LO QUE FALTABA
Pero aquella desazón fue borrada de un manotazo, en una curva apretada por los abismos, justo al coronarla, en lo más lejano se aparecían dos mancha de luces que informaban de que estaba cerca a la ciudades de Calarcá y Armenia.
Ya había pasado lo peor, había logrado mi objetivo, en medio día había llegado a un cuarto de mi camino de salida del país.
De pronto la llanta trasera empezó a recular, la moto comenzaba a perder el control, estaba pinchado.
POR PRIMERA VEZ LA TIENDA DE CAMPAÑA
Bajé los últimos kilómetros del Alto de la Línea con la moto apagada y sentado encima del tanque de gasolina con el fin de hacer más liviano el peso en la parte trasera para así así no estropear mucho los rayos y el rin.
En la glorieta de la entrada a la ciudad de Calarcá descansé un poco y pregunté en los monta llantas que a esa hora de la madrugada, para mi mala suerte, ya no prestaban el servicio. En la única parte que quizás podría encontrar algo abierto, a esa hora, era en la ciudad de Armenia. Seguí bajando hasta el río Quindío, allí prendí la moto, puse el motor en primera marcha y subí lentamente temeroso de las sombras que a esa hora suelen bajar a encenderse como luciérnagas obsedidas por el bazuco, sin embargo no hubo percance más allá del que ya traía. Comencé a deambular por la ciudad buscando un monta-llantas, el único taller abierto a esa hora, se encontraba justo en la salida sur de la ciudad. Allí el dueño del monta llantas se puso a charlar conmigo sobre sus aventuras juveniles mientras yo pensaba con que le iba pagar, luego de unos minutos de conversación el viejo me dijo que me arreglaría la moto y que le pondría dos llantas nuevas, unas cubiertas de segunda no tan gastadas, ya que las que yo tenía estaban mostrando la lona y eso daba para que me pinchara con más facilidad. El viejo buscó entre sus reservas, eran cuatro pilas de llantas acomodadas que la mayoría de motoristas habían dejado ahí después de ponerle llantas nuevas a sus motocicletas.
No sabía cómo agradecerle, el viejo apenas sonrió y me dijo que siguiera mi camino, que no le parara bolas a nada, que me felicitaba por ser tan arriesgado, pero me advirtió, que si tenía que viajar de noche lo hiciera máximo tres horas, que con eso bastaba para avanzar mucho y para poder armar carpa y seguir descansado. Estaba frente a un viejo lobo, quien sabe de donde habría llegado y porque se habría decidido por esta ciudad, sin embargo s ele veía feliz y me trasmitía dicha felicidad para continuar con mi viaje.
Salí alegre de armenia, ahora tenía llantas semi-nuevas y un plan de rescate para mi rodamiento; mi idea consistía en llegar a sitios parecidos al del viejo y mirar si podía acceder de manera gratuita o a muy bajo precio a otras llantas casi nuevas cuando me fuera estrictamente necesario. Iba pensando en eso cuando a un costado frente a una casa orillada al borde de la panamericana había un montón de llantas, me bajé de inmediato y comencé a buscar el número correcto de mis llantas, el dueño de la casa me escuchó y salió algo molesto a preguntarme que hacía, le remití sin omitir ningún detalle la preocupación y el concepto de mi presunta conducta, el señor se echó a reír de inmediato. Pasados unos segundos entendí su hilaridad, mi presentación parecía más la de un vagabundo que la de un viajero; el señor me veía a través de la iluminación que el foco de la luz de su linterna le ofrecía, miraba la moto y reía a carcajadas. Esta escena fue muy particular, yo pensé que saldría a pegarme un tiro, al contrario, me grito preguntándome que cuál era el número de las llantas, al decirle, se metió a la casa tras un rato salió con cuatro llantas, unas eran para pista y las otras eran anchas, el señor me dijo que estas últimas me servirían para atravesar terrenos agrestes pero que me volverían más despacioso. A estas alturas, cualquier cosa era mejor que nada.
Me despedí y seguí adentrándome en la panamericana hacia el sur; mi propósito era llegar por lo menos a Buga, pero estaba tan cansado que apenas pasando la zona frutal de Dabeiba, comencé a sentir el rigor de los parpados cerrándose.
Era el momento de dar un pare y de armar por primera vez la carpa. Sería mi primera noche y estaba lejos del destino que me había trazado.
