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20 septiembre 2011

REPENSANDO LA VIVIENDA SOCIAL





Las familias de los sectores populares urbanos muchas veces inician la ocupación de su vivienda desde un núcleo habitable, que con diferencias, irá creciendo hasta donde el terreno y los recursos familiares lo permitan
Mario Zolezzi Chocano

 “…el edificio no es sólo un filtro de luz, aire, etc., sino que es un instrumento sociocultural de comunicación, a través del cuál se filtra información social
Rapoport 1978:264

Así como la familia es el núcleo de la sociedad y el principal objeto de los estudios sociales, la casa se constituye en el elemento nuclear de toda la arquitectura. Esta rejilla  que alberga al hombre y hace posible el morar de una supervivencia desde o para, es la base de todos los estudios posibles de construcción y existencia, ya que de ella parten todas las extensiones de comunicación y habitabilidad que se dan en relación con el mundo.

La investigadora colombiana Sonia Muñoz citada por Teresa Ontiveros en su ponencia “Vivienda popular urbana y vida cotidiana”, no se equivoca al señalar que la casa no solo es un espacio físico sino que “está hecha de las identidades, relaciones y conflictos de quienes viven en su interior. La casa está marcada por los años y recuerdos que ella guarda”

La senda, el lugar, el espacio público, el edificio, el conjunto residencial, el barrio, la ciudad, las arterias viales, las zonas verdes y demás configuraciones que constituyen los espacios ambientales construidos para ser habitados por el hombre no son más que extensiones de lo que sale de la casa, de lo que desde ella se configura como necesidad hacia el afuera, hacia la otredad y como configuración de ruptura solipsista, como entramado de la noción gregaria y como categoría ineludible de lo que hace posible lo social.

No se construye un puente, ni se establece o se proyecta la obra de un determinado espacio habitable sino no es en correlación directa con los sujetos que estarán allí para darle un significado de ocupar o utilizar y que por ende dicha correlación proviene del sustrato primitivo del explorar, del salir, del reconocer más allá de nuestro propio límite la habitabilidad.

La ciudad nace de este acontecimiento crucial, de hecho, la arquitectura nace como una formulación que se dispone en la consecución de producir un algo que haga posible el ordenamiento de un universo subordinado a nuestras necesidades y ambiciones.

El construir como manifestación total de un crear de identidad y posicionamiento ante el mundo, el construir como el establecimiento de un ser-ahí. Si nos remontamos a los primeros emplazamientos humanos podremos observar que estos se originan a partir de una carencia de protección, se constituyen como un vínculo de resguardo ante el desamparo y en consecuencia decretan la posición estacionaria de seres que buscan perpetuarse en el tiempo y en el espacio.

Hoy en día este fenómeno es perceptible en los llamados asentamientos informales, los cuales han señalado un pensar de la arquitectura de la ciudad desde nuevos enfoques. Estos estudios por comprender aquellas construcciones que nacen sin planeación, sin un propósito predecible, sin un ordenamiento que constituya su utilidad o su justificación se disgregan en un debate que va desde la reflexión ética hasta el alegato que priorice juicios de valor en pro o en contra de la creación de dichas viviendas.

Sin embargo la reproducción de estos ambientes domina más sobre las orillas, sobre los ulteriores espacios donde la ciudad y el habitante comienzan a establecer el concepto de frontera. Tales plataformas han tenido que catalogarse para su identificación arquitectónica bajo el concepto de  cinturones periféricos, algunos mal llamados cinturones miseria. Estos a veces muestran evolución, evolución que pasa a unificarse al cuerpo y extensión de la misma urbe y otros se van estableciendo como lugares de getto, de despersonalización donde se consume el no lugar y el morar bajo la señal de mercado y hura o islas que reflejan sobre el mismo humus arquitectónico la supuración de un subsuelo que también ha ganado nombre y terreno desde acepciones tales como mercado negro y bajo mundo.

Pero este condicionamiento de la vida urbana no se da porque desde la arquitectura no se esté pensando democráticamente o totalitariamente todas las satisfacciones de las necesidades humanas sino porque hay una fuerte diferencia entre los elementos cohesionadores que estructuran el territorio y el surgimiento de migraciones y segregaciones que se derivan de los pobladores desplazados, de su lucha por generarse o negociase una identidad. Hay digresión entre la calidad de la vida colectiva que funda dichos escaques y la disposición del espacio social.

Si observamos bien, los problemas de las viviendas sociales y su identidad o el de los asentamientos informales y el uso de sus viviendas populares no se basa en su aparición dentro de una plataforma ya consolidada bajo condiciones aparentemente fijas y dadas a una entelequia arquitectónica o urbanística sino que el problema se da es en la gestión que van consolidando ante su entorno los que pueblan dichos espacios y la manera como logran construirse un territorio paralelo que pueda ser absorbido legalmente por la configuración misma de la ciudad.

En todas las ciudades del mundo encontramos emplazamientos que revelan una silueta umbral, que decanta la idea de un paisaje de la ciudad  muy empobrecido y que por ende empotran un significado insular de miseria que se consagra como el baluarte que congrega o disgrega esperanzas, posibilidades y prácticas.

