Aun no anochecía. El sol tardaba en ocultarse y eso lo llenó de ansiedad. Miraba con odio. Sus ojos se achinaban y se podía reconocer en aquella mirada el gesto perdido de quienes evocan cosas entrañables en algún lugar de la distancia. Las lágrimas rodaron por su mejilla. Maldijo; era lo único que le quedaba, lo único que se atrevía todavía a murmurar sin mucha turbación, sin embargo, había aprehensión en la pronunciación de aquella palabra, cómo si temiera que alguien pudiera llegar a escucharlo. El escondite apenas si lo resguardaba de los mosquitos. Algunos cangrejos salían de los infinitos agujeros que había en la arena. Aquel día la playa estaba desierta. Era extraño aquel acontecimiento: la playa desierta.
Una negrita jugaba cerca. Allí, donde las olas golpean la playa y luego la resaca deja la arena sumida en una inevitable humedad, la niña intentaba algunos garabatos antes de que una nueva ola los borrara con delicadeza. Se le notaba contenta. Era delgada en suma. Sus huesudas piernitas saltaban y en el aire, daban la impresión de que no resistirían el impacto contra el suelo. Llevaba el pelo recogido en una moña y estaba sola.
José la miró, al principio, como un puntito sin importancia, luego sintió algo extraño. Sudaba. La zozobra parecía regresar. Miró con más atención a la niña que ahora se había sentado y hacía un hoyo en la arena. De pronto, comenzó a recordar.
Maldijo de nuevo, pero esta vez, se llevó el puño hasta la boca y se mordió con rabia impotente los nudillos. Tenía un semblante a punto de estallar en odio y súplica y se sentía arrinconado, como perdido en aquella pequeña madriguera que había medio arreglado con algunas ramas secas de palmas y troncos podridos.
¿En qué momento su vida había tomado un giro tan misterioso y había sido capaz de llevarlo a la misma situación de abandono y soledad que había tenido cuando era apenas un niño? No podía explicárselo con claridad, pero estaba seguro de que aquella niña, sentada en la playa, mirando absorta el atardecer, era él: el José que había escapado de la miseria,de las playas sucias de Buenaventura donde solía recoger monedas inservibles. Miserables monedas que eran lanzadas al mar, con curiosidad, casi siempre por los turistas ávidos de observar como los negritos se arrojaban a las olas, temerarios, desesperados por llevar algo de dinero a la casa. José siempre tuvo suerte. Era un capo en lo que de rescatar monedas se trataba. Los días de niño, cuando iba resuelto al malecón y le gritaba a algún gringo « ¡Láncela míster!, ¡láncela!, yo se la recupero», era seguro que la recuperaba. No había nadie que le ganara. José se acomodaba, veía como la moneda giraba en el aire y chocaba contra las olas. Acto seguido, hacía un trote cómico, una presentación engreída y saltaba haciendo un molinete de salmón salvaje en el aire para ir a meterse en la misma ola en la que se había perdido la moneda. En verdad era asombroso verlo salir triunfante del mar, verlo izar una mano en el vaivén de las olas, con la moneda reluciente, y luego, atender a su sonrisa que bregaba mientras subía los mohosos y enormes escalones que se adentraban en el agua. Aquellas actuaciones temerarias las realizaba todos los miércoles y todos los domingos, y había llegado un momento donde había perfeccionado tanto su sonrisa pálida y de ser intocable, que ni siquiera tenía, en algunas ocasiones, que tirarse al mar para que las mujeres más compasivas le regalaran una moneda.
