31 julio 2014

OTONIMIA


Alberto lo traía sobre la carretilla. Empujaba, al  trote, con sus bracitos flacuchos, el armatoste que se enterraba, sin piedad, entre los charcos y el fango. El hombre que yacía sobre el soporte venía desfigurado por la sangre, parecía una masa de carne y huesos lanzada sin ningún tacto y orden sobre el plato del destartalado artefacto, las pantorrillas le colgaban inertes y por los talones de los zapatos, se deslizaban, con lentitud, hilos de coágulos casi azulados que comenzaban a perderse en el camino mientras golpeaban el suelo levantando nubecillas de polvo. El vientre lo tenía anegado del rojo sanguinolento que le brotaba de las heridas,  y  a cada tumbo que daba la rueda, la sangre salía salpicando los costados, caía en forma de goterones gigantes sobre el pastizal y los hongos, como  cuando se abre un surtidor entre los arrozales.
Alberto gritó desde la tranca mientras empujaba la horquilla bajo el caos de su trote angustiado. Lo que más le aterró a la chica, fue reconocer la mano derecha de su padre, que guindaba destrozada por uno de los lados de la carretilla. Entre los dedos, enredada y encarnada a las heridas de la mano, una esclava, en oro de 14 quilates, brillaba a través de la sangre. Parecía muerto, una babaza espumeante se aflojaba de su quijada y se confundía con las lesiones.El cuerpo entero parecía un bulto de carne destajada traído de la carnicería. 
Desde la colina, el camino se hacía resbaladizo a causa de los aguaceros que habían azotado la sierra durante los últimos días, sin embargo, Alberto, a empellones y sin fijarse en los desfiladeros del barranco; en esos bordes vertiginosos que crecían sin fondo al lado del camino, traía al padre como quien trae un muerto de aquellos que se encontraban en los caminos después de algún enfrentamiento que tenía la guerrilla con el ejército.
Raquelita, Constanza, doña Judith y Griselda estaban en la cocina. La madre atizaba el fuego mientras sumergía en la olla algunas mazorcas y arracachas. Los cachorros de Sakura, todavía íntegros de debilidad y afelpados como peluches, jugaban con Raquelita; la nieta, la niña de los crespones quemados que el día que casi se ahoga en la alberca aprendió a gritar «mamá» y desde entonces asimiló que para pedir socorro no bastaba tan solo con un «Dios mío» o un  «auxilio», sino que era necesario gritar la palabra «mamá» para que el mundo fijara la atención completamente en ella. En el rincón, Constanza clasificaba las yerbas que recién había traído de atrás del jardín de especias y hortalizas de la casa de la comadre. Griselda estaba parada al pie de la puerta, su rostro dorado y terso como la piel de un bebé, seguía el círculo de buitres que cercaban un pedazo de cielo allá en el horizonte. Quizás los carroñeros andarían tras el rastro de algún animal muerto. Los círculos casi perfectos tenían a Griselda hipnotizada, se notaba en su mirada esa visión inquisitiva con la que se reconoce a los grandes descubridores. Tenía la visión agónica del saber, del afán de desentrañar el porqué de las cosas. La india se preguntaba el porqué del comportamiento confabulador y mágico de los gallinazos, de sus círculos abismales y vertiginosos que engalanaban el panorama. La muchacha, recostaba su cuerpo contra la madera y aunque sus ojos denotaban la inocencia de una adolescente que todavía no sabe por qué su cuerpo ha sufrido la sensual metamorfosis, su rostro ya figuraba el curioso retrato de la mujer indomable en la que se convertiría. Sus senos, levantados, desarrollados ya como peras listas para ser probadas por los mejores labios, empujaban su pequeña bata de tela, casi traslucida, hasta imponerle, a la chica, el trazo de una criatura nacida solo para el amor.
La charla se desenvolvía bajo la clave de “escucha y aprende”. Las tres mujeres conversaban sobre Adolfo, el hijo de don Cristóbal, que acababa de llegar de permiso del cuartel. Adolfo había crecido muy rápido y se le notaba el mismo refilón malicioso de comerciante que tenía su padre entre las cejas. Pero aquellas mujeres reían de él, de su atontamiento por la pecosa de Irene.