En la India, en México, en Colombia o en Nueva York se ha experimentado este panorama: favelas, ranchos, cartuchos y cinturones de miseria buscan abrirse paso hacia dentro mientras son vistos por los moradores de las urbes como los asentamientos donde los invasores que están fuera de  la ciudad establecen su morar.

Un fenómeno curioso: mientras los sujetos  que se ven insertos a la ciudad comprenden el fenómeno como un más allá, quienes protagonizan cotidianamente el ejercicio de formar identidad a partir de la construcción de viviendas populares en los umbrales, se comprenden así mismos como una parte más, un adentro, y en ese caso se sufre una doble identidad; la de buscar sentirse parte de un conjunto que no los adopta y ante el cual se acomodan y la de tener una herencia con la que se llega y que se encuentra debilitada en tradiciones y vulnerable a las modas.

Algunos barrios esclarecen un destino y en conformidad con dicho impulso que como grupo consolidan, comienzan a establecer un espectro de perdurabilidad que se expande, que hace que la ciudad los acoja. Pero este consentimiento conlleva años y años de esfuerzo colectivo y silencioso, dados alienadamente y sin reconocimiento.

Hay también barrios que desaparecen, que no logran generarse un sólido proyecto que haga posible el surgimiento de recursos arquitectónicos y urbanos para favorecer su evolución y sacarlos de la simple y destartalada plataforma de invasión a la de barrio legal donde comiencen a recibir derechos y deberes igualitarios.

Y hay sobre todo asentamientos  que mutan su identidad colectiva por el uso de otro tipo de prácticas sociales que amedrantan y van contra el bienestar mismo del orden establecido; estas organizaciones que pierden dicho cúmulo de representaciones sociales compartidas son los subterfugios arquitectónicos que construyen ambientes-máscaras, espacios-teatro o lugares-camuflaje y que degeneran cualquier otra posibilidad que comience a nacer a su alrededor.

La no lectura de estas arquitecturas portátiles o parasitas se da porque los arquitectos, sociólogos, antropólogos y demás profesionales que estudian el fenómeno no reconocen los barrios populares como escenarios heterogéneos sino que buscan crear un imaginario colectivo que atraviese dichas diferencias y diversidades generando igualdades topográficas e imponiéndolas a grupos socio-espaciales que quizá si pueden tener un futuro. Cuando esta clase de conflicto se da  es cuando decimos que  esos intentos son: espacios urbanos que nacen abortados.

Muchos de los barrios se consolidan y la identidad supera la fase de adolescimiento para fundar su maduración ahora sí hacia un engranaje comunal que reivindique toda la subjetividad de un grupo social con costumbres y tradiciones que pueden ser expresadas desde sus diferentes configuraciones culturales.

Sin embargo hasta que no atendamos a la idea de que en un proceso de construcción como estos se encuentran todo tipo de fragmentaciones no podremos ayudar a que los barrios populares se configuren como parte evolutiva de las ciudades. Un error craso puede ejemplificarse en la opinión que lanza la arquitecta venezolana Iris Rosas, al considerar que las construcciones improvisadas y emergentes que hacen quienes llegan a habitar a las orillas de las ciudades son de hecho construcciones emergentes y que por ende este tipo de arquitectura demuestra “una cultura constructiva innovadora”. Nada más alejado de la realidad, la improvisación de un resguardo, de un cambuche no esta dado a la creatividad de sus habitantes sino que se ve determinado por la emergencia de la necesidad de un albergue; no hay nada de innovador en pensar que al construirse un refugio y establecer grupalmente un espacio para sobrevivir se esté dando de hecho el surgimiento de algún tipo de arquitectura reformadora o revolucionaria, lo único innovador que se establece en el uso de estos elementos está en el manejo empírico que hacen sus constructores con los mínimos materiales  que logran y que hace recordar la noción de caverna o campamento establecido por nuestros antepasados para ampararse de las adversidades.

Un  rasgo que denota esta clase de construcciones es el de la ilegalidad el cual se da  a partir de la señal que revela al invasor y del sujeto al que se le es impuesta; un sujeto sin derechos que hará que incube una idea de resistencia y que ante el ultraje social decante estrategias mórbidas para perpetuar lo que de hecho nunca han tenido y que le es vital para sobrevivir.

Ciudades sin horizonte expansivo limitadas  al muelle mismo de su configuración degradante hacia los extremos es lo que augura el proceder evolutivo de estas construcciones. Hay que repensar la arquitectura no de la marginalidad sino no de los márgenes, entendiendo estos márgenes no desde la clasificación edificante de lo que proyecta la ciudad en su centro: edificios, apartamentos, elementos ambientales predispuestos para la agilidad y la fluidez de los recursos y el consumo sino desde lo que promueve quien llega a habitarla, ha hacerla parte de sus expectativas y usos; la calidad ya no sólo ofrecida desde la satisfacción de las necesidades básicas sino desde la configuración de la cultura que dichos grupos traen consigo. 

Esto sólo es posible en la medida en que sepamos diferenciar la vivienda de la construcción mimética que en estos espacios se da, memes que a veces producen los usadores o los sujetos manipuladores que no buscan reivindicar una identidad.

