21 mayo 2011

FLAMINGO.


Ilustración bajada del buscador de imágenes de Google.com



Todo comenzó el día en que Eloina le dio por comentarle a su negro Dámaso, la verdad sobre la desaparición de su padre.

Si tan sólo se hubiera contenido aquella noche jamás hubiera pasado lo que pasó, pero su amor y su obsesionada alma de mujer protectora no le permitieron llevarse a la tumba el secreto familiar y antiquísimo que su sexagenario padre le había confiado meses antes en el rancho mientras arreglaban los pescados para el almuerzo. Eloina le confesó a Dámaso, lo del olor rosado que bajaba de la sierra sólo porque estaba cansada de que el negro se la pasara todo el día y toda la noche alrededor de ella pronunciando la eterna pregunta como un grillo fastidioso, pero sobre todas las cosas absurdas que había intentando Dámaso para averiguar el secreto familiar que guardaba su mujer, lo que la llevó a expulsar, una a una, las palabras secretas, fue la última decisión de Dámaso que consistía simplemente en no volverla a tocar mientras ella no le dijera lo que sabía. Esta sentencia que presagiaba noches calurosas y aburridas, fue la que llevó a Eloina a sucumbir y confesarlo todo.

Por sobre todas las cosas, aun era verdad que lo amaba y que las caricias animalescas, casi bestiales que le brindaba su negro le hacían falta, quizá era también verdad, que Dámaso sólo servía para pescar, pero en el fondo ella sabía que el último recordatorio naufrago de los guerreros africanos en las tierras de la guajira, estaba en aquellos músculos bañados en almizcle, en aquellos dientes blancos que semejaban algodón incrustado en la sonrisa.

Eloina podía aguantarlo todo menos que su hombre dejara de hacerla sentir mujer. Al principio no le prestó mucha atención porque pensó que Dámaso dejaría esa idea loca en uno o dos días y que su hombría y sus hormonas los obligarían a metérsele a su hamaca. Pero los días pasaron como si en ellos la costumbre no hubiera logrado su razón de ser y tras la perdida de los primeros recuerdos, Eloina comenzó a sentirse vulnerable y sola. Dámaso estaba dispuesto a lanzar su vida al olvido y en ella, llevar, como en un tren, vagón tras vagón, a todos aquellos que habían asistido a su existencia.

Pero la cura fue peor que la enfermedad y después de una semana de placer incontenible el negro volvió a la playa con los ojos perdidos de ansiedad. Eloina lloró. Al principió, sus comadres solían visitarla todas las tardes llevándole pócimas que aseguraban le devolverían a su esposo, pero los días pasaban, sobre el techo raído de su rancho distanciando el amor, el hábito y la vieja manía de dormir abrazada a aquella mole negra de músculos que ahora dormían como troncos podridos sobre la playa.

Los indios que bajan de la sierra solían observarlo con picardía intuyendo locura y obsesión en la mirada perdida de Dámaso. Toda la gente del pueblo intentó persuadirlo de su locura pero los intentos, todos, fueron en vano. La anciana Carlota profesional en crear alegatos y discusiones, instruyó durante seis días a Eloina para que después de una fuerte chapucería hecha con reproches y chantajes el negro volviera a ser ese hombre sumiso a la obligación sagrada del matrimonio. Eloina gritó, manoteó, golpeó y cacareó en vano; al atardecer, Dámaso seguía sentado en la playa y más concentrado que nunca en hallar el color preciso en la brisa que bajaba de la sierra.

Eloina y siete mujeres (las únicas mujeres de aquel refugio alegre de pescadores), se devolvieron al anochecer del quinto mes, rendidas para siempre. Sólo algunos amigos incondicionales siguieron visitándolo a la playa dejándole cocos, pescados fritos, ñame cocido y queso rayado, lamentando la tragedia por el negro que de un puñetazo solía, todos los domingos, apaciguar el mar enfurecido, para que el cura pudiera dar el santo sermón sin distracción alguna.

Toda la ciénaga pronto se llenó de turistas que iban y venían de un lado para otro. Pronto la tragedia se convirtió en bendición y pronto el empleo llegó a todo el caserío gracias a la milenaria estatua negra que se erguía sobre la playa como tótem protector de los pescadores.

Esa estatua viviente y protectora, convertida en leyenda y en poco tiempo en mito, era nada menos que Dámaso. Los gringos cruzaban la ciénaga a pie muriendo en la travesía, otros se lanzaban en chalupas y por no saber navegar en aguas de treinta centímetros de profundidad encallaban convirtiendo la ciénaga en un barrio inundado repleto de toldos por aquí y por allá. Gentes de todos los colores y razas llegaban al otro lado de la ciénaga sólo para ver al hombre estatua que había sido bendecido y convertido en protector de los pescadores por el mismísimo “Emeterio el navegante”

Los más osados se atrevían a afirmar que Dámaso era una replica exacta de “Emeterio el navegante” otros que era su hijo bastardo y los más tímidos tan sólo mascullaban frases que solían comunicar una herencia onírica que había legado “el dios-pescador” al negro más fuerte de la región.

