22 junio 2011

LAS BRUJAS DE SALEM.





Tan conspicuo se hizo en el martirio de las brujas, que es lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una mancha en él. Una mancha tan honda que debe perdurar en sus viejos huesos, en el cementerio de Charter Street, si ahora no son polvo
Nathaniel Hawthorne.

La juez golpeó fuerte:

- Puede comenzar!

Carta 1

- Querido amigo, “me he recluido; sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de que eso iba a ocurrirme. Me he convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo y ahora ya no doy con la llave, y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir”[1]. Hace doce años que admití a una serpiente en mi estómago y desde ese tiempo la he alimentado sin que pase una sola noche que no deje de atormentarme; salir a la calle sería dejar al descubierto que la maldición se hizo realidad.

Siempre tuyo. Hawthorne.


Carta 2

A la muerte de mi padre cosas demasiado extrañas sucedieron en nuestro hogar; mi madre al día siguiente se recluyó en su dormitorio. Desde la puerta, Lousia, Elizabeth y yo, escuchábamos, incapaces, un sollozo débil y sórdido que provenía del interior.

Mis hermanas pronto imitaron el comportamiento desasosegado de mi madre y echando llave a sus alcobas dejaron marchitar allí, adentro, su juventud y su herencia. No sé que atmósfera desapareció con la muerte de mi padre, lo cierto es que la casa se tornó oscura y silente. Tituba, la única esclava que padre trajo de Los Barbados, decidió no abandonarnos, desde entonces comenzó una rutina meticulosa y pusilánime. Su constancia la convirtió en guardiana de nuestras neurastenias; algo de ángel y demonio pasó a concentrar cada acto de nuestra casera: no dejarnos morir pero tampoco salvarnos de nuestra tragedia fue el oficio determinante de su vida.


Siempre tuyo. Hawthorne.

Carta 3

Cuando llega la hora de desayunar, de almorzar y de cenar, los pasos de la esclava suben las escaleras; la guardiana nos deja la comida en una bandeja en el corredor que da a cada alcoba. No voy a negártelo, sólo abro la puerta para recibir los alimentos, dejé hace mucho tiempo el paseo que solíamos hacer en compañía de nuestras prometidas hasta la capilla de Salem. Mis cabellos están canos, mi tez antes morena ha claudicado a un color lunar que parece agudizar más la melancolía, sigo siendo delgado, pero he olvidado el mar y ya no hay ninguna cubierta bajo mis pies que hamaque mis onirismos.

He olvidado para siempre el lugar del mundo donde nace el sol en Massachusetts, todo es gris amigo mío, todas las noches arrojo mis escritos en la taza y jalo de la cadena como si con ese acto expiara el pecado que pesa sobre mi raza.

Siempre tuyo. Hawthorne.

Carta 4

Tituba sostiene a veces densos monólogos frente a la puerta de cada dormitorio; nos muestra el mundo, nos trae noticias de ese universo que cada vez es más borroso e increíble. Hace días llegó hasta mi puerta y dejó deslizar por debajo de la luz, unas cartas que al parecer provenían de amigos de la taberna Bridget Bishop. Algo me iluminó el rostro, una vulgar reminiscencia me hizo posible la minúscula, extraordinaria y última sonrisa.

Mi mirada es el único vestigio de humanidad, en mí, que no se ha perdido, el resto se ha ido ocultando entre la barba. He abandonado ciertos hábitos y ahora mi presencia me acerca más al náufrago que al mendigo. Sin embargo mantengo un firme régimen: me levanto muy temprano, me aseo, me visto y paso media mañana leyendo el antiguo testamento, después camino largamente alrededor de mi escritorio, como y lloro, la tarde la preludio haciendo figuras en papel. Extrañas e inquietantes figuras pueblan casi todo el dormitorio; la mayoría son máscaras, rostros y semblantes que mecánicamente voy urdiendo hasta el crepúsculo.


Siempre tuyo. Hawthorne.

Carta 5

Hay una pesadilla que me despierta todas las noches a la misma hora. Estoy en un mercado egipcio, unos hombres me han atado y me están vendiendo por cualquier cosa, noto envidia, crueldad y soberbia, el miedo me invade, no les importa cuánto les puedan dar por mí, la intención reflejada en sus sonrisas es la de convertirme en un esclavo, el horror llega cuando descubro que todos esos hombres son mis hermanos. Pero lo atroz, el infierno, se da cuando al darme la vuelta me encuentro con que mis compradores son las brujas de Salem, sus carnes están calcinadas por el fuego, sus manos despellejadas se extienden buscándome, la monstruosidad de su inevitable tortura me acorrala y me despierto gritando.

Ya no puedo soportar más este suplicio, al igual que mi padre, el remordimiento me carcome como si del mismo buitre de Prometeo se tratara. He considerado que mi única salvación es la suplica…“no sé si mis mayores se arrepintieron y suplicaron la divina misericordia; yo, ahora, lo hago por ellos y pido que cualquier maldición que haya caído sobre mi raza, nos sea, desde el día de hoy, perdonada”[2].

Espero que todo salga como lo deseo y que Dios nos ampare. Siempre tuyo. Hawthorne.



- Esta es toda la epístola mi señoría.

- Gracias señor Longfellow, puede retirarse. Ahora quisiera que el señor Parris compartiera con nosotros lo que a bien quiso exponer como declaración. Por favor reverendo.

- Sí, claro, pero no sé en qué pueda servir mi testimonio, sin embargo, he de confesar que la última vez que vi al señor Hawthorne “Lo encontré saliendo de su casa y le di los buenos días... él pasó de largo... llorando”[3].


Sí. 
Parris no se ha equivocado, iba llorando. 
Pronto el caso será archivado, le dirán a mi madre y a mis hermanas que me he suicidado, que la muerte de mi padre me desgarró hasta conllevarme al fatal hecho, ellas no podrán creerlo y se afanarán todos los días por estar listas y bien presentadas para mi regreso.

Como han cambiado: están envejecidas, herrumbradas por la nostalgia y la soledad, pero que felicidad siento; al fin han salido. Siguen vestidas de luto, pero sé que lo que he hecho pronto hará que su comportamiento y su vestimenta cambie para siempre, Tituba está feliz, intuye lo mismo que yo, sabe que mi desaparición forzó a mi familia a salir de su encierro, de alguna manera mi plan ha funcionado, sin embargo, mi pobre amigo Longfellow es quien me preocupa, está meditabundo, acabado, nunca pensé que mi carta fuese a causarle tanto dolor. Si tan solo supieras amigo, que “en el desorden aparente de nuestro misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema con tan exquisito rigor – y los sistemas entre sí, y todos a todo – que el individuo que se desvía un solo momento, corre el terrible albur de perder para siempre su lugar”[4]. Yo he perdido el mío por amor. Amigo, ahora soy Wakefield.

Esto pensaba el extraño personaje. Escondido tras la peluca rojiza, los anteojos negros y el sombrero de ala gris, mientras la familia Hawthorne abandonaba la sala. Antes de salir, la esclava Tituba se acercó hasta el oído del insólito asistente y le susurró: Señorito puede usted vivir ahora tranquilo, todas las brujas lo hemos perdonado.






[1] Nathaniel Hawthorne en una carta que le escribió a Longfellow en 1837
[2] Nathaniel Hawthorne.
[3] Arthur Miller: Las brujas de Salem
[4] Fragmento del cuento Wakefield de Nathaniel Hawthorne 

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