La vivienda entendida en este sentido como portadora de comprensión de los propósitos de un grupo social, de un entramado popular que busca definirse y que en esta medida construye también su identidad, se superpone a la idea de homogenización urbana que se tiene como ideal abrazando de esta manera una práctica concreta: la diversidad.  La vivienda comprendida como “el espacio domestico” como dice el arquitecto mexicano Victor Manuel Ortiz, o entendida también como el espacio de “conciencia” que tiene un  grupo de si y de los otros.

El emplazamiento ya no de invasiones o lugares periféricos de miseria sino de viviendas verdaderamente consolidadas para la consecución de una vida organizada.

Finalmente, es necesario, para proporcionar una reflexión sopesada y emergente sobre este fenómeno, el hecho de que no podemos pasar por alto que al determinar como núcleo de entendimiento de las configuraciones populares a la vivienda estamos también asegurando que esta no se puede vislumbrar como un modulo finalizado, como una construcción terminada o concluida, la vivienda debe pensarse como un organismo que es extensión de la familia.

En este sentido la vivienda como algo que da forma y seguirá dando forma desde la familia a la sociedad.

REPENSANDO LA VIVIENDA SOCIAL





Las familias de los sectores populares urbanos muchas veces inician la ocupación de su vivienda desde un núcleo habitable, que con diferencias, irá creciendo hasta donde el terreno y los recursos familiares lo permitan
Mario Zolezzi Chocano

 “…el edificio no es sólo un filtro de luz, aire, etc., sino que es un instrumento sociocultural de comunicación, a través del cuál se filtra información social
Rapoport 1978:264

Así como la familia es el núcleo de la sociedad y el principal objeto de los estudios sociales, la casa se constituye en el elemento nuclear de toda la arquitectura. Esta rejilla  que alberga al hombre y hace posible el morar de una supervivencia desde o para, es la base de todos los estudios posibles de construcción y existencia, ya que de ella parten todas las extensiones de comunicación y habitabilidad que se dan en relación con el mundo.

La investigadora colombiana Sonia Muñoz citada por Teresa Ontiveros en su ponencia “Vivienda popular urbana y vida cotidiana”, no se equivoca al señalar que la casa no solo es un espacio físico sino que “está hecha de las identidades, relaciones y conflictos de quienes viven en su interior. La casa está marcada por los años y recuerdos que ella guarda”

La senda, el lugar, el espacio público, el edificio, el conjunto residencial, el barrio, la ciudad, las arterias viales, las zonas verdes y demás configuraciones que constituyen los espacios ambientales construidos para ser habitados por el hombre no son más que extensiones de lo que sale de la casa, de lo que desde ella se configura como necesidad hacia el afuera, hacia la otredad y como configuración de ruptura solipsista, como entramado de la noción gregaria y como categoría ineludible de lo que hace posible lo social.

No se construye un puente, ni se establece o se proyecta la obra de un determinado espacio habitable sino no es en correlación directa con los sujetos que estarán allí para darle un significado de ocupar o utilizar y que por ende dicha correlación proviene del sustrato primitivo del explorar, del salir, del reconocer más allá de nuestro propio límite la habitabilidad.

La ciudad nace de este acontecimiento crucial, de hecho, la arquitectura nace como una formulación que se dispone en la consecución de producir un algo que haga posible el ordenamiento de un universo subordinado a nuestras necesidades y ambiciones.

El construir como manifestación total de un crear de identidad y posicionamiento ante el mundo, el construir como el establecimiento de un ser-ahí. Si nos remontamos a los primeros emplazamientos humanos podremos observar que estos se originan a partir de una carencia de protección, se constituyen como un vínculo de resguardo ante el desamparo y en consecuencia decretan la posición estacionaria de seres que buscan perpetuarse en el tiempo y en el espacio.

Hoy en día este fenómeno es perceptible en los llamados asentamientos informales, los cuales han señalado un pensar de la arquitectura de la ciudad desde nuevos enfoques. Estos estudios por comprender aquellas construcciones que nacen sin planeación, sin un propósito predecible, sin un ordenamiento que constituya su utilidad o su justificación se disgregan en un debate que va desde la reflexión ética hasta el alegato que priorice juicios de valor en pro o en contra de la creación de dichas viviendas.

Sin embargo la reproducción de estos ambientes domina más sobre las orillas, sobre los ulteriores espacios donde la ciudad y el habitante comienzan a establecer el concepto de frontera. Tales plataformas han tenido que catalogarse para su identificación arquitectónica bajo el concepto de  cinturones periféricos, algunos mal llamados cinturones miseria. Estos a veces muestran evolución, evolución que pasa a unificarse al cuerpo y extensión de la misma urbe y otros se van estableciendo como lugares de getto, de despersonalización donde se consume el no lugar y el morar bajo la señal de mercado y hura o islas que reflejan sobre el mismo humus arquitectónico la supuración de un subsuelo que también ha ganado nombre y terreno desde acepciones tales como mercado negro y bajo mundo.

Pero este condicionamiento de la vida urbana no se da porque desde la arquitectura no se esté pensando democráticamente o totalitariamente todas las satisfacciones de las necesidades humanas sino porque hay una fuerte diferencia entre los elementos cohesionadores que estructuran el territorio y el surgimiento de migraciones y segregaciones que se derivan de los pobladores desplazados, de su lucha por generarse o negociase una identidad. Hay digresión entre la calidad de la vida colectiva que funda dichos escaques y la disposición del espacio social.