Antes del peaje de Corozal hay un restaurante con una gran zona de parqueadero para vehículos de transporte pesado, el restaurante cuenta con unos espacios amplios que en el día está repletos de sillas y que en las noches es bastante abrigado; apagué la moto, la entré a un lugar que quedaba entre los baños y el pasillo y que iba a dar cerca del restaurante; comencé a armar la carpa, la moto quedó oculta entre las materas que adornaban la entrada principal, unos helechos gigantes que para esa hora eran un perfecto camuflaje; aquella noche, dispuse todo el equipaje de una forma práctica dentro de la carpa para que al día siguiente no me diera mucho problema el subir y amarrar todo sobre la moto. Sólo recuerdo que tras acomodado todo me tendí sobre la colchoneta, metí las llaves de la moto dentro de un bolsillo interno en el pantalón de la sudadera y sin otra cosa en que pensar o preocuparme quedé profundamente dormido con una sonrisa de satisfacción que parecía provenir desde el mismo origen de mi felicidad.
ES NECESARIO DESCANSAR.
Al día siguiente el rocío y un enjambre de nubes bajitas dieron la bienvenida a mi paisaje. Los dueños del restaurante me ofrecieron desayuno y se divirtieron mucho con la historia que contaba. Salí de allí apurado, tenía que avanzar, pero cuando me subí sobre la moto sentí un dolor de espalda que me comunicaba que había abusado de mis límites físicos; tenía que descansar, pero como hacerlo y avanzar al mismo tiempo. Decidí comenzar a rodar entre quince y media hora y bajarme de la moto durante dos o tres horas, en esos momentos caminaba, admirando los paisajes que hay entre Zarzal y Buga; antes de llegar a San Predo, una lluvia torrencial me abordó, pero era una lluvia cálida así que decidí transitar debajo de ella; apenas si había llegado a Presidente y ya estaba emparamado, cuando llegué a Buga supe del error que había cometido, el agua se había filtrado por todas las costuras. Armé la carpa al lado de una estación de servicio y de un restaurante.
Estaba fuera de la carpa observando la lluvia caer cuando se me acercó un vagabundo que cargaba un bulto de cebollas y tomates; conversamos largo rato mientras admirábamos la tormenta caer, teníamos algo en común, mirábamos con el mismo sentido estupefacto esa cortina que no cesaba y parecíamos dos personas acabadas de hacer que se maravillan ante la noche y sus relámpagos, estábamos lelos entre la lluvia y eso nos emparentaba con el mismo hombre de las cavernas. Era la plenitud de sentirnos vivos, la tranquilidad de tener un refugio, era cierto furor de sobrevivientes lo que nos hermanaba. El hombre se puso a clasificar los tomates y las cebollas y me confesó que todo ese mercado que traía consigo lo había sacado de la basura de un restaurante, la mayoría de las bolsas eran arrojadas a la basura, simplemente por uno o dos tomates dañados o golpeados, sin siquiera abrir, cuando él se dio cuenta de eso, supo que tenía un negocio, clasificaba los productos buenos y desechaba los malos. Al final pude comprobar su teoría, el bulto no disminuyó mucho y supe que por la cantidad que tenía de cebollas y tomates le darían una buena suma de dinero, mucho más de la que podría hacer un reciclador de cartón o cobre y también no tenía que cargar demasiado.
Este hombre era muy avispado, había sido uno de esos personajes que han aprovechado las oportunidades, me contó que tenía varios lotes de tierra que ahora eran de su propiedad y que los había adquirido gracias a la práctica de la invasión, me explicó que cuando se percataba de que en ciertas partes del país la ente comenzaba a invadir la tierra, él se unía e estas prácticas y sembraba plantas, por lo general creaba una huerta y medio cercaba el lote que iba a invadir. Luego de un tiempo, cuando ya tenía la huerta se ha extendido por toda la propiedad comenzaba a trabajarla y de esta manera, con el transcurso del tiempo, el lote invadido se volvía suyo, el gobierno le otorgaba la escritura pública de varios lotes, los cuales el vendía o comenzaba a construir para valorizar más el terreno. La duda que me embargaba era, por qué, entonces, era un vagabundo, su respuesta fue conmovedora, para cualquiera él era un vagabundo, para él mismo él, era un hombre libre, podía tenerlo todo, pero no lo quería, por lo regular los lotes ni siquiera los había vendido sino que ahora eran de familiares o hijos, él ya tenía el mundo, su mundo y con eso le bastaba, sabía cómo sobrevivir y no le importaba nada más.
Aquella noche dormí entre una lluvia de preguntas y el sonido de esa otra lluvia que mecía poco a poco mi cansancio hasta dejarme entre los sueños.
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