A Daney,
y todos los chiquillos de mi infancia
Los amigos del pueblo….
Esas son las palabras exactas para
traerlos a la memoria,
para escarbar en los recuerdos y
encontrar el pelo liso y delgado
en la testa pequeña y quemada que se
había perdido en gastar las tardes
lanzando cometas al aire, ampollando los
dedos y gritando a los desfiladeros.
¡Cuánta alegría era poner a volar una
cometa!
Otros tendrán un mejor conjuro
para traer al chiquillo pecoso que sabía
hacer camiones en madera
o que sabía pegar un derechazo como si
se tratara de un mazo.
Yo tuve de los que son leales
y que no les temblaban las manos para
meterle un puñetazo a otro.
De esos que sabían hacer una zorra de
balineras
y conducirla con cuatro endiablados
detrás
que terminaban, a carcajadas,
volando por el aire
y rompiéndose los dientes.
Amigos de carne y hueso
tan duros y valientes para ir a robar
mangos
o levantar el techo de una cooperativa
y atosigarse la panza con galguerías.
Ahora que lo evoco
con esa nostalgia
del que va teniendo una historia para
contar
miro al granuja y a la niña de la
jardinera
sonriéndome desde la esquina
felices de saber que fuimos auténticos
entre las calles
o en los salones del colegio
y los veo invitándome, desde la
distancia
a otra tarde de esas donde se amó de
verdad.
A mi mejor amigo le gustaba desbaratar
radios
y hacer, a punta de martillo y
escupitajos,
las reliquias que dejaban de lado a las
canicas, el trompo o los helados.
Yo conocí a un niño que era capaz de
lanzarse en una cicla
por cualquier pedazo de tierra mentada
con el miedo
y otro que sabía pegarle al balón y
mandarlo a los pantanos.
Aprendí de ellos esta cara entusiasmada
del asombro,
y solía verlos, como quien mira una
población de seres mágicos,
que les encanta la coca, el yo-yo,
las revistas de Superman y Tarzán y los
muñequitos de los chitos.
Pero tenía un amigo
con el que no me daba miedo lanzarme
desde cualquier barranco
ni de meterme al cementerio de noche para
averiguar de los espantos.
Otros tuvieron la plaza o el atrio
celando la pubertad
como una conejita entre las manos.
Y poco a poco ellos y yo nos fuimos
metiendo años encima
o sea, anécdotas: despedidas para reír
en las fiestas y en la vejez
y algún día…
También,
para llorarnos en la ausencia.
Esos amigos silbaban un lenguaje secreto
y sabían, cómo, a través de un
chismógrafo,
delatar al corazón enamorado.
Yo tuve amigos para gritar un gol y una
victoria,
para bailar con timidez esa canción que
no se olvida,
pero también
tuve al amigo único
a quién le perdonabas su traviesa forma
de ser malo
y con quien competías y luchabas para
ser la mejor versión de tus repasos.
Yo tuve un amigo tan especial como un
tesoro
y al lado de él, aprendí el coraje
y supe, desde entonces, que alguna vez
lo iba a extrañar para siempre.
Construí con Cañabrava mis primeros
refugios de hombre vagabundo
y con lianas lancé mi grito de libertad
mientras jugaba una guerrillera guerra
de guayabas.
Tuve amigos curiosos para cazar,
en las noches,
arañas y alacranes,
y para hacerle cosquillas a las
crisálidas
o acariciar la pelusa de los polluelos
escondidos en los pinos.
Todos tenemos, sin embargo
un fiel secreto
de amor infantil hacia el mejor amigo
hacia aquel con el que no se tenía miedo
a la hora de jugar con las machacas
o matar chulos a caucherazos ni pegarle
una pedrada al que se metiera de sapo
que era la palabra correcta para tensar
el brazo y el ojo y gritar groserías.
Los amigos del pueblo…
Esos eran todos,
se les conocía,
se les amaba…
Ahora son parte de un cuento:
con sus rostros siempre eternos en la
infancia.
Zeuxis Vargas
27 de agosto del año 2019
No hay comentarios.:
Publicar un comentario