Si observamos bien, los problemas de las viviendas sociales y su identidad o el de los asentamientos informales y el uso de sus viviendas populares no se basa en su aparición dentro de una plataforma ya consolidada bajo condiciones aparentemente fijas y dadas a una entelequia arquitectónica o urbanística sino que el problema se da es en la gestión que van consolidando ante su entorno los que pueblan dichos espacios y la manera como logran construirse un territorio paralelo que pueda ser absorbido legalmente por la configuración misma de la ciudad.

En todas las ciudades del mundo encontramos emplazamientos que revelan una silueta umbral, que decanta la idea de un paisaje de la ciudad  muy empobrecido y que por ende empotran un significado insular de miseria que se consagra como el baluarte que congrega o disgrega esperanzas, posibilidades y prácticas.

En la India, en México, en Colombia o en Nueva York se ha experimentado este panorama: favelas, ranchos, cartuchos y cinturones de miseria buscan abrirse paso hacia dentro mientras son vistos por los moradores de las urbes como los asentamientos donde los invasores que están fuera de  la ciudad establecen su morar.

Un fenómeno curioso: mientras los sujetos  que se ven insertos a la ciudad comprenden el fenómeno como un más allá, quienes protagonizan cotidianamente el ejercicio de formar identidad a partir de la construcción de viviendas populares en los umbrales, se comprenden así mismos como una parte más, un adentro, y en ese caso se sufre una doble identidad; la de buscar sentirse parte de un conjunto que no los adopta y ante el cual se acomodan y la de tener una herencia con la que se llega y que se encuentra debilitada en tradiciones y vulnerable a las modas.

Algunos barrios esclarecen un destino y en conformidad con dicho impulso que como grupo consolidan, comienzan a establecer un espectro de perdurabilidad que se expande, que hace que la ciudad los acoja. Pero este consentimiento conlleva años y años de esfuerzo colectivo y silencioso, dados alienadamente y sin reconocimiento.

Hay también barrios que desaparecen, que no logran generarse un sólido proyecto que haga posible el surgimiento de recursos arquitectónicos y urbanos para favorecer su evolución y sacarlos de la simple y destartalada plataforma de invasión a la de barrio legal donde comiencen a recibir derechos y deberes igualitarios.

Y hay sobre todo asentamientos  que mutan su identidad colectiva por el uso de otro tipo de prácticas sociales que amedrantan y van contra el bienestar mismo del orden establecido; estas organizaciones que pierden dicho cúmulo de representaciones sociales compartidas son los subterfugios arquitectónicos que construyen ambientes-máscaras, espacios-teatro o lugares-camuflaje y que degeneran cualquier otra posibilidad que comience a nacer a su alrededor.

La no lectura de estas arquitecturas portátiles o parasitas se da porque los arquitectos, sociólogos, antropólogos y demás profesionales que estudian el fenómeno no reconocen los barrios populares como escenarios heterogéneos sino que buscan crear un imaginario colectivo que atraviese dichas diferencias y diversidades generando igualdades topográficas e imponiéndolas a grupos socio-espaciales que quizá si pueden tener un futuro. Cuando esta clase de conflicto se da  es cuando decimos que  esos intentos son: espacios urbanos que nacen abortados.

Muchos de los barrios se consolidan y la identidad supera la fase de adolescimiento para fundar su maduración ahora sí hacia un engranaje comunal que reivindique toda la subjetividad de un grupo social con costumbres y tradiciones que pueden ser expresadas desde sus diferentes configuraciones culturales.

Sin embargo hasta que no atendamos a la idea de que en un proceso de construcción como estos se encuentran todo tipo de fragmentaciones no podremos ayudar a que los barrios populares se configuren como parte evolutiva de las ciudades. Un error craso puede ejemplificarse en la opinión que lanza la arquitecta venezolana Iris Rosas, al considerar que las construcciones improvisadas y emergentes que hacen quienes llegan a habitar a las orillas de las ciudades son de hecho construcciones emergentes y que por ende este tipo de arquitectura demuestra “una cultura constructiva innovadora”. Nada más alejado de la realidad, la improvisación de un resguardo, de un cambuche no esta dado a la creatividad de sus habitantes sino que se ve determinado por la emergencia de la necesidad de un albergue; no hay nada de innovador en pensar que al construirse un refugio y establecer grupalmente un espacio para sobrevivir se esté dando de hecho el surgimiento de algún tipo de arquitectura reformadora o revolucionaria, lo único innovador que se establece en el uso de estos elementos está en el manejo empírico que hacen sus constructores con los mínimos materiales  que logran y que hace recordar la noción de caverna o campamento establecido por nuestros antepasados para ampararse de las adversidades.

Un  rasgo que denota esta clase de construcciones es el de la ilegalidad el cual se da  a partir de la señal que revela al invasor y del sujeto al que se le es impuesta; un sujeto sin derechos que hará que incube una idea de resistencia y que ante el ultraje social decante estrategias mórbidas para perpetuar lo que de hecho nunca han tenido y que le es vital para sobrevivir.

