CON LA NOCHE EN LOS TALONES
Al salir tan bien provisionado de Girardot mi afán ahora se centraba en llegar pronto al Alto de Gualanday, el tramo de carretera después de salir de Girardot hasta Gualanday es uno de los tramos menos iluminados que hay en la ruta hacia el sur en el departamento del Tolima. Si me dejaba coger la noche, de seguro estaría más presto a un accidente, ya que en esta zona tan calurosa los automóviles toman pocas precauciones y ruedan a altas velocidades. Aceleré a lo que podía, la moto parecía entender el mensaje y con el viento a mi favor el avance pronosticaba una llegada justo en medio del véspero.
Pasé el puente de Girardot y sin mediar alguna esquela para el álbum de vaije atravesé el puerto de Flandes como un fugitivo, me adelanté por la llanura reseca y amarillenta repleta de jejenes, palomillas amarillas y saltamontes, hacia el pueblo de Chicoral. A lado y lado de la carretera observaba todavía los toldos de las vendedoras de mangos; mujeres de piel morena y de sonrisas espectaculares: mientras estuvieran allí, era seguro que tendría iluminación, el sol demoraba en caer, pero lo tenía al frente, me encandelillaba constantemente y los zancudos pequeños comenzaban a surgir de la arroceras, cruzaban la carretera de un lado a otro en enjambres que me dejaban repleto de una masacre velocista y con una sensación de rasquiña como si los animalitos hubiesen sido capaces de meterse por entre las costuras de mi traje; en la plaza de Girardot preví esta situación, sabía que esto podía llegar a suceder, pero ya estando en el centro del huracán no podía quedarme a pensar en otra solución más que en seguir acelerando hacia Chicoral.
El recorrido por esta zona tórrida de la región del valle del magdalena es de suma singularidad debido a que el paisaje se encapricha con la creación de una tierra de color pastel reseca donde los arbustos y los mangos crecen sirviendo de límite entre las hectáreas y hectáreas de cultivos de arroz y otros cereales, otros parajes por su lado sólo están repletos de una aridez supurante.
Eran casi las 6 de la tarde cuando llegué a Chicoral. Un policía en la estación del pueblo me ayudó con Gasolina, yo tenía dinero, pero mientras pudiese conseguir ayudas gratuitas podría avanzar ahorrando lo que pudiese.
Subí el alto de Gualanday con esmero, aunque el véspero ya insinuaba la pérdida total de los colores, el camino sinuoso que se me presentó en el ascenso fue casi un tramo de satisfacción, sabía que en cuanto lograra coronar el pequeño recorrido fracturado, repleto de curvas, ya podría cantar una victoria asegurada, estaría a no menos de quince minutos de la ciudad de Ibagué.
Sobre el valle que forma el río Coello, los kilómetros se convierten en un viaje tórrido donde el sopor promueve la reverberación de colores desérticos y la ataraxia entregada al ánimo culminante de la canícula, del crepúsculo fulminante. Al fondo veía los pastizales resecos y de vez en cuando grupos de aves cruzando el cielo en busca de su refugio parecían promover la sombra de una nube. La ciudad se comenzaba a perfilar con sus pequeños edificios y sus casas escalando el valle. Había dos alternativas; o escogía la carreta alterna que circunvala la ciudad o ingresaba en el centro y de allí me lanzaba por el terminal hacia Cajamarca.
Un ruido poco normal en el escape de la moto me hizo decidirme por la ciudad. Busqué un taller de motos sospechando que algo andaba mal, en la calle de los talleres de motos di con unos jóvenes que, cuando me observaron llegar denunciaron que yo era uno de esos soñadores de carretera que necesitaba de su ayuda. El primero en saludarme fue el chico rudo de rasgos aindiados reveladores de su origen pijao que el viajero puede descubrir sin problema en la fisionomía de la gente exótica del Tolima, su semblante tosco, calzaba a la perfección con su tendencia afiebrada por la velocidad; lo más que puedo recordar, es que su rostro era sonriente, caso especial de la tradición contemplativa de los rostros indígenas, tenía también un esqueleto negro que parecía más un artilugio de presentación de su carácter. El otro joven mostraba una juventud arrasada por cierta madurez caída de golpe en las expresiones más ingenuas que siempre hay en la sonrisa o en la mirada de un hombre, se notaba que la paternidad lo había sonsacado de su lugar privilegiado y que ahora el oficio era un lugar de confort donde equilibraba su destino. Aquel era un chico de tez blanca y vestía informal, sin embargo sostenía un ánimo de líder inigualable que lo hasta la fecha había logrado patrocinarle sus quimeras de comercio y carreras ilegales de motocicleta.
Dios estaba de mi lado. Los chicos querían conversar y saberlo todo; me llamaban loco, se reían y hacían bromas, lo más extraño e ilógico para ellos era, que yo, estuviera pretendiendo un viaje de tal magnitud en ese triciclo como comenzaron a denominar a la moto.