―Quién sabe qué juagado de calzón orinado le dio esa muchachita a ese buey para que ande tan pendejo ―Decía la madre ―. Mire que fijarse en una pierni-suelta como la Irene. Esa niña queda embarazada hasta oliendo un calzoncillo. ¡Ya van tres peladitos en serie!, uno tras de otro, y nada que aprende la muchareja ―rezongaba de aquí para allá mientras le seguía vertiendo a la olla cuanto tubérculo había en el piso o sobre el mesón de madera donde se pelaban las papas.
Constanza y Griselda no hacían más que descubrirse por medio de miradas cómplices y reían, con esa risita compinche y maliciosa que hacen las que saben de sus picardías. Ambas, estaban al tanto de lo que decía su madre y admitían, que lo que denunciaba, tenía mucho de razón. Irene era muy busca hombres y casi nunca se cuidaba, pero ellas, también, sabían que Irene, les llevaba una ventaja grande respecto a lo que del trato con hombres se trataba, y ellas, se morían de ganas por saber que era todo aquello tan rico de las caricias y el sexo que hablaban las más mayores. 
En la vereda muchas de las muchachas aprendían a amar desde muy jovencitas, algunas, hasta las preñaban a eso de los doce años y muchas veces eran los mismos familiares quienes resultaban siendo los autores de tales encuentros sexuales. A quienes les iba bien, terminaban, armando un rancho al lado de la familia y por consiguiente cuidando un  pedacito de tierra para sembrar y sacarle algo a la huerta, la cual servía para mantener a los pelados. Pero a muchas, les tocaba huir, salir en las noches como fugitivas y comenzar nuevas vidas en cualquier parte, lejos de todos, lejos de la familia, del pueblito, de los amigos, del resguardo entero, y eso, eso era a lo que más le temían todas las chicas .
Aun así, cada año resultaban muchachas embarazadas quien sabe de quién, y con el rabo entre las piernas volvían a los hogares  a pedir ayuda en la crianza de unos hijos que con el tiempo llamaban mamá a la abuela y hermanita  a la propia mamá. Por eso, Irene, a pesar de ser vista como una mujerzuela y una persona inmoral por la opinión del resto del pueblo, para aquellas muchachas, Irene era una chica de respeto, que había criado sus hijos sola, y a pesar de estar medio loca, había logrado mantenerse feroz y alejada de las connivencias dependientes. Por eso, para ellas, Irene era su heroína. Escucharla hablar era todo un deleite, sobre todo, cuando tocaba el tema de sus historias amorosas.
Ella les había confesado que «iba a enamorar al pendejo del hijo de Cristóbal». Irene jamás llamaba a nadie por señor, señora, don o doña. Cuando se trataba de ser necio en la vida, Irene sacaba el pecho por todos y todas. Para la gente del pueblo, Adolfo era el muchacho más ingenuo de cuantos habían nacido en aquella provincia. Mientras algunos de los chicos de su edad ya se emborrachaban y se iban para las casas de las mujeres necias, él, se la pasaba haciendo ejercicios y comiendo pepitas rosadas de un tarrito rojo, que según su razonamiento, le daban vitaminas para crecer más fuerte.
Esas vitaminas no le valieron de nada ante los encantos de Irene, que en menos de lo que canta un  gallo, ya lo tenía agarrado del pescuezo como un pollo listo para ser desplumado. Irene lo había vuelto loco por ella, y las chicas, envidiaban esa forma tan inteligente de la pecosa para descontrolar a los hombres. Aunque dijeran que era una mala mujer, las hermanas sabían que la mujer, que tenía una nebulosa en la cara,  amaba sólo a un hombre, y que por aquel hombre, ella era capaz de sacrificar todo: su honor, su dignidad y hasta su vida.
Sólo era cuestión de esperar unos meses más, como imaginaba ella, para que soltaran al profesor Julio y ella misma lo recibiría frente a la cárcel para fugarse con su amor. Ese mismo día, soñaba, se escaparía para siempre de esas “tierras de mierda”, como ella misma las llamaba. Mientras, tenía que vivir de algo, y el doliente, en ese caso, era el bobo de Adolfo que se desvivía por Irene y por sus tres peladitos.