Este trabajo lo hacía con violencia. Pero había otra actividad, una secreta y fugitiva faena que llevaba a cabo con amor, con pasión y con recelo y en soledad. En las tardes se iba hacia la playa de "los náufragos", una pequeña entrada de mar alejada del muelle que traía árboles ahogados, botellas con mensajes a la deriva y uno que otro pedazo de olvidadas embarcaciones. Allí, en ese recodo de arena que había logrado alienarse lejos de los muelles y los embarcaderos, José se sentaba en la costa y miraba con nostalgia la línea de horizonte. La escena más rotunda de aquellos atisbos de tristeza infantil, fue aquella tarde en que arreciaba una tormenta descomunal sobre el puerto. La lluvia no había cesado y la fuerza con que caía, había creado ríos que arrastraban las motocicletas por las calles. Sin embargo, aquella agresión de la naturaleza no había acobardado a José, que en la tarde, se le pudo ver en su pequeño paraíso de naufragios, sentado bajo la lluvia, conmovido, observando como crecían los horizontales rayos sobre la lejanía.
Aquella niña, lo había devuelto hasta su infancia. Pero José no quería tener noticia de aquellos rincones nostálgicos. Ahora tenía que salir de su guarida. Era la hora más seria y la más aterradora.
Titubeante, emergió de entre las palmas, se acomodó la camisa y el pantalón y comenzó a subir hasta la avenida. Ese tramo era inevitable. El corazón parecía salírsele del pecho en aquellos treinta metros que lo separaban de la calzada. Todos aquellos días había hecho la misma caminata y siempre, había sentido miedo.
Sobre la acera, miró una última vez hacia la playa donde todavía jugaba la negrita. Suspiró y pareció, de pronto, que se despedía de algún recuerdo.
―Buenas noches colombiano ―le apuntó una voz a su espalda.
―Buenas noches señorita Isabela ―dijo el negro, mientras se componía del susto, en un francés de ultramar casi perfecto.
―Perdone la tardanza. Su caso ha demorado más de lo que me esperaba. El consulado exigió otros informes y tuve que redactarlos ―dijo la mujer―. Pero le tengo una buena noticia José. El viernes mismo podrá irse para Saint Laurent, allí mi compañera seguirá su caso en la subprefectura. Ya he mandado todo lo necesario así que no hay por qué preocuparse ―concluyó mientras le sonreía amablemente.
José se alarmó ―El viernes es muy tarde señorita.Puede que ya esté muerto de aquí a esa fecha. Faltan cinco días para que pueda irme, si Juan Diablo no me mata, me va a matar el miedo ―aseveró angustiado. ―Estoy cansado de tener que esconderme todos los días señorita, ya no aguanto más esta situación.
―¿Esconderte? ―interrogó la francesa con algo de preocupación.
―Sí señorita. Desde que fui a comentarle de lo sucedido. No he hecho más que esconderme. Juan Diablo es capaz de cualquier cosa señorita
―Juan Diablo no va a hacer nada José. Él está en la misma situación que usted y busca los mismos beneficios. Sería un demente donde se atreviera. Nadie en sus cabales se permitiría una deportación justo antes de la entrevista final ―puntualizó con seguridad la abogada―. Así que tranquilícese, duerma bien. En dos días podrá cobrar el subsidio y el viernes en Saint Laurent el servicio del estado le indicará la casa donde podrá quedarse ―le terminó de decir mientras anotaba la dirección de la subprefectura en una nota y se la pasaba.
José recibió el papel con desencanto y dándole la espalda comenzó a subir los escalones de la pensión. En el fondo él sabía que la francesa tenía buenas intenciones, pero ¿qué iba a saber ella de la ley de la calle? José subió con desgano hacia el segundo piso.
― ¿Necesita algo en lo que pueda colaborarle?
― No señorita ―negó con la cabeza sin voltearla a mirar.
La mujer comprendió. Un inquilino que emergía del fondo del pasillo le dio las buenas noches. Ella respondió automáticamente y salió de la pensión un poco preocupada pero con la conciencia clara de haber hecho bien su trabajo.
Ya en el cuarto, José vio por la ventana los últimos rayos de sol. A los lejos se podía distinguir la desembocadura del río y más allá, hacia el oeste, los tugurios. La luz del faro de La isla del Diablo, titilaba solitaria como una estrella pero José no reparaba en aquel paisaje. Estaba lejos, en el miedo. Sus ojos de niño parecían exigir ayuda. Ya no era una actuación, en realidad se encontraba desesperado, había desasosiego. Intentó concentrarse en un libro de autoayuda que la abogada le había obsequiado para que se sintiera mejor y sin poder sobrellevar la lectura, arrojó lejos el texto. El negro estaba devastado.
