27 agosto 2019

INFANCIA




A Daney,
y todos los chiquillos de mi infancia

Los amigos del pueblo….
Esas son las palabras exactas para traerlos a la memoria,
para escarbar en los recuerdos y encontrar el pelo liso y delgado
en la testa pequeña y quemada que se había perdido en gastar las tardes
lanzando cometas al aire, ampollando los dedos y gritando a los desfiladeros.
¡Cuánta alegría era poner a volar una cometa!

Otros tendrán un mejor conjuro
para traer al chiquillo pecoso que sabía hacer camiones en madera
o que sabía pegar un derechazo como si se tratara de un mazo.

Yo tuve de los que son leales
y que no les temblaban las manos para meterle un puñetazo a otro.

De esos que sabían hacer una zorra de balineras
y conducirla con cuatro endiablados detrás
que terminaban, a carcajadas,
volando por el aire
y rompiéndose los dientes.

Amigos de carne y hueso
tan duros y valientes para ir a robar mangos
o levantar el techo de una cooperativa
y atosigarse la panza con galguerías.

Ahora que lo evoco
con esa nostalgia
del que va teniendo una historia para contar
miro al granuja y a la niña de la jardinera
sonriéndome desde la esquina
felices de saber que fuimos auténticos entre las calles
o en los salones del colegio
y los veo invitándome, desde la distancia
a otra tarde de esas donde se amó de verdad.

A mi mejor amigo le gustaba desbaratar radios
y hacer, a punta de martillo y escupitajos,
las reliquias que dejaban de lado a las canicas, el trompo o los helados.

Yo conocí a un niño que era capaz de lanzarse en una cicla
por cualquier pedazo de tierra mentada con el miedo
y otro que sabía pegarle al balón y mandarlo a los pantanos.

Aprendí de ellos esta cara entusiasmada del asombro,
y solía verlos, como quien mira una población de seres mágicos,
que les encanta la coca, el yo-yo,
las revistas de Superman y Tarzán y los muñequitos de los chitos.

Pero tenía un amigo
con el que no me daba miedo lanzarme desde cualquier barranco
ni de meterme al cementerio de noche para averiguar de los espantos.

Otros tuvieron la plaza o el atrio celando la pubertad
como una conejita entre las manos.

Y poco a poco ellos y yo nos fuimos metiendo años encima
o sea, anécdotas: despedidas para reír en las fiestas y en la vejez
y algún día…
También,
para llorarnos en la ausencia.

Esos amigos silbaban un lenguaje secreto
y sabían, cómo, a través de un chismógrafo,
delatar al corazón enamorado.

Yo tuve amigos para gritar un gol y una victoria,
para bailar con timidez esa canción que no se olvida,
pero también
tuve al amigo único
a quién le perdonabas su traviesa forma de ser malo
y con quien competías y luchabas para ser la mejor versión de tus repasos.

Yo tuve un amigo tan especial como un tesoro
y al lado de él, aprendí el coraje
y supe, desde entonces, que alguna vez lo iba a extrañar para siempre.

Construí con Cañabrava mis primeros refugios de hombre vagabundo
y con lianas lancé mi grito de libertad
mientras jugaba una guerrillera guerra de guayabas.

Tuve amigos curiosos para cazar,
en las noches,
arañas y alacranes,
y para hacerle cosquillas a las crisálidas
o acariciar la pelusa de los polluelos escondidos en los pinos.

Todos tenemos, sin embargo
un fiel secreto
de amor infantil hacia el mejor amigo
hacia aquel con el que no se tenía miedo a la hora de jugar con las machacas
o matar chulos a caucherazos ni pegarle una pedrada al que se metiera de sapo
que era la palabra correcta para tensar el brazo y el ojo y gritar groserías.

Los amigos del pueblo…
Esos eran todos,
se les conocía,
se les amaba…
Ahora son parte de un cuento:
con sus rostros siempre eternos en la infancia.

Zeuxis Vargas
27 de agosto del año 2019

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