― Se trata de negocios, chicas ―les decía ―. Yo necesito darle de comer a mis hijos, mi hombre está en la cárcel porque nadie entendió nuestro amor, así, que mientras eso pasa, voy a tirarme al hijo de juez y que me mantenga los hijos. Ese mariconcito se va a matar cuando sepa que me volé con mi hombre. Nunca dejen que les digan qué hacer, y menos, en cuestiones del amor. ¡No sean pendejas, sean, como yo! ―Les recalcaba ―. Y usen esto ―Irene sonreía con malicia, se levantaba la falda y les mostraba la entrepierna ―. Es su mejor arma.
Adolfo acababa de llegar a la vereda y para celebrar su recién incorporación al ejército, Don Cristóbal y el padre de Griselda, estuvieron de acuerdo en llevarlo de cacería. Según ellos, le enseñarían las últimas costumbres del pueblo. Adolfo ya era un hombre, así que era deber de los mayores, trasmitirle el orgullo y las tantas reglas varoniles que podían llegar a convertirlo en el señor de la región.
Las mujeres habían sido designadas para tenerles, a su llegada, un suculento sancocho; la fiesta sería en el patio de la casa. Irene no estaba en la cocina, había salido a buscar a los peladitos que perseguían a los polluelos de las gallinas, y que pisoteaban, sin querer, las maticas de café, que eran la primera inversión sensata que comenzaba a concebir la joven Constanza. En la sala de las labores, sólo estaban, la madre, las dos muchachas y la niña Raquelita acompañada por sus valientes cachorros. Los demás, jugaban al tejo en la parte delantera de la casa. Destapaban cervezas, y bailaban, alternado una taza de chica por cada baile. El guarapo pasaba de mano en mano y el festejo se parecía más a las fiestas de fin de año que a las comitivas de bienvenida para celebrar el regreso de uno de los miembros del resguardo. Las conmemoraciones por el día de san Andrés, el patrono de la vereda, se acercaban, y ya, algunas familias, comenzaban a aturdir el cielo con los cohetes.
El grito alarmó a la madre, que por poco, deja caer la olla de la sopa hirviendo sobre los cachorros y Raquelita.
¡Dios mío, dios mío! ―Gritaba la madre, mientras salía al encuentro de Alberto y don Antonio. Constanza pasó por el marco de la puerta, pegándole un empellón a Griselda y disparada como bala perdida, comenzó a avisarles, desde el corral que separaba la parte delantera de la casa con las marraneras traseras, de la tragedia que se presentaba en el camino. Le gritaba a todos los que se encontraban en el patio cómo si le gritara al mundo entero. Su presencia estaba plagada de holocausto y desesperación. Griselda, en cambio, no podía moverse, estaba petrificada. Aquella visión de matadero no podía ser cierta, pero sus ojos no la engañaban, por más que apretara los párpados y los abriera, su padre seguía embutido y desmayado como un venado muerto sobre la carretilla.
Alberto berreaba y pedía auxilio, pero no dejaba de empujar la carretilla. El valor y la adrenalina lo llevaban ciego en búsqueda de una salvación Algunos hombres tiraron los tejos a un lado de las mechas de pólvora y otros, arrojaron sus botellas de cerveza sobre los pastizales más cercanos. Todos se abalanzaron  sobre Alberto antes de que su menudo cuerpecito de 14 años se desgonzara y dejara voltear la carretilla sobre el lodazal donde se revolcaban los marranos.
― Es una desgracia, ¡dios mío! ―Gritaba la madre ―. Que alguien me ayude, de por dios, qué alguien haga algo ―Chillaba, mientras buscaba levantar el cuerpo ensangrentado y enlodado. La escena no podía ser más atroz. La madre se abrazaba al padre y buscaba levantarlo, pero se resbalaba y caía sobre el pecho ensangrentado de don Antonio, sobre la camisa deshecha, sobre la misma impotencia y la muerte. Alberto se había desmayado y cayó encima de uno de los marranos que al acto, salió corriendo espantado atravesándose sobre quienes venían a ayudar. Tres de los auxiliadores cayeron en el mismo lodazal, mientras que uno de los de atrás, resbaló hasta tropezar con la carretilla yéndose de bruces sobre la cerca. 