A la media noche se despertó, el sobresalto, que lo llevó a sentarse con un llanto desconocido sobre el borde de la cama, tenía la impronta descarnada de una desolación imparable. Extendió el brazo buscando a tientas la navaja alemana que siempre llevaba consigo, para según él, desvararse y defenderse. Los ojos los tenía irritados, parecía infectado por algún virus letal, el sudor comenzaba a supurar un olor bochornoso y a convertir el cuartucho en una caldera. La mano temblaba, pero parecía resuelta a llevar a cabo la orden de su amo y a acabar con el martirio. José había decidido el suicidio. Abajo, en la calle, unos boleros sonaban y más allá, cerca a los manglares donde comenzaban las favelas de palafitos destartalados, un coro de marraneras insistían sin cesar. Una voz de mujer gritó y su grito atravesó varias cuadras espantando al grupo de boleristas que interpretaban en ese momento el resentimiento de un amante al enterarse de una traición. La voz lo salvó del navajazo mortal. «¡Andate a la mierda!, ¡mañana estaré en Suriname!, ¡Me oyes!, ¡Nunca más me volverás a ver!». La mujer parecía llorar, sin embargo, a José, la discusión no le llamó la atención, lo que lo devolvió a la realidad fue una de las palabras de la frase que parecía decirle un secreto. Algo en esa sentencia tenía el poder revelador de su salvación. Al parecer, había allí una clave que podía protegerlo para siempre de la amenaza de muerte.
El asunto conllevaba mucha suspicacia. La cuestión se basaba en seguir tal cual con los planes que Francia había dispuesto para su condición. Su plan suponía: el arribo a Saint Laurent, la hospitalidad del campamento de candidatos al asilo y la confianza de sus cuidadores. En uno de los permisos que las autoridades dieran para conocer la ciudad, José escaparía rumbo hacia Suriname.
―¡Oiga, usted!, ¿Hacia dónde se dirige? ―pregunto en “portuñol” la mujer de aspecto aindiado que ocupaba la única terraza del barco de carga.
―El señor de allá abajo me dio permiso para que subiera hasta aquí con el fin de que pudiera hablar con usted señorita ―contestó José, de inmediato, en el mismo “portuñol”, como si lo hubiese aprendido de pequeño.
―¿Qué busca. Aquí no hay lugar para flojos? ―indicó la mujer mientras se llevaba una gran cucharada de fréjoles a la boca. Tenía el pelo ensortijado y tinturado de un color terroso que le marcaba un semblante fiero, su voz era firme y lo miraba a los ojos con la propiedad de quien sabe mandar. José le confesó que estaba dispuesto a trabajar en lo que fuera con tal de llegar a Manaus.
No tenía la fachada de ser estibador, ni mucho menos de ser un pirata. De pies a cabeza y en otra época, José hubiera pasado por un esclavo cualquiera, un jornalero, un mero cuero como les llamaban, en busca de un sustento para sobrevivir y aventurar, pero no era esa la época y a esta altura, la mujer no lo miraba con muy buenos ojos, su sola presencia arrastraba problemas, era un hombre con el patrón común de los fugitivos o los desplazados y eso, para la señora Raquel no era bueno.
―Vamos a hacer algo ―le dijo y sin mirarlo cogió entre sus manos un gran pedazo de plátano asado, lo partió por la mitad y se llevó un gran trozo a su boca. Acto seguido, cogió una toalla pequeña que tenía sobre sus muslos y se la pasó con gesto grotesco por la cara limpiándose el sudor y espantando las moscas ―. Baje hasta el muelle, dígale al capitán que usted va a ayudarle con el cargamento de madera y con los rollos de papel higiénico. Luego vemos qué pasa.
José se quedó parado en el balcón como esperando más instrucciones, pero la señora Raquel, como si al decir estas palabras lo hubiese desaparecido por completo, se abalanzó de nuevo sobre el resto del plato con real glotonería.