Ciudades sin horizonte expansivo limitadas  al muelle mismo de su configuración degradante hacia los extremos es lo que augura el proceder evolutivo de estas construcciones. Hay que repensar la arquitectura no de la marginalidad sino no de los márgenes, entendiendo estos márgenes no desde la clasificación edificante de lo que proyecta la ciudad en su centro: edificios, apartamentos, elementos ambientales predispuestos para la agilidad y la fluidez de los recursos y el consumo sino desde lo que promueve quien llega a habitarla, ha hacerla parte de sus expectativas y usos; la calidad ya no sólo ofrecida desde la satisfacción de las necesidades básicas sino desde la configuración de la cultura que dichos grupos traen consigo. 

Esto sólo es posible en la medida en que sepamos diferenciar la vivienda de la construcción mimética que en estos espacios se da, memes que a veces producen los usadores o los sujetos manipuladores que no buscan reivindicar una identidad.

La vivienda entendida en este sentido como portadora de comprensión de los propósitos de un grupo social, de un entramado popular que busca definirse y que en esta medida construye también su identidad, se superpone a la idea de homogenización urbana que se tiene como ideal abrazando de esta manera una práctica concreta: la diversidad.  La vivienda comprendida como “el espacio domestico” como dice el arquitecto mexicano Victor Manuel Ortiz, o entendida también como el espacio de “conciencia” que tiene un  grupo de si y de los otros.

El emplazamiento ya no de invasiones o lugares periféricos de miseria sino de viviendas verdaderamente consolidadas para la consecución de una vida organizada.

Finalmente, es necesario, para proporcionar una reflexión sopesada y emergente sobre este fenómeno, el hecho de que no podemos pasar por alto que al determinar como núcleo de entendimiento de las configuraciones populares a la vivienda estamos también asegurando que esta no se puede vislumbrar como un modulo finalizado, como una construcción terminada o concluida, la vivienda debe pensarse como un organismo que es extensión de la familia.

En este sentido la vivienda como algo que da forma y seguirá dando forma desde la familia a la sociedad.

01 noviembre 2010

Espacios territoriales e identidad

Dos culturas:
Los aztecas.
Este pueblo junto con los incas o los chibchas de Colombia, es quizá el paradigma por excelencia del avance indígena americano. Basados principalmente en un sistema político-económico, los aztecas recrearon una forma particular y eficaz de identidad y verdadera simbolización cultural universal.
El lugar se concibe como emplazamiento patrimonial base de la sociedad. Al ser un pueblo sumamente bélico y expansionista el lugar se posiciona como nervio central de la manutención social de la urbe.
El principal detonante del gregarismo azteca no se basa en un molde cosmológico sino en un modelo jerárquico de protección económica, algo así como una fusión entre la ciudad polis griega y la ciudad feudal del Medioevo. Aquí el lugar donde se logra asentamiento es también el lugar inalterable para la consolidación del poder. La modificación entonces del paisaje natural es radical; hay una ruptura total con el entorno, la ciudad misma es una invasión que se posiciona y modifica alterando para siempre el espacio. El nombre base de este tipo de ciudad lo propuso James Lockhart y su uso se extendió para el estudio general de los pueblos de Méxica.
El altépetl que podría traducirse como cerro sobre el agua es el nombre para señalar el tipo de urbanismo creado por los aztecas. Si bien, entendido este como emplazamientos artificiales donde se modifica la tierra por medio de inundaciones a partir de amplios canales, la ciudad toma la forma de isla y se entrelaza por medio de un sistema que cumple una doble función: protección y poder. El primero que aísla la ciudad y la resguarda y el segundo que la inunda de aristocracia y belleza.
El lugar concebido como artilugio de la fuerza creadora del hombre, la ciudad como objeto que satisface la demanda de vigilancia al sostener privilegiadamente sobre un entorno ya no cultural sino netamente jurídico.
Este paisaje exclusivamente artificial sólo atendía a una clase de desarrollo sostenible; la planeación de su disposición cerrada facilitaba el recaudo y por ende el enriquecimiento y sostenimiento del tributo.
Los aztecas configuraron el hábitus en demanda de su ambición progresista, la ciudad es un objeto que satisface y facilita la trascendencia de la sociedad. El más importante patrón de cultura en esta medida se basa en la organización ética.
La ciudad ya no es sólo un lugar sino un órgano moral en sí mismo, es una reproducción del esquema trilógico de los juicios de valor teocráticos dados por Hans Albert, a saber en este sentido:
1. La ciudad se propone y se cualifica como forma de estado de cosas con el aludido para la toma de decisiones
2. Se supone como valida su capacidad de ejecutar principios normativos que exigen correspondencia, toma de posiciones y reconocimiento
3. La expresión normativa da los destinatarios el enunciado de identidad y compromiso correspondiente.
En esta medida el lugar concreta también un constructo de juicio de valor que lo convierte en un espacio imperativo. La ciudad semeja un sistema de gobierno que se interconecta con otros lugares culturales gracias a su disposición monticular; en este orden, desaparece el paisaje natural y se convierte en paisaje artificial ya que la unión de todas las ciudades-palafitos son un gran monstruo urbanístico, todas confluyen hacia un orden cerrado que denominaríamos como ciudad capital, los aztecas en esta medida serían precursores de la actividad urbanística del barroco.
La religión, la familia, el trabajo, etc., giran alrededor de este mecanismo constitucional. Los millones de habitantes con que contó el pueblo azteca, puede llegar a afirmarse estaban totalmente reconocidos y vigilados por su propio sistema.
Amalgamando lo espartano con lo ateniense y formando así un complejo feudal que competiría, gracias a su entramado urbanístico, con las ciudades actuales, la ciudad-objeto méxica se consolida como un esquema cerrado de posibilidad patrimonial único, codificado y mantenido gracias al patrón concéntrico regulador de su propio paisaje artificial.
Si los sioux consideraron el tótem como representación alegórica de su identidad cultural, los aztecas mitologizaron el altépetl como espacio territorial de identidad soberana.

