Nº 7-8, Enero – Diciembre de 2006
Universidad Pedagógica Nacional, UPN
Por Zeuxis Vargas Álvarez
Psicopedagogo
Universidad
Pedagógica Nacional
Tengo necesidad de poesía para vivir, y
quiero tenerla alrededor mío.
Y no admito que el poeta que soy, haya sido
enfermado en un asilo
de alienados, por querer realizar al
natural su poesía.
Antonin Artaud, Cartas desde Rodez.
I
Indudablemente
todo acercamiento a la obra de Raúl Gómez Jattin debe estar determinado por ese
otro maravillamiento poético que es su vida. Ya en uno de sus notables
comentarios Borges había declarado que “toda literatura es autobiografía” pues
al dejar expuesto algo sobre una hoja en blanco, el autor como escritor, no
puede dejar de lado lo que es. Escribir es imaginar e imaginar es recordar.
Somos pasado, somos esos terribles seres simbólicos como dice Anderson-Imbert,
que anclados en el lenguaje sólo podemos construir lo nuevo a partir de la
nada, de lo ya vivido, de la historia (1992).
El
caso de Raúl Gómez, el único poeta “maldito-criollo” como lo afirma Jáuregui
(1997: 2), es esencialmente particular; esencial, porque con su vida-obra Raúl
marca una generación que sólo puede representarse con él, y particular porque
su generación excede y enriquece el lenguaje poético universal. No son la
locura y la muerte los ejes temáticos que conducen toda su poética tal y como
concluye Jáuregui en su tesis (1997: 100). No es el prototipo del poeta como
mendigo o loco, como destructor de sí mismo lo que hace grande su poesía;
aunque tampoco podemos negar que estos aspectos son los que señalan la
admiración que la mayoría de sus lectores prodigan por el “marihuano conocido”.
Sin embargo, estas aseveraciones inconscientemente
–se puede llegar a afirmar– están poseídas por cierta infamia, que sin
quererlo, sus más allegados amigos y contemporáneos ayudaron a fortalecer. Esto
es lo que sucede cuando se desconoce al genio y se engrandece al hombre, como
lo hizo la propaganda editorial que se tejió a su alrededor, que sirvió no para
entenderlo sino para destruirlo. En este sentido Héctor Rojas Herazo no se
equivoca al sentenciar en una entrevista que “la fama es otra forma de
difamación. El individuo queda alterado, menoscabado” (Citado por Ramírez,
1990: 19). Raúl en este sentido es víctima del mundo en que se sobrevivió o le
tocó sobrevivirse. Así su tragedia es sólo posible compararla con el “suicidado
por la sociedad”: Van Gogh, con ese “ángel extraviado” que fue Rimbaud o aquel
alienado magnífico que fue Artaud.
Y
es que lo que asombra siempre en Raúl, es ese distanciamiento maldiciente que
existe entre él y el mundo post-provinciano que habían logrado los poetas de
Mito, quienes a la cabeza de Jorge Gaitán Durán, se empecinan en sacar de la
ignorancia al pueblo colombiano, generando así, con su revolución cultural de
revistas, libros, autores y polémicas, a ese grupo de jóvenes histéricos que un
día deciden quemar la Biblia
y la María como
demostración concluyente de una labor cumplida.
Así
nace el nadaísmo, reemplazando la cultura crítica y política de Mito. Hijos de
Fernando González Ochoa, el agónico[1] y del
grupo de orates que buscaron en un pueblo de terratenientes a los sátiros y los
encontraron. Mientras esto sucedía un joven repleto de nostalgia y ansiedad,
construía en público obras de teatro y desamores de bohemia, pero muy dentro
ese otro ser que lo habitaba comenzaba su aventura hacia la noche. Ese joven
era Raúl, tímido por excelencia, bibliófago por placer. Ya en esa época todos
presienten al poeta como lo dijera en una entrevista su primo lejano, Juan
Gossain.
Perteneciente
por calendario a la “Generación de los Últimos Poetas” y que Harold Alvarado
Tenorio atrevidamente reconociera dentro de su enumeración de la “Generación
Desencantada”, Raúl vive los setenta gloriosos de Carranza, de Roca, de Quessep
y de Rivero entre otros, en el más reconocido anonimato.
Esas
generaciones maravillosas pasan por un lado sin dejar mayores impresiones
porque a lo mejor el joven Raúl, al igual que el joven Cortazar, comienza a
sentir que el poeta que lleva adentro es bueno y mejor, y lo que es, más
escandaloso aún, que es distinto a todo lo que ha existido. Por eso en los
ochenta se lanza de golpe, tira sus dados a la suerte, o lo que es mejor decir
“–juega su – corazón al azar” (Rivera, 11) y se lo gana la infame gloria y la
locura. El poeta, esplendoroso en su creación léxica, perdidamente comienza una
desintegración externa que años más tarde lo llevará a la muerte. Sus
experimentos con las drogas lo conducen río abajo sin control alguno, como a
Artaud las mismas drogas lo llevaron a un desenlace donde el genio sólo se
sobrevive por su obra, que no es locura, que no es muerte sino que es poesía al
natural. Por lo tanto, lo mejor sería decir con palabras de otro loco:
Hölderlin, que la poesía para Raúl fue su juego peligroso.