―¿Qué hace.Todavía sigue aquí?, ¿Usted es como pendejo o es que se hace?, apure haber, ¡No tenemos todo el día!
El negro repitió como diez veces «si señora» y mientras bajaba por la escalera metálica no hacía más que mirar hacia la terraza y gritar como una maquina descompuesta «Gracias, Dios se lo pague». La tripulación lo recibió bien aquella noche, algunos le ayudaron a tender la hamaca y otros le compartieron yuca y queso para que calmara el hambre. La navegación siguió toda la noche. A veces, los cucarrones que se estrellaban contra su cuerpo lo despertaban y lograban ponerlo en alerta. José lanzaba una mirada a las tinieblas y sin capturar nada más que la noche, se incorporaba en la lona y volvía a sus dulces sueños allá en el Ecuador cuando todo el mundo lo respetaba por ser un inversionista industrial.
Había salido un martes a eso de las tres de la tarde, el cheque anunciaba la suma de quince mil dólares otorgados por sus servicios durante diez años a la compañía petrolera. La empresa había cedido sus campos de crudo a una nueva corporación estadounidense y a razón de ello había tenido que recortar el personal. La mayoría fueron escogidos al azar. Pasen aquí, hagan una fila allá, firmen en este lado, salgan por esa puerta, reclamen su cheque en esa ventanilla, «fue un gusto y un honor», «espero que esta pequeña indemnización le sea útil», apretón de manos y hasta nunca.
Afuera, cada uno se despabilaba como podía y comenzaba la errancia. José lo hizo a lo grande. En menos de un mes, el negro pasó de las planicies desérticas de Neiva a las discotecas atestadas de Juanchito en Cali, y de allí, luego de temer a enamorarse de una puta, se las arregló para cargar con su dinero y sus dos maletas hasta el Ecuador. Allí hizo un pequeño alto en el camino y reflexionó, gracias a Dios, sobre su futuro.
A los tres días siguientes ya había logrado que le tramitaran un pasaporte falso de inversionista industrial y con él hizo y deshizo en la ciudad de Salinas. Allí no dejó una sola noche sin frecuentar el bar de “la Isla”, una taberna peligrosa donde solo iban los que tenían plata y problemas. La vida era para gozarla, tantos años se había matado haciendo plata para otros que al fin había llegado la hora de la venganza. Manuela, una prepago de las más lindas que había conocido en su vida, fue su compinche y su amante. El día que la conoció se le orinó encima sin querer. Estaba tan borracho que en lugar de entrar en el baño de los hombres se metió directo al de las damas y sin tomarse la delicadeza de examinar si el habitáculo estaba ocupado, abrió la puerta y evacuó todas las cervezas. La relación entre Manuela y José se dio de manera intensa. Aquella noche hicieron el amor en ese mismo baño y al día siguiente también, y al otro y al otro. Los días eran un despilfarro de dinero y Manuela era feliz. Aquella morena le hacía el amor una y otra vez y él se sentía el hombre más poderoso de mundo.
Un día, José buscó entre sus bolsillos. Le quedaban unos 300 dólares más lo que había reservado en la cuenta. Sin que nadie lo viera, se escabulló hasta la salida del bar. La picardía fue descubierta muy pronto y la golpiza propinada lo llevó a olvidarse de Manuela arrancando al día siguiente de aquella ciudad en un viaje sin regreso.
Así fue como resultó en Tabatinga. Luego de haberle encargado a un falsificador del Perú que le hiciera unas tarjetas de crédito y unos extractos de movimientos bancarios para lograr hacer creíble su pasaporte de Inversionista Industrial, compró un pasaje en uno de los barcos más destartalados de Iquitos e inició su perdición. Así fue como comenzó su periplo, engañando aquí y traicionado allá y en dos meses pasó de ser un desempleado con un cheque de quince mil dólares a un errante con cuatro mil quinientos dólares que cada día se reducían más y más.