Los mayas
Para adentrarnos en el estudio de la cultura Maya es necesario partir de un patrón esencial de dominio cultural a saber: la cultura maya basa su existencia en relación con su religión, de esta manera, la religión ya no sólo es un sistema dentro de la organización cultural sino que es el eje articulador para la creación misma de la cultura. No obstante, la religión es el paradigma axiológico que ordena la cosmovisión del mundo maya. Así, la política, el comercio, la arquitectura, la sociedad y demás se estructuran bajo los bucles de estratificación lógicos que la religión demanda. La primera forma de ordenamiento gregario de los pueblos mayas deviene de la búsqueda de “lugar” cosmológico para asentarse. En esta medida, los mayas no modifican el “entorno natural” con base a sus necesidades sino con base en las necesidades de estar en comunicación con sus dioses. Los asentamientos de los pueblos mayas se ubican en planicies cercanas al mar. La selva de la península del Yucatán y las pequeñas elevaciones montañosas del sur de México donde se asentaron las más de 300 poblaciones mayas están dispuestas en dichas geografías por dos razones a saber: 1. Espacios llanos con posibilidades de observación astrológica (no astronómica, ya que ellos ven en el cielo no sólo estrellas sino dioses); la ciudad sólo es posible en este entorno ya que sólo así se está en comunicación directa con los dioses para mantenerse protegido y 2. Red orgánica de equilibrio del mundo humano con el mundo natural; la planicie se propone en un sentido de enclave auto-sostenible (la cercanía de la planicie con el espacio fértil hace posible el sostenimiento). Los mayas buscaban terrenos descampados que estuvieran ubicados cerca de territorios altamente fértiles, los terrenos descampados sosegaban la necesidad de acercamiento con los dioses, así el “lugar” de “hábitat” (entendido este desde la concepción de Bordieu y Levy Strauss como espacio-ahí) se convierte en un “metalugar” ya que contiene en su concepción una comunicación directa con un no-lugar ya no espacial sino espiritual. La astrología rige en esta medida la posibilidad primera del urbanismo cultural maya. Lo que lleva a la conclusión que los pueblos mayas se crearon a partir no de una concepción de “topos” sino de “mitos”.
Las ciudades en este orden de ideas son un espejo de la estratificación mitológica. El dios se encarna en la sociedad como sumo líder, caso similar al entramado egipcio o los hormigueros. Así la ciudad se ordena y se concibe para mantener no sólo el orden cosmológico sino la pirámide social. El entorno cultural modifica la sociedad a partir del principio mitológico. Las ciudades en sí no eran espacios habitables, para comprender este postulado tendremos que acogernos a la definición radical de Marc Augé sobre el no-lugar. La ciudad maya es un espacio de relación, de intercambio, de encuentro, de posibilidad ante todo. Ampliemos un poco más: la ciudad maya concentra su vida social-religiosa, entiéndase esto como vida no familiar o habitable, como centro y canal para el mantenimiento del orden jerárquico. La ciudad es una red de intercomunicación que va de adentro hacia afuera, el entorno se ve modificado radicalmente y en consecuencia este comienza a girar cerca al centro inamovible (templos, pirámides).
La ciudad entonces contiene un rasgo particular diferente de la posibilidad que la semeja con la polis griega que basaba su ordenamiento en este principio (Templos en el centro, sociedad alrededor). La particularidad está en que la ciudad maya no es limitada, es ilimitada en la medida en que el paisaje cultural se mueve constantemente dentro del paisaje natural. El pueblo, penúltimo peldaño y reflejo cosmológico de lo humano y los esclavos se precipitan alrededor de la “ciudad” centro; el territorio es un sistema en movimiento constante que gira en torno al centro inamovible y limitado. Una ciudad reloj, la maquinaria que es el corazón es estática, el pueblo, manecillas de la maquinaria se extiende y repliega sobre este centro.
No hay límite entonces (muralla, foso, etc.) que separe la ciudad del paisaje natural más si hay frontera entre la ciudad que se mueve y la ciudad quieta.
Por eso el centro de la ciudad se convierte en un no lugar como lo son hoy en día los centros comerciales.
Otro aspecto importante de la concepción de “lugar” en la cultura maya se encuentra dentro de la ciudad que se mueve: allí no sólo encontramos las residencias, los barrios podríamos denominar, sino que encontramos complejos residenciales basados en un solo concepto de edificio, encontramos pues una de las primeras posibilidades fuera del mundo aristocrático de organización urbanística gregaria uni-espacial: varias familias o clanes conviviendo en un solo edificio.
Por último es claro advertir que el usuario-hombre es una clave primordial de la ciudad, el habitante no sólo pertenece a un territorio de ecosistema sino que a su vez este se convierte en una imagen y objeto del símbolo centrífugo de la cultura. La guerra florida, los sacrificios sacerdotales y los juegos rituales de la pelota son sólo sistemas de utilización del lugar dentro del no lugar. Explico: al ser la ciudad una replica orgánica de la cosmología esta debe representar comportamientos que le den un equilibrio, la ciudad inamovible necesita moverse pero no de su lugar emplazado espacialmente sino en su no-lugar de emplazamiento intercomunicacional. Así el centro de la ciudad con sus sistemas ritualizados genera movimiento y el habitante deja ser habitante para pasar a ser objeto de consumo de los dioses. La ciudad entonces es en definitiva un símbolo y su lugar un mito.
El lugar se amalgama al “topos” natural como organismo que palpita. Hablamos de una ciudad viva, una ciudad criatura.

