percatarse, antes de caer sobre el corredor, como, entre la penumbra, la luz radiante invadía la habitación por completo hasta ponerle ese hálito de claridad y sueño imaginado que tiene los objetos cuando recién son recobrados de la tiniebla.
En su caída hacia el suelo de madera, los ojos persiguieron, atentos, la luminosidad que se iba pegando al taburete en el fondo del pasillo, observó el quieto asombro de la pared que se alargaba de pronto hasta el patio y dejaba desde allí entrar la otra luz.
Al fondo, el patio encendido, acometió con su claridad contra el esplendor de la puerta que osaba contra su reino. Aquel destello le  pareció que duró una eternidad mientras caía. Escuchó el golpe seco de objeto inanimado, como de herramienta sorda que es tirada hacia el pavimento, sin embargo, su golpe contra el suelo parecía más de roca, de mole que se desploma y queda quieta, intacta como si jamás se hubiese movido. Le quedaba, no obstante, algo por resolver, que lo intranquilizaba por dentro mientras sus ojos se cansaban de mirar el techo ensombrecido, lugar último de refugio de la sombra que había logrado salvarse de la irradiación que él se había encargado de hacer penetrar por la puerta. No le quedó otra que mirar hacia adentro, intentaba comprender su posición, había entrado de frente y se había desplomado, pero su cuerpo aparecía de pronto boca arriba, celando el techo.
Intentó gritar pero nada salió de su garganta, que sentía sellada, estrangulada por cierta sensación pavorosa que solía sentir al despertar de algunas pesadillas. Para tranquilizarse, se vendió la idea de que estaba dormido y que en cualquier momento despertaría. Pero no era así. Un  silencio que estuvo a punto de estallarle la cavidad de las orejas, lo asustó hasta hacerle gritar, con tal angustia, cómo si se hubiese perdido para siempre, pero los gritos no salieron nunca y sus ojos, aterrados, jamás lograron moverse.
Estaba jodido. No sabía por qué, cómo y a esta altura, ni siquiera, cuándo. Intentó entonces otra artimaña, conocía bien su cuerpo, sólo era cuestión de que el impase del calambre inicial pasara y esperar que el adormecimiento de las extremidades se extinguiera, para tener la oportunidad de levantarse, de reincorporarse de esa niebla que ahora mismo lo tenía atado a una quietud   horripilante.
Los minutos pasaron y la consideración de una invalidez  le cayó sobre su frente tan intempestiva y crudamente que pudo imaginar, sin lograr reproducir ningún gesto en su rostro, el rostro del terror puro.
Ahora sólo le quedaba esperar, al parecer algo le había sucedido y esa parálisis obedecía  a un extraño fenómeno que tendría que ser investigado en cuanto llegasen todos los de la casa. A las cuatro de la tarde lo único que escuchó fue el golpe de la puerta contra el marco, luego el empujón  violento del viento, esa resaca agresiva que espoleaba la puerta contra la calle y la devolvía con furia golpeando como si de un correazo mismo se tratara.
Los golpes sordos, estridentes de la madera siguieron y luego de un tiempo, se fue acostumbrado a  ese vaivén que parecía remplazar el mar.El oleaje de la puerta, pronto pasó a ser un ruido más entre las cosas y pronto terminó por desaparecer, absorbido por ese silencio crepuscular que se fue acercando, sigilosamente  desde la pared del patio por todas los objetos que comenzaban a languidecer, hasta invadir por completo toda la vivienda.
Alguien susurró algo desde el cuarto más ulterior que daba justo al balcón, aquel murmullo inaudible le dio cierta esperanza, pronto, alguien vendría a cerrar la puerta y se darían cuenta de su estado allí tirado sobre el zaguán mismo. Quizás, se dijo, sus pies, ya, a esta altura, las dimensiones de su cuerpo abarcaban, como un fantasma, todo el caserón y le era improbable medir con exactitud el espacio que lograba sobre el piso,  quizás, se dijo, eran sus pies los que no dejaban que la puerta se cerrara del todo, así que cuando vinieran a salvar ese impase, darían con que la tranca misma contra la cual se estrellaba repetidas veces la puerta,  y que no era otra cosa, que  sus pies.
Pero nadie llegó a salvarlo de su soledad, de la puerta yendo  y viniendo y de la enrome oscuridad que ahora se le echaba encima sin tregua alguna. Afuera el pueblo hervía de bulla, la algarabía explotaba cohetes y bengalas, pronto sería año nuevo. Esto, lo sobresaltó, sin  que su cuerpo, lograra brinco espasmódico alguno. Si mal no recordaba, al entrar a la casa, él, creía recordar, venía de haber deambulado por los lotes cercanos de su tío que quedaban cerca al estrecho del río, el afluente del río sólo crecía en Diciembre y Enero, y aquella mañana, las aguas que bajaban parecían apenas un hilillo que saltaban con tranquilidad los chivos y las vacas.