Después de un buen momento de chistes y anécdotas y de consejos para el viaje, los jóvenes me propusieron, sin dar nada a cambio, que se sentirían muy honrados de rectificar y añadir algunos pequeños detalles a mi moto para que me fuera mucho mejor. No podía decirles sino Gracias, el agradecimiento, como moneda de cambio, comenzaba a surtir un efecto brujo en mi personalidad.
Mientras arreglaban la moto, la mujer de uno de ellos me invitó a comer sopa y un plato con frijoles. Supe que los ciclistas de la vuelta a Colombia estaban pernoctando esa noche en Ibagué y que las fiestas de san Pedro comenzaban justo en esa semana. Los chicos me hablaban de aquello como si dieran cuenta de viejas noticias, de un informe aburrido que sólo servía para engrandecer mi empresa, se notaba en sus ojos una gana de querer salir conmigo a coger la carretera y dejar todo botado, la realidad, su realidad, no era nada; aun, con las fiestas y los ciclistas de la vuelta a Colombia, mi aventura era una mitología y mi moto la tésera que guardaba y configuraba el lenguaje oculto de sus sueños, de algún manera mi comienzo los hacía comulgar con su delirio de libertad.
Pronto uno de ellos se me acercó y me sonrió mientras me palmeaba en la espalda: – amigo, tu moto está lista, ya no se recalentará tanto, tiene un suministro de ahorro de gasolina que se adapta a un mecanismo de control de apertura y cierre, además cuenta con un dispositivo nuevo de enfriamiento del motor, te hemos puesto guayas nuevas y una pastillas de frenos traseros, los de adelante corren por tu cuenta, puedes llegar hasta Armenia y mañana cambiarlos. Lo más seguro es que hoy subas la Línea, así que te hemos puesto un foco de luz halógena para la niebla. Cómo vez, tú, estás loco, y nosotros también, así que espero nos incluyas en tu libro.
- Claroooo. Les dije, y partí sin haber logrado conocer nunca sus nombres.
LA NIEBLA FUE LA ÚNICA COMPAÑERA.
De Ibagué salí con el corazón hinchado de una alegría rara, Si Dios existía entonces él estaba muy contento con mi viaje porque me estaba patrocinando casi todo.
El Dios judeo-cristiano custodio de la balanza de lo bueno y lo malo, aquel ojo revisionista fundador de la dialéctica represiva, y ahora el ser platónico, demiurgo y hacedor de la escolástica tomista y del renacimiento discursivo luterano me confería en la medida de lo posible el regocijo, de que yo, como imagen creada y la más parecida al original, pudiese gozar de su creación infinita, yo era esa criatura moviéndose y viviendo en plenitud como tributo de su imagen y su semejanza. Sin embargo estas ideas teológicas no me bastaban para sentirme acreedor de un premio mayor, algo en mi individualidad como ser, no como ser individualista, me empujaba a conferirle a mi viaje una noción hierática que no se basaba en su raíz de sagrado sino en su cercanía con lo divino y que desde mi descubrir encajaba con el acto adivinatorio que el caminar me otorgaba. El ser móvil a-divinando, el ser desde su raíz romana, el destino sinónimo en este caso del tiempo me otorgaba, el privilegio de los arúspices (del etrusco haru ‘entrañas’ con el verbo latino spicio ‘mirar’), yo era ese arúspice, ese mirar desde las entrañas. Al revisar esta afirmación señalo que al decir tiempo o destino hago referencia por síntesis a que quién me otorgaba el atributo divino era la epifanía, mi alcance desde mi búsqueda misma de carácter de homo divinus: sólo el hombre que es capaz de desentrañarse para mirarse es quien logra darse el don de arúspice. Aquel que mira desde las entrañas a la vez se atribuye y se dona. Una versión muy propicia para la poesía y para el esclarecimiento de la inspiración o la develación. Mientras más me adentraba en i viaje más cercanía sentía hacia la frase de Artaud: “Yo. Antonin Artaud, soy mi hijo, mi padre, mi madre... y yo mismo, Pero no entré en este mundo por las puertas de la matriz. Mi nacimiento ha sido una lucha horrible, una guerra espantosa, un pecado sin nombre.” Así el hombre, en su lucha, en mi viaje, en ese mirada hacia las entrañas, lo que hace es redescubrir al hombre.
Mi viaje era, en conclusión, un Redescubrimiento del Hombre.
Ahora miraba el pecado mismo como una revelación, como el acto de la adivinación mayor, pero de este tema que merece una mayor profundidad, hablaré más adelante, en otras regiones más tórridas tal vez.
De Ibagué a Cajamarca la carretera se deshilvana por entre un nudo de montañas cafeteras y plataneras. Los abismos son constantes y los puentes entre un vacío y otro suelen embrujar la forma de este lugar maravilloso que comienza a reflejar la vida del campesino original de nuestra tierra.
El viaje hasta Cajamarca fue rápido, sólo recuerdo sombras y vacíos que sabía terminaban en abismos insondables.