Espacios territoriales e identidad

Dos culturas:
Los aztecas.
Este pueblo junto con los incas o los chibchas de Colombia, es quizá el paradigma por excelencia del avance indígena americano. Basados principalmente en un sistema político-económico, los aztecas recrearon una forma particular y eficaz de identidad y verdadera simbolización cultural universal.
El lugar se concibe como emplazamiento patrimonial base de la sociedad. Al ser un pueblo sumamente bélico y expansionista el lugar se posiciona como nervio central de la manutención social de la urbe.
El principal detonante del gregarismo azteca no se basa en un molde cosmológico sino en un modelo jerárquico de protección económica, algo así como una fusión entre la ciudad polis griega y la ciudad feudal del Medioevo. Aquí el lugar donde se logra asentamiento es también el lugar inalterable para la consolidación del poder. La modificación entonces del paisaje natural es radical; hay una ruptura total con el entorno, la ciudad misma es una invasión que se posiciona y modifica alterando para siempre el espacio. El nombre base de este tipo de ciudad lo propuso James Lockhart y su uso se extendió para el estudio general de los pueblos de Méxica.
El altépetl que podría traducirse como cerro sobre el agua es el nombre para señalar el tipo de urbanismo creado por los aztecas. Si bien, entendido este como emplazamientos artificiales donde se modifica la tierra por medio de inundaciones a partir de amplios canales, la ciudad toma la forma de isla y se entrelaza por medio de un sistema que cumple una doble función: protección y poder. El primero que aísla la ciudad y la resguarda y el segundo que la inunda de aristocracia y belleza.
El lugar concebido como artilugio de la fuerza creadora del hombre, la ciudad como objeto que satisface la demanda de vigilancia al sostener privilegiadamente sobre un entorno ya no cultural sino netamente jurídico.
Este paisaje exclusivamente artificial sólo atendía a una clase de desarrollo sostenible; la planeación de su disposición cerrada facilitaba el recaudo y por ende el enriquecimiento y sostenimiento del tributo.
Los aztecas configuraron el hábitus en demanda de su ambición progresista, la ciudad es un objeto que satisface y facilita la trascendencia de la sociedad. El más importante patrón de cultura en esta medida se basa en la organización ética.
La ciudad ya no es sólo un lugar sino un órgano moral en sí mismo, es una reproducción del esquema trilógico de los juicios de valor teocráticos dados por Hans Albert, a saber en este sentido:
1. La ciudad se propone y se cualifica como forma de estado de cosas con el aludido para la toma de decisiones
2. Se supone como valida su capacidad de ejecutar principios normativos que exigen correspondencia, toma de posiciones y reconocimiento
3. La expresión normativa da los destinatarios el enunciado de identidad y compromiso correspondiente.
En esta medida el lugar concreta también un constructo de juicio de valor que lo convierte en un espacio imperativo. La ciudad semeja un sistema de gobierno que se interconecta con otros lugares culturales gracias a su disposición monticular; en este orden, desaparece el paisaje natural y se convierte en paisaje artificial ya que la unión de todas las ciudades-palafitos son un gran monstruo urbanístico, todas confluyen hacia un orden cerrado que denominaríamos como ciudad capital, los aztecas en esta medida serían precursores de la actividad urbanística del barroco.
La religión, la familia, el trabajo, etc., giran alrededor de este mecanismo constitucional. Los millones de habitantes con que contó el pueblo azteca, puede llegar a afirmarse estaban totalmente reconocidos y vigilados por su propio sistema.
Amalgamando lo espartano con lo ateniense y formando así un complejo feudal que competiría, gracias a su entramado urbanístico, con las ciudades actuales, la ciudad-objeto méxica se consolida como un esquema cerrado de posibilidad patrimonial único, codificado y mantenido gracias al patrón concéntrico regulador de su propio paisaje artificial.
Si los sioux consideraron el tótem como representación alegórica de su identidad cultural, los aztecas mitologizaron el altépetl como espacio territorial de identidad soberana.