II
En
la poética jattineana se pueden describir tres periodos que desembocan en un
tema recurrente y que hacen posible el estoicismo radical del poeta. Tal tema
condesciende a la imposibilidad de la poesía por nombrar aquello que está
oculto. La misión de Gómez es lo indecible, lo impronunciable; es la misión de
un derrotado que se sabe condenado a expresar con palabras las cosas asombrosas
que la tarde, el río, las mujeres, su soledad, su angustia y su historia le
comunican a través del “verso que lo mata en secreto” (“Lola Jattin”, Hijos
del tiempo) y que inútilmente olvida en la vigilia. Su propósito es dar
testimonio fidedigno de la vida, del dolor de la vida, que escapa a su palabra.
Mas ese tema pizarnikeano por naturaleza (Escobar, 1992: 8) que consuma sus
días y noches y que se resume en la sentencia de la “literatura como destino”,
lo resuelve Raúl en una poética hedonista e irónica, en un lenguaje
impresionante que se representa bajo el estilo personal de un, podríamos
denominarlo así, impresionismo-surrealista.
Esta
vez asistimos a una poesía que hecha con el lenguaje más cotidiano, logra
expresar algo rotundamente nuevo. Su impresionismo consiste en describir su
pasado, sus íntimos recuerdos y obsesiones tal y como le llegan de golpe a su
memoria, pero sucede algo, Raúl observa que para describir esa cotidianidad
valéryeana[2] que
es el hombre, necesita de un instrumento mágico que haga posible el milagro o,
de lo que es más sorprendente, que haga posible el elixir. Raúl busca realizar
a través de su poesía lo que hace Dorian Gray con su retrato y al parecer lo
logra. Es así como sentencia soberbio que “la poesía – lo – preserva”. (Citado
por Jáuregui, 1997: 70)
El
instrumento mágico consiste en darle a cada instante de su vida, de su verdad,
el brillo incesante de una fantasía, de un desvarío, de un ensueño. Raúl
escarba el lenguaje y encuentra en el surrealismo la fórmula exacta para
producir el efecto de una poesía terrible.
En
el primer periodo, que lo podemos denominar como el Periodo de
Rompimiento con el Mundo, Raúl hace explícita su renuncia a la
“altanera multitud”. El Tríptico cereteano que abarca poemas desde 1980
hasta 1988 proclama el nacimiento whitmaneano de un ser que busca su patria con
angustia e instinto, de un ser que proclama como navío de su aventura
primordial, el universo de su infancia. Los años juveniles, las lecturas
modernas y los ensayos de sus contemporáneos le sirven para madurar su método
impresionista-surrealista que se ve estupendamente representado en este primer
periodo, donde lo innombrable ancla en un pueblito del Caribe colombiano.
Gómez
atrapa las primeras impresiones: su niñez, las mariposas, los mameyes, los
mangos, la lluvia y su familia y, a través del lenguaje surrealista hace de
esas impresiones el muñón de poemas que golpean los ojos ingenuos de un lector
que no da crédito a lo que lee. Raúl con su primer experimento concluye que su
método ha dado resultado, que el recibir las impresiones tal y como le llegan a
su memoria y pasarlas por la prensa de su surrealismo esplendoroso, da como
fruto las criaturas formidables que son sus poemas. Raúl entiende, al igual que
Breton que “no ha de ser el temor a la locura lo que nos – hará – bajar la
bandera de la imaginación” (García Maffla, 1976: 9). Por eso su propósito será
de ahora en adelante ser ese “único poeta maldito que se acuesta temprano”
porque la poesía es su nuevo oficio y como oficio lleva “trabajo, muchísimo
trabajo” (Citado por Echavarría, 1998: 217-218).
Su
segundo periodo corresponde al del poeta, ya no evocativo y en constante
disgusto con la imposición de una “verdad, no hecha a su ser ni medida”
(“Pueblerinos”, Retratos), sino que ahora será la de un poeta que desde
su patria, desde su velamen nostálgico, resucitará y hará milagros como el
galileo. Es el periodo del redentor histérico que podríamos denominar: Periodo
de las Dedicaciones, Raúl se inflama de amor, es una hoguera que arde
en el confín de sus más secretos amoríos y sabe que la única forma de
mantenerse flamante es sobreviviéndose en los otros, es el periodo de la
otredad, de la alteridad.