Cuando el barco atracó en Manaus, la ciudad pareció llamarlo por un momento, pero la señora Raquel, que se había dado cuenta de lo trabajador que era aquel negro, dispuso mil artilugios para que José se quedara por más tiempo en el remolque.
― He notado que eres muy bueno, servicial y leal. Esa es la gente que me gusta tener en este negocio.Mire José, mañana partimos para Macapá, vamos a llevar una gran cantidad de mercancía y manos como las suyas nos serían muy útiles. Se puede quedar, si gusta, en el camarote con la china Marina y esta noche puede ir a la ciudad y conocer. Tenga, aquí le doy esta platica para que se compre un buen licor y alguna ropa, ¿está bien? ― A José, la idea de seguir navegando no le incomodó, además si la travesía continuaba, en menos de seis días estaría frente al mar Atlántico. Conocería el “mar de los siete colores” como le solían contar, allá en Neiva, los ingenieros de la petrolera. Además, ya instalado en cualquier ciudad costera, podía comprar un ranchito y quedarse a vivir permanentemente. Sin titubear aceptó el dinero y volvió a decir más de diez veces «Gracias, Dios se lo pague».
Desde La costanera se podía observar como la ciudad moderna bullía y como de un lado hacia otro iban y venían luces borrachas y deslumbrantes.Las cornetas sonaban por doquier reafirmando la algarabía de una metrópoli en medio de la selva. José tomo una moto-taxi e indicó en “portuñol”, al conductor, que deseaba dirigirse a algún lugar donde pudiera distraerse y tomar unas cuantas cervezas. El taxista, un indígena de pelos hirsutos y grasientos le miro irónicamente.
―Señor, toda, aquí, Ciudad es taberna. Aquí tomar todos. Cinco Reales. Vale ―José comprendió lo que su interlocutor le balbuceaba en un portugués extraño que mezclaba palabras indígenas y otras que le parecieron ancestrales. Con la poca información que tenía a su disposición le indicó al chofer, casi prodigiosamente en la misma lengua que acababa de escuchar, que lo llevara hasta el bar más cercano. El indígena se sorprendió, se remango las cortas mangas de la camiseta a rayas azules, grises y ocres, ya pálida por el mugre y aceleró el motociclo como si le hubiesen dado una orden.
El pequeño tour lo llevó a olvidarse espontáneamente de su experiencia en el río, se sentía más seguro entre el asfalto, además, aquella ciudad parecía evolucionar al paso de cada calle: era como si realizara un recorrido de la historia de la vivienda o del hombre mismo a través de una línea cronológica que se titulaba «La costanera». La carretera comenzaba a orillas del río y serpenteaba como una franja que dividía la vida natural del Amazonas de ese monstruo de casas y edificios que se atrevían hasta las playas. José avanzaba en su máquina del tiempo manejada por un indígena. Las chozas estropeadas, los palafitos improvisados, torcidos y a punto de echarse a navegar río abajo, las casas de madera orilladas, los arrabales y los laberínticos barrios construidos sobre un armazón de estacas y manglares le fueron dando una idea reveladora de la evolución más importante del ser humano. Los refugios, de pronto, comenzaban a ensancharse, a engruesarse, a levantarse y solidificarse a la vez que La costanera dejaba el barro y comenzaba a pintarse en un cemento escaldado. Las casas con terrazas fueron dando paso a compuestos edificios republicanos de teja y columnas, de frontispicios, balcones, dinteles, umbrales, patios y aldabas. Cuando la luz de los grandes faroles comenzó a develar el aire nocturno, José entendió que había llegado al modernismo, a la ciudad de las industrias y a los bares atestados con una música solo hecha para ensordecer el bochorno.