Los mayas
Para adentrarnos en el estudio de la cultura Maya es necesario partir de un patrón esencial de dominio cultural a saber: la cultura maya basa su existencia en relación con su religión, de esta manera, la religión ya no sólo es un sistema dentro de la organización cultural sino que es el eje articulador para la creación misma de la cultura. No obstante, la religión es el paradigma axiológico que ordena la cosmovisión del mundo maya. Así, la política, el comercio, la arquitectura, la sociedad y demás se estructuran bajo los bucles de estratificación lógicos que la religión demanda. La primera forma de ordenamiento gregario de los pueblos mayas deviene de la búsqueda de “lugar” cosmológico para asentarse. En esta medida, los mayas no modifican el “entorno natural” con base a sus necesidades sino con base en las necesidades de estar en comunicación con sus dioses. Los asentamientos de los pueblos mayas se ubican en planicies cercanas al mar. La selva de la península del Yucatán y las pequeñas elevaciones montañosas del sur de México donde se asentaron las más de 300 poblaciones mayas están dispuestas en dichas geografías por dos razones a saber: 1. Espacios llanos con posibilidades de observación astrológica (no astronómica, ya que ellos ven en el cielo no sólo estrellas sino dioses); la ciudad sólo es posible en este entorno ya que sólo así se está en comunicación directa con los dioses para mantenerse protegido y 2. Red orgánica de equilibrio del mundo humano con el mundo natural; la planicie se propone en un sentido de enclave auto-sostenible (la cercanía de la planicie con el espacio fértil hace posible el sostenimiento). Los mayas buscaban terrenos descampados que estuvieran ubicados cerca de territorios altamente fértiles, los terrenos descampados sosegaban la necesidad de acercamiento con los dioses, así el “lugar” de “hábitat” (entendido este desde la concepción de Bordieu y Levy Strauss como espacio-ahí) se convierte en un “metalugar” ya que contiene en su concepción una comunicación directa con un no-lugar ya no espacial sino espiritual. La astrología rige en esta medida la posibilidad primera del urbanismo cultural maya. Lo que lleva a la conclusión que los pueblos mayas se crearon a partir no de una concepción de “topos” sino de “mitos”.
Las ciudades en este orden de ideas son un espejo de la estratificación mitológica. El dios se encarna en la sociedad como sumo líder, caso similar al entramado egipcio o los hormigueros. Así la ciudad se ordena y se concibe para mantener no sólo el orden cosmológico sino la pirámide social. El entorno cultural modifica la sociedad a partir del principio mitológico. Las ciudades en sí no eran espacios habitables, para comprender este postulado tendremos que acogernos a la definición radical de Marc Augé sobre el no-lugar. La ciudad maya es un espacio de relación, de intercambio, de encuentro, de posibilidad ante todo. Ampliemos un poco más: la ciudad maya concentra su vida social-religiosa, entiéndase esto como vida no familiar o habitable, como centro y canal para el mantenimiento del orden jerárquico. La ciudad es una red de intercomunicación que va de adentro hacia afuera, el entorno se ve modificado radicalmente y en consecuencia este comienza a girar cerca al centro inamovible (templos, pirámides).
La ciudad entonces contiene un rasgo particular diferente de la posibilidad que la semeja con la polis griega que basaba su ordenamiento en este principio (Templos en el centro, sociedad alrededor). La particularidad está en que la ciudad maya no es limitada, es ilimitada en la medida en que el paisaje cultural se mueve constantemente dentro del paisaje natural. El pueblo, penúltimo peldaño y reflejo cosmológico de lo humano y los esclavos se precipitan alrededor de la “ciudad” centro; el territorio es un sistema en movimiento constante que gira en torno al centro inamovible y limitado. Una ciudad reloj, la maquinaria que es el corazón es estática, el pueblo, manecillas de la maquinaria se extiende y repliega sobre este centro.
No hay límite entonces (muralla, foso, etc.) que separe la ciudad del paisaje natural más si hay frontera entre la ciudad que se mueve y la ciudad quieta.
Por eso el centro de la ciudad se convierte en un no lugar como lo son hoy en día los centros comerciales.
Otro aspecto importante de la concepción de “lugar” en la cultura maya se encuentra dentro de la ciudad que se mueve: allí no sólo encontramos las residencias, los barrios podríamos denominar, sino que encontramos complejos residenciales basados en un solo concepto de edificio, encontramos pues una de las primeras posibilidades fuera del mundo aristocrático de organización urbanística gregaria uni-espacial: varias familias o clanes conviviendo en un solo edificio.
Por último es claro advertir que el usuario-hombre es una clave primordial de la ciudad, el habitante no sólo pertenece a un territorio de ecosistema sino que a su vez este se convierte en una imagen y objeto del símbolo centrífugo de la cultura. La guerra florida, los sacrificios sacerdotales y los juegos rituales de la pelota son sólo sistemas de utilización del lugar dentro del no lugar. Explico: al ser la ciudad una replica orgánica de la cosmología esta debe representar comportamientos que le den un equilibrio, la ciudad inamovible necesita moverse pero no de su lugar emplazado espacialmente sino en su no-lugar de emplazamiento intercomunicacional. Así el centro de la ciudad con sus sistemas ritualizados genera movimiento y el habitante deja ser habitante para pasar a ser objeto de consumo de los dioses. La ciudad entonces es en definitiva un símbolo y su lugar un mito.
El lugar se amalgama al “topos” natural como organismo que palpita. Hablamos de una ciudad viva, una ciudad criatura.