¿Cómo era posible que en media tarde, él hubiese quedado postergado a un estado inanimado increíble y que en tan solo menos de 12 horas hubiese pasado medio año y el pueblo entero se hubiese reunido sin él  a festejar  y gozar por un nuevo año?
Ya lo entendía todo, algo le habían dado. Un brebaje, de esos de pétalos de floripondio, una infusión de siete cueros, a lo mejor, le habían puesto a oler el matacaballo sin que se hubiese percatado y por eso estaba tirado allí sin poder moverse, le estaban gastando una broma cruel, habían montado todo lo del año nuevo para hacerle creer cualquier cosa horripilante, todo encajaba en la maquinaria de la confabulación. En cuanto recobrara la energía y el desentumecimiento hiciera lo suyo sobre cada músculo, se dijo, iría contra todos, tan ofendido y dolido como sólo un toro moribundo podría llegar a hacerlo en su última embestida.
De pronto escuchó lo terrorífico, lo más cruel comenzaba ahora a convertirse en una certidumbre. Escuchó claramente el coro de ancianas dolientes que en tono piadoso y compungido pedían por su alma en el cielo. Lo estaban velando, las aves marías iban y venían y el pueblo antes ensordecedor, parecía sólo atender al clamor religioso de los penantes.
Quiso gritar, apretar los puños, levantar con fuerza su cuerpo adherido al suelo, abrir desorbitadamente los ojos, patalear, lanzar babaza, jalarse enloquecido el cabello, llorar, pero nada, absolutamente nada pudo hacer frente a los rezos que iban y venían en su trasnochar infinito.
Pronto se llevarían su cuerpo y comenzarían a enterrarlo. La desesperación invadió su cuerpo inerte,  no entendía absolutamente nada de lo que le había sucedido, no entendía ni uno sólo de los acontecimientos que le habían ocurrido y sin embargo, era tan real el verse allí postrado, observando el cielo raso, sin siquiera poder hacer un leve movimiento de la niña de las pupilas, que desamparado, comenzó a  rendirse y conformarse a su última hipótesis: los muertos podían sentir. Ahora tendría que lidiar con esta nueva experiencia hasta que se pudriera y desapareciera para siempre.
Era claro que estaba muerto, por eso no lograba recordar bien cada cosa desde que había abierto de una patada la puerta de la calle. Por eso no entendía porque había quedado boca arriba mirando las columnas de madera sosteniendo el cielo raso de bareque. Por eso no lograba dar crédito ni explicación lógica al medio año que había pasado, ni a cómo, iban sobre él, pasando tan rápido todos los acontecimientos que dentro de muy poco culminarían en el cementerio.
Las ancianas parlantes no cesaban sus aves marías, ahora solo restaba en atiborrarse el alma con paciencia y sentir como le comenzarían a cargar y a sacarlo de la casa. De pronto, un gemido de una mujer, que venía del otro lado de la pared, desde una de las habitaciones de la planta baja de la casa, llegó a sus oídos con tal tono de esperanza, que de inmediato se incorporó en su entusiasmo de creer que aún podría solucionar su circunstancia deplorable.
Los gemidos iban quedos y desaparecían, a ratos, por completo, entre las aves marías y esa fosforescencia que se le filtraba por entre el rabillo de su ojo y que le anunciaban con descaro los velones, otras los gemidos se volvían fuertes alaridos de dolor.
Sacó fuerzas de donde no tenía, y al fin pudo discriminar por completo el gemido de la mujer, era una mujer pariendo, una mujer estaba pariendo al otro lado de la habitación.Allí se encontraba su salvación, si no se daba prisa, pronto le sacarían de la casa y su última oportunidad desaparecería para siempre, las aves marías estaban por terminarse, tenía que intentarlo, había que intentarlo era ahora o nunca.  
Jaló con todas su fuerzas hacia aquella habitación, Jaló su alma, sus nervios, su espíritu, su sentir, su vestigio, su sombra, todo, todo, hasta que sus ojos no vieron más que un rosado piel casi anaranjado.Jaló y jaló, hasta que no pudo respirar, hasta que sintió que se asfixiaba, y entonces, como cuando alguien sale del agua, aterrado por el inminente segundo del ahogo, respiró, respiró honda y profundamente, tan honda  y profundamente que sintió el aire entrando por su nariz secándole uno a uno todos los pequeños vasos empapados, sintió el primer aire en sus pulmones, el dolor del aire entrando como un cuchillo caliente que le quemaba todo por dentro y lanzó un berrido cómo nunca antes lo había lanzado en su vida.

Mientras lloraba y seguía llorando, sintió las manos tibias de la matrona que lo cogían para arroparlo en un  trapo limpio, limpiándole la sangre que comenzaba a coagularse sobre su cabeza, Intentó abrir los ojos, pero el ardor era intolerable, antes de olvidarlo todo, para siempre, alcanzó a escuchar a la partera que decía: ¡es un varoncito!, ¡felicitaciones mamita!

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