Poco sabía de aquella zona selvática, en aquel tiempo era demasiado ingenuo y aunque la guerrilla era dueña de los montes yo seguía creyendo que los combatientes de aquellas causas revolucionarias en nada se parecían a los campesinos con los que comúnmente me cruzaba en el camino y si más bien tenían el vivo reflejo de los mercenarios y los bandoleros.
Me habían mandado por tierra, la misión era llegar de incognito, no causar ninguna molestia e incomodidad y mucho menos despertar sospechas, en aquellos días por dicha zona en la que me encontraba se esperaba la llegada del comandante y eran muy común los conflictos y las muertes a desconocidos viajeros.
La ruta era algo difícil debido a mal estado de la carretera y por consiguiente a las secuelas que el invierno dejaba cada día. Avanzaba en una moto de bajo cilindraje sorteando charcos inmensos como piscinas y bordeando senderos que más bien parecían caminos de herradura que tramos realizados para el tráfico vehicular.
En más de una ocasión estuve a punto de ser devorado por los derrumbes constantes y siempre que la motocicleta quedaba enterrada me era necesario bajarme y durar horas y horas ensayando formas de avanzar entre el lodo y la niebla.
En realidad era una aventura total, a pesar de que toda aquella geografía estaba declarada como zona roja, yo sólo veía una vorágine que me causaba felicidad y tranquilidad.
Los soldados bajaban de vez en cuando a hacer retenes sobre la carretera en grupos de diez o quince. A pesar de su empeño por presentarse decentemente ante los viajeros se les notaba en la ropa camuflada y en su aspecto un agotamiento y un desgarrador degeneramiento causado por la humedad y las condiciones extremas de la selva.
Allí era difícil hacer la guerra, el verdadero desafío era sobrevivir a la intemperie y las exigencias de la naturaleza.
Las veintitrés mil hectáreas estaban declaradas como patrimonio de la humanidad, patrimonio donde se daba un combate por los ideales y por las mafias más que por los recursos naturales.
Los indígenas solían atracar los buses con machetes en alto, bajaban de la sierra cuando escuchaban el motor y se abalanzaban sobre las trampas descomunales de barro y agua que creaban entre el camino, estos tramos eran los más peligrosos ya que los agujeros podían casi tragarse por completo la motocicleta.
Llevaba ya día y medio transitado aquel paraje aprensivo cuando me encontré con un torrentoso chorro de agua que caía por entre un peñasco de roca caliza, la cascada caía estrepitosa creando un ojo de pescado a la orilla de la carretera y pasaba hacia el abismo cruzando e inundando toda la vía.
Al otro lado estaban tres chicos que no pasaban de los quince años, había entre ellos uno de color, un negrito con una sonrisa espectacularmente alegre y blanca. Los otros dos eran un indio y un mestizo con pinta de ganadero, vestían apenas unos pantalones y unas botas, el mestizo llevaba una gorra camuflada y una soga de enlazar.
Iban con algo de prisa y el negrito llevaba una olla, quizás necesitaban llevarla a alguna parte. Cuando me vieron forcejeando intentando pasar la inundación, se quedaron contemplando con mucha curiosidad mi accionar ya que al parecer les llamaba la atención y les causaba gracia mi empeño por seguir adelante.
No se resolvieron a ayudarme, pero si a sonreír y a aplaudir mis errores, estaban seguros de que pasaría y además querían dejarme hacerlo, sabían que yo también me estaba retando porque de no ser así mi grito de auxilio no se hubiese echo esperar.
Después de algunos minutos logré por fin pasar el torrente y quedar a salvo de nuevo en el camino. Los chicos me felicitaban y se mostraban admirados ante mi proeza, de hecho admitían que había sido una locura haber hecho el intento de pasar ese tramo con la moto en marcha. Generalmente se amarraban y se remolcaban hasta pasar. Yo había, entonces, logrado lo imposible.
El indígena poco sonreía y luego de un examen algo desconfiado me solicitó que llevase al pequeño junto con la olla hasta un campamento que había diez kilómetros más adelante.
Sabía que no podía decirles que no, que de hecho mi vida estaba peligrando. No sabía de qué bando eran aquellos chicos, además la noticia de la llegada del tal comandante había enervado los ánimos de todos los varones por esos días. Los chicos olían a guerra. Sin embargo algo que puede llamarse estupidez o coraje me incitó a responderle al indio que llevaría al pequeño sólo con una condición y es que yo estaba algo hambriento y había notado que ellos llevaban algo de comer.
El indígena entendió mi oferta y de inmediato me ofreció algunas frutas y un poco de agua. Nos despedimos y mientras nos alejábamos agradecía a Dios por haberles concedido cierta compasión a esos desconocidos que muy bien me hubiesen podido matar, picar y desaparecer entre esas montañas.
El chico estaba feliz, no paraba de hablar y de proferir imprudentemente cosas que sólo se confiesan cuando se es muy joven para reconocer que se deben callar.
Al parecer la olla la llevaba para festejar la llegada del comandante, se le esperaba con ansia; los aldeanos decían que su presencia era inmediata y necesaria. El chico me ponía nervioso, era muy atrevido en sus comentarios y se notaba que le gustaba correr riesgos, cada vez que dábamos con recorridos defectuosos repletos de mil obstáculos se ponía feliz y su entusiasmo parecía engrandecerlo. A veces los problemas se resumían a troncos inmensos de árboles que se habían podrido hasta derrumbarse sobre la vía, otras a derrumbes y volcanes que apenas si habían dejado algo de bancada transitable.
Aquello era más que aventura para el chico que saltaba y gritaba de alegría, golpeaba la olla con sus menudas manitas y mostraba su sonrisa de algodón mientras me incitaba a aumentar la velocidad.
Para apaciguar un poco su arrebato decidí hacerle una pregunta crucial
― ¿Sabes manejar?
― No señor. Pero aprendo rápido
Ante su respuesta encendida, se me ocurrió la idea de enseñarle al adolescente a controlar el vehículo.
Llegamos a una parte no muy peligrosa, del lado izquierdo una pared de piedra y del otro una sabana inundada e selva.
Si se caía no había peligro de que rodara por un precipicio o algo parecido. Perdimos algo de tiempo pero el chico quedó fascinado, al principio aceleraba con desespero luego fue reconociendo la fuerza del motor y fue dando con la potencia ideal para controlarlo.
Como agradecimiento me invitó a bañarme a un pozo que el conocía muy cerca de allí donde el agua era totalmente pura. El paraje era hechizante y me hizo olvidar por algún rato de todo el peligro que corría.
Después de bañarme, proseguimos el camino hasta un parador improvisado en palmas y troncos que había al costado de la carretera.
El chico se bajó decidido y llevándose la mano hasta la frente con gesto marcial me gritó.
― ¡Bienvenido comandante!
Yo lo miré directo a los ojos buscando reconocer tal inteligencia y respondí.
― No fue nada chico.― Dejamos la moto a un lado del camino y nos internamos en la selva.
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