Toda
su poesía consiste en nombrar esas cosas indecibles que fueron sus desamores,
sus amigos, sus viajes al aquí y al allá, sus milagros en el vientre y en el
espejo. Este periodo retiene lo mejor y lo peor del poeta, en él está
consignada su poética de 1989 hasta 1993. Estos poemas hablan de mujeres
inventadas sólo para la estatura de su placer, de amigos sólo imaginados para
el vértigo de sus perversiones, de animales creados sólo para el delirio de su
curiosidad y de poetas sólo recreados para el deleite de sus pocos dientes.
Si
en el primer periodo Gómez Jattin afirma: “Ante el mar encendí mis primeros
poemas” (“Pueblerinos”, Retratos). Y sentencia que: “Hoy te digo que
creo en el pasado / como punto de llegada” (“El leopardo”, Retratos). En
el segundo periodo elocuentemente alega que: “Es Raúl Gómez Jattin todos sus
amigos” (“Ellos y mi ser anónimo”, Retratos-Segunda parte). Aunque la
anterior cita pertenece al Tríptico cereteano, es conveniente señalar
que ésta representa el invaluable propósito de la angustia por la alteridad,
que se observa en Hijos del tiempo y en Esplendor de la mariposa. Con
esto define el propósito de su segundo periodo. Si en el primero es ser
Whitman, en el segundo es ser el Golem, ser los otros.
Una
aclaración pertinente antes de extenderme en la descripción del último periodo,
es que, aunque cada uno de ellos define y representa una búsqueda, un propósito
determinado desde el tema de lo indecible, los tres periodos se entrecruzan y
se relacionan en su poesía completa. Ya el primer periodo deja al descubierto
ojos y sombras del segundo, ya el segundo entrevé patios y atardeceres del
primero, ya el tercero evoca la alegría y amistad de los anteriores.
Con
su repartición o su unidad heterogénea, dispuesta en el recuerdo y en la
nostalgia de los otros, Raúl vislumbra que su artilugio
impresionista-surrealista está ya eficazmente preparado para su próximo y
contundente logro, que más que un logro será un reto y que más que un reto será
un suicidio.
Pero
antes de pasar al tercer periodo valga una última observación: algunos críticos
y entre ellos básteme nombrar a Jáuregui, observan que el Esplendor de la
mariposa es un poemario deficiente que “carece de fuerza expresiva y
adolece de problemas de sintaxis” (1997: 22). El libro Esplendor de la
mariposa pertenece al segundo periodo, allí se observa, muy lejos de esta
crítica malsana, la promoción de ciertas verdades tales como esta:
Los
poetas – Amor mío – son
unos
hombres horribles unos
monstruos
de soledad –evítalos
siempre
– comenzando por mí
Los
poetas –Amor mío – son
para
leerlos Más no hagas caso a
lo
que hagan en sus vidas
Ahora
bien, una anécdota más, Gómez Jattin entrevistado evoca que estando en el
Hospital de San Pablo en Cartagena escribió en media hora el poemario Esplendor
de la mariposa (Citado por Jáuregui, 1997: 22); que en media hora se logre
la rotunda maravilla y excelencia que hay en esos poemas, empezando por el título,
es ya bastante argumento y antítesis para derrumbar las declaraciones de los
críticos, que se empecinan en dar todo el crédito de la poesía jattineana a la
desaforada popularidad y admiración que siente y necesita el pueblo colombiano
por tener un poeta maldito. Es preciso observar que Gómez Jattin vale por sus
poemas más que por su vida clandestinamente pública y que ésta, en pocas
palabras, son sus poemas.
El
tercer periodo lo demuestra este último segmento de su poesía, por lo que
podría denominarse como Periodo de la Desolación en
donde Raúl se mira fijamente ante el espejo y se da cuenta que ese cuerpo
envejece, que ese rostro se acaba mientras adentro el niño “sigue tirándole
piedrecillas al cielo”. Esta es la época de los continuos desvaríos, ya que el
genio está siendo derrotado por el hombre y el hombre por los abusos de la
droga y la locura.
En
este periodo se puede advertir cierto cansancio, cierta confesión, cierto
aburrimiento de seguir vivo. Son y serán sus últimos poemas los que darán
cuenta de un ser que desde su iniciación poética, entrevé su tragedia y como
consecuencia, en los últimos versos de su poema “Qué trabajos tan hermosos
tiene la vida” profetiza el propósito de su tercer periodo y desesperado grita:
“Empieza un verso / Apúrate pendejo que por ahí entre tus glándulas / transita
la vejez inerme” (Amanecer en el Valle del Sinú).