Era cierto que el dios pescador o Emeterio el navegante había señalado muchos años antes a aquel lugar como su sitio de descanso, también era cierto que ese su dormitorio de los sueños debía tener un guardián y ese guardián era nada menos que Dámaso.

Eloina pronto olvidó la ofensa, ya que toda la gente miraba en ella a la esposa del protector y el conserje.

Eloina borró de su cabeza los días tristes en que iba y se abrazaba a esa estatua humana y le rogaba susurrándole al oído que volviera y pronto sus manos se convirtieron en dos culebras que solían perderse entre los agujeros llenos de plata que traían las mochilas de los indios. Administradora de la economía del lugar, Eloina mando construir alrededor de Dámaso una ranchería descomunal que era el sitio predilecto de todos los turistas y que acrecentó la fama, los hoteles, las cámaras fotográficas y los ladrones.

- La verdad negro, es que mi papá se fue detrás de la gran guaca del Tayrona y logró encontrarla gracias al color rosado que bajó una vez de la sierra. ─ esta frase seguía dando vueltas y vueltas en la cabeza de Dámaso. El mundo afuera cambiaba vertiginosamente, los días pasaban, las noches traían brisas verdes, las mañanas vientos azules, los mediodías colores rojizos y amarillos y los atardeceres solían traerle a Dámaso brisas estáticas, tranquilas, sin color, apenas con suave sabor a coco y vísceras recién sacadas. Su piel se había cuarteado como el desierto que circundaba la ciénaga, su pelo había desaparecido y en su lugar había nacido un alga grisácea sobre la cual se posaban las gaviotas, pero dentro de su cabeza el negro Dámaso sólo repetía la frase y sin dejarse llevar por los acontecimientos que el espacio le brindaba esforzaba todo su cuerpo para convertirlo en toda una máquina olfatoria. Llegó el tiempo en que a Dámaso le bastaba con crispar los vellos de todo su cuerpo para saber el olor de determinado viento que corría o para saber si su mujer ya se había levantado en el nuevo caserón que quedaba a trescientos metros de allí.

Sobre todas las cosas el seguía amando a Eloina y aunque nadie, ni siquiera ella misma lo entendiera, ese esfuerzo temerario lo llevaba a cabo por amor.

El mes de diciembre hubo luto, Los tres pequeños de mulato Ancizar, el guía parrandero, habían sido encontrados muertos en el arrecife vecino por donde llegaban los buques de contrabando cargados de turistas también de contrabando.

Algunos afirmaron que se había tratado de un simple accidente, otros, en cambio, que el protector de la región empezaba a debilitarse y que su poder tan sólo servía para hipnotizar los peces.

La noche en que velaron a los niños, mientras el pueblo entero se ocupa en darles el mejor adiós a sus pequeños el negro Dámaso sintió el color rosado que bajaba como boa en celo de la sierra nevada.

Al principio confundió las luces del funeral con los espíritus tutelares de la familia de su esposa pero pronto reconoció que allí sólo había tres cadáveres y un montón de gente llorando y rezando.

Este descubrimiento casi le hace perder el olor rosado que bajaba. Recobrado de su aturdimiento y de su tristeza, lanzó un largo cantó onomatopéyico que fue escuchado por las gentes e interpretado como la despedida que desde el más allá le hacían los niños a su padre.

La brisa se metió en la ciénaga con una ansiedad exagerada y virgen. Dámaso empujó la chalupa, desenterró su remo y comenzó su navegación detrás de un olor que se hacia cada vez más fuerte.

Dámaso jamás supo hacia donde había direccionado su barca y cuanto había navegado, lo único que supo fue que por fin había llegado.

Supo que estaba llegando a su tesoro por la intensificación del olor que por un momento se hizo irrespirable y por el coro de flamingos que de pronto rodearon la barca y le confirmaron que al fin había llegado a su destino.

Dámaso bajó de su chalupa, tembloroso, le costó echar dentro de la canoa el remo, luego, ya un tanto más tranquilo empujó hacia la deriva su embarcación y después caminó al encuentro de las aves. Mientras se acercaba Dámaso sintió por vez primera la felicidad, luego sintió el furor asombroso de sus piernas alargándose y como sobre su cuerpo, tiernamente, le comenzaban a nacer tiernas plumas de flamingo.

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