Su mente había conseguido progresar a un estado de iluminación humana que le resultaba excitante, las cosas que veía y experimentaba parecían otorgarle sus más arduos secretos y a cada momento, sin que nadie se percatara de su encanto, sus ojos se adentraban en la realidad con tal potencia, que a veces, le era necesario llorar para mitigar la anegación de su cabeza saturada. Sin embargo, el simio seguía manteniendo el mismo semblante ante los espejos, nada de su africano cuerpo cedía ante la avalancha espiritual. Al contrario, cada día asumía poses más primitivas, más exóticas que lo hacían ver como un ser perturbado y como el sirviente que la mayoría buscaba en él. Recordó el homúnculo que día a día movía palancas, forcejeaba con tornillos inmensos y llaves que apretaban tubos aquí y allá y repudió por completo aquella vida que había llevado a cabo por más de diez largos años. Sobre la mesa, las botellas vacías conversaban como estalagmitas cansadas, la mesa florecía en cristales meditabundos como si fueran parte necesaria del ambiente, escenografía indispensable, también, de la fisonomía soporífera y monótona que José extendía por todo el bar, como un mal olor o un hálito agonizando.
Hubo una pelea entre dos extranjeros. El primer hombre demasiado joven para morir, se había dejado crecer la barba para esconder el ser adolescente que aventuraba por Sudamérica. El otro, tenía surcos marcados entre las cejas y la frente estaba enseñada a sellar los años y la furia. Una alergia, quizás al sol o el aire de la selva, le descarapelaban los pómulos en pedacitos de caspa irritante. El primero, tenía la vestimenta de un moderno campista echado a perder por el paisaje, el otro, mostraba un cinturón de cría de caimán donde unos mediocres boliches habían remplazado los ojos del reptil.
La pelea concentró los ánimos de los lugareños y comenzaron apuestas silenciosas de manos bajas y billetes suspendidos en el aire como pequeñas alfombras voladoras. José intervino. Salvó al chico de una humillación rotunda y sin que nadie se le cruzara en el camino se lo llevó como cuando la muerte, de repente, entra en los lugares menos esperados y agarra sin más ni más a quién le debe.
Todos supusieron lo peor para el muchacho, y el hombre del cinturón, para que nadie entendiera la verdad, se sumió en las siguientes cervezas durante todo lo que le restó de vida en aquel establecimiento.
―Hace días me salvaste en Manaus. ¿Por qué? ―El gringo se le atravesó en la borda. José ajustaba los cabos que sujetaban la defensa alrededor del remolque, la cadena de llantas que habían sido amarradas allí como salvaguardia parecía infinita y José revisaba los nudos uno por uno. Al principio, ignoró por completo al joven, pero al ver que este insistía, se irguió con toda su corpulencia y como un manso animal le respondió en un inglés triste «No me gustan las peleas». El muchacho comprendió que esa era la mejor respuesta que podría obtener.
―Que bien. Te lo agradezco. Pensé que nunca iba a poder comunicarme con alguien en este barco. Eres políglota, ¿verdad? ―Aquella palabra lo dejó extraviado, pero le gustó, no lograba reconocer que quería expresarle el gringo con esa palabra, pero lo hacía sentirse mejor, le daba una satisfacción muy parecida al orgullo. Para no caer en errores, se alejó como si la conversación lo aburriera demasiado.
Desde Manaus hasta Macapá el negro fue el encargado de servirle al gringo. A la señora Raquel no le importaba como era que aquel obscurecido fugitivo lograba comunicarse con el joven turista, sólo estaba segura de que mientras el negro lo atendiera, los dólares llegarían a sus manos.
―No pares de atender a ese gringo pendejo. Y ya sabes, cóbrale por todo ―le decía la señora Raquel en el puente de mando. En lugar de los tres días que iba a tardar el remolque en atracar en el puerto de Macapá, el “Charuca Carvalho” comenzó a dilatarse en un turismo clandestino por más de una semana entre los meandros e islas del Amazonas.
Bufeos, tucanes, reconocimiento de caboclos, titíes, guacamayas gigantes, frutas y peces desconocidos comenzaron a invadir el remolque. Los dólares pasaban desde el puente de mando hasta las balsas de los nativos que se acercaban en las noches para mendigar. Jamás se vio apogeo mayor en la historia del oxidado navío, pero el gringo sucumbió a la malaria. La sangre, repleta de ácido úrico, se le secó al imprudente estadounidense que fue arrojado como comida descompuesta a las pirañas. El único que lo lamentó, fue José. El gringo le había concedido un nivel de importancia que había mejorado su situación en el barco. Mientras duró el servicio de traducción, él había sido importante parta toda la tripulación, él había sido el hombre que todas las personas buscaron para sacarle dinero al extranjero, pero tan pronto saquearon el cadáver y quemaron las pertenecías, el “Charuca Carvalho” dejó su hibernación acuática y comenzó a bramar con sus hélices en una carrera casi a contra reloj hacia puerto de Macapá.