Griselda  desde la cocina, observó toda aquella escena como un ángel que mira con espanto, su reflejo, en los ojos de una vaca recién desollada. Cuando regresó de aquella visión de carnicería, supo de inmediato lo que tenía que hacer. Entre aquel barullo de gritos y resbalones, intuyó que el cuerpo de su padre sería traído hasta la cocina para ser atendido. Como si hubiese sido despertada por un relámpago de esos que hacen saltar las palmas del techo de bareque de la casa, la muchacha se lanzó hasta el interior del cuarto y comenzó a tirar al suelo, todos los utensilios que había sobre el mesón. Bajó la olla ardiendo, ennegrecida por el humo de las carbones, y remojó todos los trapos que había en la cocina. En un santiamén había convertido el mesón de la cocina en una tabla de quirófano apta para lo que se avecinaba.
Sólo después de que estaban limpiándole la sangre de la cara a don Antonio, se percató de las quemaduras que le había logrado la olla con el agua hirviendo. Raquelita lloraba y, a cada ahogo convulsivo, se limpiaba con sus pequeñas manitas, las telarañas de mocos que se le resbalaban de su naricita enrojecida por el llanto. Los cachorros se escondieron entre la leña y Constanza buscaba en lo profundo de la sangre, el cuerpo y las heridas. Nadie se explicaba que había sucedido sobre la humanidad de don Antonio, que estaba, ajado por heridas que no tenían una lógica sensata o una señal que pudiera explicar el origen del martirio. Algunas heridas se parecían  a cortes de machetazos, otras, parecían cuajos alargados, que si bien, los leñadores, sabían, solo podían ser abiertos por una motosierra. Pero había agujeros en los brazos, descarnados, agujeros como de colmillos de bestia o varillas de hierro, en algunos lugares cercanos a la mano despedazada se podía advertir el tatuaje de la pólvora quemada.
El grupo de campesinos que auxiliaban, se alejaron un poco, abriendo el círculo que rodeaba al moribundo; buscaban una explicación, necesitaban de una idea que pudiese ilustrar aquella carnicería hecha sobre el hombre más noble y trabajador de la región.
Graciela salió corriendo hasta la porqueriza y tirándose de rodillas sobre el lodo, jaló a su hermano de la camisa.
― ¿Qué es lo que ha sucedido?, habla, anda, di que es lo que ha pasado ―Gritaba la muchacha, entre histérica y desesperada. Su hermano tenía los ojos idos, como si se los hubiesen robado en el aire y su mirada se parecía a la de aquellos ciegos que siempre están mirando el cielo como buscando algo de que sostenerse.
― Están todavía en el bosque ―Alcanzó a murmurar medio hipnotizado y adormecido. Se notaba que el esfuerzo que había logrado, lo había dejado hecho trizas, sin embargo, sobre su cuerpo no había ninguna señal de tortura, ninguna herida, sólo el espanto.
La carretilla estaba enterrada en el lodo, era casi imposible creer que el muchacho hubiese logrado empujar, aquel artefacto, hasta la casa. La rueda de madera se había roto y el armazón de neumático estaba enredado en el eje creando una trabazón indescifrable. La fuerza del chiquillo había superado lo improbable y de los arbustos menudos, donde comenzaba el monte, se había abierto camino, hasta lo inadmisible, en un trote angustiado, tan heroico, que  su sola presencia bajando por atajo de la cruz, había sido suficiente para que esta voz fantasma, al haberlo visto, hubiera podido iniciar el relato.
La muchacha levantó la mirada en dirección hacia el monte y pudo reconocer a Don Cristóbal y a Adolfo que venían  casi o más heridos que el hombre de la cocina. Adolfo tiraba del padre mientras, este, a empellones inútiles se arrastraba por el camino. Ambos giraban, con desespero, continua y pavorosamente sus cabezas hacia atrás como buscando el lugar por donde asomaría la bestia.
A los lejos, Griselda pudo distinguir la silueta del profe Julio, que armado de escopeta, cuchillo, machete y una pequeña motosierra, seguía  a los hombres, casi tan despacio, que más bien parecía que a cada pisada suya, el mundo se detenía y volteaba. La colina, el viento, el sol y hasta los árboles impasibles, parecían regresar hasta sus pies. Los hombres, partes sin salida de este acontecimiento, veían espantados, como se les acercaba la muerte.
― ¡Es el profe!, ¡Es el profe! ―Grito Griselda, mientras corría, huyendo de esa gigante amenaza, que armada hasta los dientes, parecía vengarse del mundo.
Los hombres que colaboraban adentro de la choza, al escuchar los alaridos de la joven, salieron a cerciorarse del espanto. Doña Judith, se abrazaba a su esposo, le acariciaba el rostro, le lloraba encima.