Gómez
Jattin se siente acosado, acorralado, sabe que no ha logrado darle un
sustantivo a lo innombrable, sabe que es su última oportunidad. Es el periodo
suicida por naturaleza, el de los profundos desvelos, el del poeta que “Ante un
espejo oscuro aún – es – un hombre joven” (“Ante un espejo oscuro”, Amanecer
en el Valle del Sinú) y busca “medir sus propias distancias” (Amanecer
en el Valle del Sinú), busca, para no ser recurrente, ese poema que lo haga
eterno.
Es
magnífico observar cómo Raúl desde que comienza su aventura poética se
instituye dentro de su poesía como un oráculo que augura su futura comunión con
lo trágico de su vida. En el poema “El agresor oculto”
que hace parte de su primera fase, asistimos a ese augurio o eficaz confesión de un hombre que reflexiona sobre su
pasado y que vislumbra en él los instrumentos terribles de su propio patíbulo.
Raúl, desolado, comprende que ya no es posible escribir sobre su patria o sobre
los otros para sobrevivirse, que lo único que ha logrado con esos intentos es
envenenarse la sangre, que la cuestión consistía en hablar de él, porque a fin
de cuentas es lo único que finalmente lo acompaña. Entonces es aquí donde logra
el milagro; como alguien que ya está dispuesto para el fatal nudo de la horca o
para el duro y rígido mecanismo de la cruz, grita desde su primera miscelánea
de versos en su poema “De lo que soy” que “La poesía es la única
compañera” (Del amor) y que como poeta lo último que le queda es la
satisfacción de haberse acostumbrado a sus cuchillos.
Satisfacción
que se puede advertir durante toda su obra, pero que en sus últimos poemas
dejan ver esa criatura angustiada por el reconocimiento de su propio misterio y
locura. No obstante, tanto su ulterior poesía como los versos póstumos que sus
amigos hacen públicos, sólo muestran, no la lucidez como ellos afirman de un
hombre que escapa a ratos de su locura, sino la ya confrontación real con su
destino que demarca el aspecto derrotista y heterónomo de un poeta vencido por
“Los años (...) con su carga de piedras afiladas” (“El leopardo” Retratos).
Por
eso sus últimos poemas son la ejecución de un demiurgo que busca escapar a la
vida preservándose en el lenguaje. El poeta finalmente se reencuentra, se
identifica y se inmortaliza, ya no es Gómez Jattin, es un Poema. Después de
este periodo sobra hablar del hombre que, mendigo o suicida, deja a un lado sus
poemas y tranquilo se va por fin, con todo su desconsuelo y desasosiego, al fatal
paraíso de su locura interminable, dejándonos para siempre sus poemas, su vida,
su obra, reafirmando con ello la única verdad, la verdad de Pizarnik, la de
Nerval, la de Rimbaud, la de Artaud y la de Karyotakis, la verdad de todos los
poetas, la verdad de que “sólo queden quizás los versos tras nosotros”[3].
BIBLIOGRAFÍA
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_________________. La voz de Raúl Gómez Jattin
[grabación sonora]. Bogotá: HJCK, 1999.
_________________. Poesía: 1980-1989. Bogotá:
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1997.
RAMÍREZ,
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(Entrevista a Héctor Rojas Herazo). En: Magazín El Espectador. Bogotá,
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RIVERA, José Eustasio. La vorágine. Barcelona:
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ROCA,
Juan Manuel. Cerrar la puerta. Muestra de poetas suicidas. Medellín:
Hölderlin, 1993.
NOTAS
[1]
El filósofo colombiano precursor de los grandes movimientos culturales de
Colombia, entre ellos Mito, se le considera además el padrino intelectual del
movimiento vanguardista denominado Nadaísmo. Es Fernando González Ochoa, quien
en su tesis que opta por una filosofía de la intimidad y de la agonía en su Libro
de los viajes o de las presencias da toda la base ideológica conceptual y
filosófica de lo que es el Nadaísmo en sí, en una carta que le envía a Gonzalo
Arango y que puede encontrarse en la tercera libreta del libro antes
mencionado.
[2]
Con la anterior expresión se pretende recordar el aspecto universal que dan
Valéry y Schopenhauer a todas las acciones humanas, cuya reflexión recaía en la
argumentación de que los actos de un hombre le suceden a todos los hombres o,
que la historia de un hombre es la historia universal, tal como cita Borges en
la “Flor de Coleridge” de Otras Inquisiciones recordando a Valéry quien
afirma que “todos los autores son un solo autor”; también Emerson en su libro Hombres
simbólicos sentencia que: “Todo hombre es una serie de retazos de sus
antepasados” (33). Esta noción panteísta se ve reflejada en otros autores como
Whitman, Bradbury, entre otros.
[3]
El verso pertenece al poema “Posteridad” de Kostas Karyotakis, compilado en:
Roca, Juan Manuel. Cerrar la puerta. Muestra de poetas suicidas. (1993:
98)
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