―Yo no me como tu cuento, eso de perseguido y martirizado no me suena, no señor. Para mí, que eres un embustero. Tienes que saber que todo el que se anda con mentiras aquí, se arriesga a probar la punta de mi navaja ―Juan Diablo sacó de su bolsillo una reconocida «pate-cabra» de mango de madera macizo. Aquella navaja era de las antiguas armas de los pandilleros caminantes y que había sido famosa en las épocas del sicariato en Colombia. La navaja precedía a su dueño y decía muchas cosas oscuras de él. Si Juan diablo le mostraba la navaja era porque quería asegurarse de que José entendía el mensaje.
Hasta aquel día, toda su estancia en la Guayana Francesa había sido su mejor victoria contra la intemperie y la desolación que había tenido que padecer en un lado y en otro. Cuando llegó a Saint-Georges-de-l'Oyapock, el hombre venía totalmente abatido. Había perdido a un amigo con el cual había logrado entender la mágica sonoridad que reverbera en los sentimientos flemáticos de los ingleses y pronunciando cada palabra había logrado sentir compasión por ese carácter indiferente, a veces, demasiado lúcido, que generaba la lengua en el ser humano. Pero su abatimiento no nacía del duelo impuesto por los desamparos de la selva o por los laberintos del lenguaje sino más bien por las atroces conductas que presentaba la humanidad. Antes de llegar a Oiapoque, todavía en territorio brasileño, unos asaltadores habían retenido el taxi donde viajaba. El robo fue instantáneo, se llevaron sus dos maletas, el dinero, el reloj y el pasaporte. Aquella travesía por las vías más alejadas de la civilización le había dejado en un estado miserable y la historia que llevaba como coartada en su cabeza, de pronto, comenzaba a resultar veraz.
―Todo consiste en inventarte una película, una película que sea verdadera, debes aprenderte el guion de memoria, hasta los más mínimos detalles, ¿comprendes? ―le había dicho el soldado, mientras se jalaba el cordón amarrado alrededor de su cuello y le mostraba la lata donde estaban repujados los datos más importantes de identificación―. Esto, no basta, ni siquiera el que me falte una pierna. Para ellos no valen estas muletas, lo único que a ellos les interesa es la verdad que lleves en los ojos ―le susurraba y escupía por una de las ventanillas del taxi―, si titubeas estás perdido, si mientes, estás perdido, si olvidas estas perdido, si callas estas perdido. Lo único que debes hacer para ganar, es hacerles creer, que de verdad, estás perdido. Que el único lugar para salvar tu vida es allí. Eso es lo único que te puedo decir. Si quieres, sigue mi consejo, o haz la larga fila de los que nunca van a pasar migración.
No tenía nada que perder, la apuesta estaba echada. Cuando se adelantaron a todos los brasileños que hacían la larga diligencia y se lanzaron hacia el puente recién construido sobre el río de la frontera, la masa se rió a carcajadas como si asistieran a la mejor de las Comedias. Pero los policías los dejaron pasar.
Aquel país le había devuelto la esperanza. Cada mes reclamaba un subsidio y en la primera entrevista la psicóloga de su caso le había dado el mejor puntaje. Nadie dudaba de su historia. Aquel hombre, profesor de inglés en un pueblito de Colombia llamado Remolinos, había sido amenazado y perseguido a lo largo y ancho de tres países por las fuerzas armadas y revolucionarias. Para estas fuerzas, que lo habían contratado para la enseñanza de la lengua, su servicio, aunque muy profesional, había llegado a su final y no había sustento ético para ellos que pudiese salvaguardar a José de un fusilamiento. Una muerte honrosa según ellos, ya que era un hombre que le había entregado muchas cosas a la causa pero también, era un hombre que sabía demasiado. Conocía los campamentos, los caminos y las trincheras y, además, había visto de civil en el pueblo, a muchos de los guerrilleros que habían asistido a su escuela clandestina allá en las montañas.