―No te mueras mi viejo ―Le susurraba al oído. Ausente del ruido y la noticia, buscaba la vida entre los ojos de su esposo, que parecía un muñeco de piñata recién acribillado por los palos de escoba de los niños.
Era cierto, Irene era una muchacha busca hombres, pero cuando el profesor Julio llegó a la vereda, ella no pudo más que enamorarse perdidamente. Día y noche lo acosaba, inventaba cuentos, soltaba, a diestra y siniestra, fantasías de amor que hacían santiguarse a las abuelas de la provincia. Aquella chica de apenas diez y seis años llevaba ya tres embarazos en lo que se podía corroborar. Las malas lenguas decían que había abortado a una criatura entre los platanales y otros habladores, que había descuartizado un feto y que lo había botado,  a media noche, en lo profundo de los gusanos y la mierda del pozo séptico de la iglesia.
Cuando la chica ya no pudo sostener más las mentiras sobre su amorío con el profe y, cuando el peso de su precoz madurez la había condenado a la vergüenza social, el profe Julio sintió lastima por esa criatura soñadora y comenzó a cuidarla en secreto.
El profe comenzó a darle el afecto y el cariño, los juegos y la educación que nadie en el pueblo había tenido la consideración de compartirle, y la muchacha, antes anegada en pensamientos libidinosos, comenzó a dar muestras de una madurez avasalladora.
Fue entonces cuando los señores de la vereda comenzaron a confabular contra la relación amena y bondadosa que crecía entre el maestro y su alumna y en menos de lo que se imaginan, una noche, lo secuestraron. Atado con cinta negra de enmascarar y embutido en un costal de echar papas, se lo llevaron en un viejo Land Rover amarillo, hasta las zonas pantanosas de la sierra. Allí, aquella noche, lo violaron, le escupieron, le prendieron fuego a sus manos, y con el Atra-hombres, ese viejo artefacto hecho en ramas de totora para sacarle el veneno a las yucas, le apretaron el pene hasta dejárselo inservible. Luego de aquel vejamen, lo empujaron, inconsciente, hasta hacerlo rodar por el desfiladero que daba a la caída de agua de La Golondrina. Aquella noche las tijeretas volaron acongojadas, muchas veces, sobre el río.
Los hombres, acamparon aquella noche en las estribaciones de la sierra y bajaron al siguiente día en el mismo Toyota pero esta vez cargando varias arrobas de bultos de papa y zanahorias. Esos mismos hombres hicieron un juramento, tal y como lo habían hecho, años y años atrás, al turnarse para violar a  Irene, dejándola desde entonces medio mensa de los golpes que le habían propinado. Esos mismos hombres, junto a la hoguera, comieron y rieron a carcajadas exageradas por el destino del profesor hasta que una mano derecha, una mano adornada con una inmensa esclava, en oro de 14 quilates, les amenazó con matarlos si alguno se acobardaba y se le soltaba por si acaso la lengua. Luego, durmieron, con miedo, con pesadillas, esa y todas las noches del resto de sus vidas.
En el lodazal, Alberto, se incorporaba, y caminaba, llevando de la mano a  Raquelita, hacia la escuela.
Los hombres que habían salido corriendo de la cocina, le sonreían a Griselda y la invitaban a que les acompañara hasta el patio, donde los caballos ya estaban ensillados y listos para marchar. Los cachorros de Sakura ladraban persiguiendo a Constanza, que buscaba en los ojos de Griselda una  aprobación contundente, mientras con el dedo índice le hacía una señal de silencio
El profe Julio la había alcanzado, el machete resplandeció.
― ¿Qué es lo que pasa? ―Le gritó Griselda a su hermano, y este, sonriendo y alejándose corriendo con Raquelita, le respondió:
― No es nada, solo es Otonimia.
No alcanzó a escuchar bien lo que decía su hermano, el machete ya le desprendía la cabeza del cuerpo.
― ¡Amor!, ¡amor! ―Gritó mientras se incorporaba en la cama y despertaba a su marido.
― ¡Amor!, ¡amor!, ¿Qué es Otonimia?
― Mmmm… déjame dormir ―farfulló el hombre que se encontraba a su lado.
― Vamos mi amor, dime, ¿Qué es Otonimia?
― ¡Yo que sé! Esa palabra no existe. Duérmete ya. Mañana hay que madrugar.

  

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