Estaba sumamente concentrado en la carretera; las curvas eran el mayor peligro, muchos carros suelen salir muy abiertos invadiendo el carril contrario así que hay que rodar con precaución.
Llegué a Cajamarca con el tiempo exacto para predecir mi futuro ascenso. Ahora todo se basaba en tener la fuerza necesaria, el ánimo y la energía para comenzar la subida hacia la línea.
Saliendo de Cajamarca hay una pequeña estatua de la virgen del Carmen. No sé porque paré allí unos segundos. De hecho mi libro de viajes está repleto de una noción religiosa que discute entre lo ortodoxo y lo iconoclasta y que deviene de ese profundo cariño que me dio, el pavor de la religión tradicional, en mi niñez y que no es otra sino la herencia de una impronta jesuítica precursora de toda la política y la sociedad Colombiana. Yo, como hijo de esa congregación, de esa comunión con lo sensible, como masa poética hipersensible y enunciadora asombrada de lo sagrado, quería un consuelo, una fórmula para lo que iba a comenzar a enfrentar, busqué en los ojos de esa imagen de yeso o cemento una respuesta, pero no había nada.
Una familia de montañeros que salían de entre la noche me saludaron y me desearon buen viaje, aquella aparición que me devolvió a mis primeros espantos, quizá fue la forma de la virgen para desearme un buen augurio. Me sentía muy raro, nunca había sido devoto, sin embargo sabía que en mi interior un clamor religiosos colmaba todos y cada uno de mis pensamientos, es más, siempre me había considerado un agnóstico irreconciliable con cualquier tipo institución o doctrina, pero ese Escepticismo, esa noción agnóstica antípoda de lo seguro empezaba a flaquear y comenzaba a sentir una necesidad, un cierto furor de consolación entre lo invisible y las pulsiones inevitables de ese salto de fe tan humano para salvarme.
Justo después del peaje vi la luna, una luna hermosa que viajaba en el firmamento acompañada de un halo casi anaranjado muy boreal de santa Nizscheteana; la luna alemana es un monje pero la luna que yo miraba no sabía alemán y sin embargo extendía ante mis ojos el halo bendito de los canonizados, como representación afirmativa y protectora de mis ruegos.
Estar de frente ante mi primera luna y justo frente al inicio del ascenso de la gran montaña fue un momento más que epifánico en suma un momento feérico, o sea un momento poético, dado al sello divino de lo adivinatorio. El alto de la línea inicia después del peaje de Cajamarca que está muy cerca de la división territorial entre los departamentos del Tolima y el Quindío, justo después de que uno pasa el peaje, se comienza la curva que da inauguración a la aventura sinuosa.
No comencé a subir de una, sino que me tomé un café que unos campesinos vendían en termos al lado del camino, charlé un rato con los vendedores de tinto y me puse una ropa más efectiva para el frío, los que bajaban, en su mayoría camiones de un troque y dos troques, me advertían de la poco visibilidad que había en la montaña, al parecer la Línea estaba “tapada” por la niebla. Lo más seguro es que hubiese algún trancón o varios dentro del tramo.
Me despedí y comencé a subir, la Luna sumaba en esa noche una claridad espectacular pero sabía que esa iluminación duraría poco.
Dos horas generalmente se gasta uno subiendo y bajando el alto; si las cosas salen bien, lo más seguro es atravesar dicha geografía en ese tiempo pero cuando las cosas no están tan simples, el recorrido puede durar horas y horas. La niebla comenzó a aparecer, parecía un gigantesco fantasma abalanzándose a cada tramo sobre mi moto. En algunas partes me tocaba parar por completo, intentar visualizar el terreno que tenía adelante y seguir con precaución, en otras debía dejar pasar al fantasma, esperar que se disipará la blancura mientras los dedos se entumecían y luego intentar seguir casi encalambrado, sin embargo, aquel gigante, hecho de partículas de nube o agua, era mi única compañía entre lo más negro y silencioso de esa altura.
Avisté las torres con las veletas y las luces guías de la cumbre justo cuando menos podía observar la carretera, no sabía qué hacer. Apenas llegara a la cumbre me esperaba un descenso parecido y yo no estaba completamente de lo seguro que iba, ahora no sólo era un reto contra la naturaleza sino contra la máquina misma que no llevaba freno delantero. Lo más posible era que la moto se arrastrara por el peso del equipaje y por el congelamiento de la carretera, en esa bajada, cualquier hazaña tenía como subtitulo el suicidio. Por si las moscas decidí amarrar el motor poniendo la moto en primera y pisando el freno a la entrada de cada curva para que no reculara en las bermas.
El descenso estuvo más que peligroso, había cantidad de trancones en la vía, así que para lograr parar del todo debía atravesar la moto en mitad de los camiones y apagarla. Algunos camiones no daban espacio alguno para pasar o frenar, la Línea ya no era una línea era un laberinto, un paso del estigia, un limbo.
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