Toda la historia la narró con una agilidad tan maravillosa que hasta el mismo Gabriel García Márquez o Alejo Carpentier hubieran quedado atónitos ante tales inventivas que conllevaban todo el realismo mágico de una nación ensangrentada.
La psicóloga creyó en cada palabra, en cada imagen que José fue capaz de dejarle para siempre en el fondo de los ojos. Aquella mujer reconocedora de todos los trastornos humanos, se sintió apesadumbrada y durante varias noches no logró conciliar el sueño. Le era atroz considerar cómo, en un país sudamericano, los hombres eran capaces de arrasar, con toda un aldea a punta de motosierras. Jugar al fútbol con las cabezas de los mutilados y béisbol con los brazos arrancados. La mujer no lograba sacarse de la mente las imágenes que José le había compartido. Aquel hombre con cuerpo de simio resignado y consternado, con ese rostro de animal desmantelado por donde se podía advertir la invasión de todos los traumas, no le había contado una historia real, sino que le había mostrado con cada palabra una de las vidas más desasosegadas. La psicóloga se encargó de hacer todos los documentos para que su asilo comenzara a ser resuelto de inmediato y en lugar de encerrarlo en una de los calabozos dispuestos en la frontera para los mentirosos que iban a ser deportados, José comenzó una vida tranquila, unos días más tarde, en uno de los albergues más lujosos en la ciudad de Cayenne.
―Si no unes tu dinero con el mío, te mato, ¿me escuchaste negro?
―Pero si somos amigos, además tú tienes mucho dinero, ¿por qué habría de darte mi parte?, ese dinero lo necesito para vivir aquí.
―Por las cenizas de mi santa madre y por el respeto que tengo a nuestra amistad, te juro, que si no me unes tu dinero al mío, ¡te mato negro de mierda! ―le gritó Juan Diablo y desde entonces, José pasaba sus días escondido en el monte hasta que llegara el atardecer para poder irse hacia el albergue. Algunas veces se escondía en una madriguera que había improvisado cerca a las playas. Por eso, ahora tenía que llevar a cabo su escape. Tras cobrar su subsidio arrancaría escoltado por la policía hasta Saint Laurent.
Al parecer logró llevar a cabo su plan. Durante unos días vago por las calles de Albina y tras aprender quién sabe cómo el holandés en un barco pirata y ahorrar algunos dólares trabajando como peón en una hacienda en Trinidad y Tobago, intentó echar raíces en la playa. Pero allí también se arruinó y al final los últimos hombres que lo vieron en este mundo, se lo cruzaron en una costa casi abandonada de Barbados.
Los jóvenes rusos que lo vieron por última vez, se le acercaron con timidez para preguntar por el lugar. Sentado en una de las sillas que ponían los vendedores del lugar para avistar la línea de horizonte, José, contemplaba un gris, melancólico e inmenso pelícano viejo y maltratado, un raro y solitario pelícano que miraba el atardecer como si esperara que de allí le llegara, al fin, la muerte. José apretaba tiernamente un libro de autoayuda algo roído, casi deshecho, y cuando volteó para responderles, en un ruso casi perfecto, los extranjeros pudieron notar toda la tristeza del universo comprimida en sus ojos.
La conversación fue amena y lograron sonreír y dilatar uno que otro gesto de empatía. Antes de decir adiós, uno de los turistas, blanco como los hielos nublados que van a la deriva en el polo norte, se atrevió:
―¿A qué te dedicas ahora para sobrevivir? ―Como si la pregunta reviviera, en él, el último pedazo de toda su dignidad, se incorporó, miró fijo los ojos del entrevistador y sin titubear le dijo:
―Soy políglota.
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