25 abril 2011

LA CALLE DEL PECADO.


Extracto de la novela “Hongo”



Se agitó el cabello, hizo un movimiento de contorsionista como si despedazará su espalda y desapareció, aquel acto era en realidad la formulación exacta de su vida: ese pedazo de amasijo entre cuerpo y mente que funámbulo se había desterrado de todo buscando su origen. Su gesto obedecía a este pulso y al esquema básico de su mecanismo de defensa: mover el cuerpo de esta manera enigmática y sorpresiva era la forma de Oscar para preparase ante lo desconocido, era asumir una pose de alerta, de impulso. Despedazó su pereza adormilada, aferrada como una garrapata a su médula, y como si fuera a iniciar una errancia, lanzó, a todos, un gesto tierno y odioso; algo inicial y clausurante como su vida misma; un apunte irónico que declaraba la total unión con su tatuaje de arlequín puesto hacía más de diez años en su dorso izquierdo, luego, se alejó con una risotada feroz, mostrando todos su desordenados y sobrevivientes dientes, desapareciendo hacia el frente, marchando hacia cualquier cosa mientras Cha-Chá, todavía ensimismado en su lunático viaje de quietud seguía jugando, entre sus manos, con la pequeña navaja de sus cortaúñas escondida en el bolsillo derecho del pantalón. La quietud era una contención decidida, un propósito obligado que Cha-chá presionaba sobre sus impulsos callejeros y pervertidos; algo en su cara de niño angelical luchaba por mantenerse a salvo del monstruo que se salía cuando lanzaba cualquier monosílabo; quedarse quieto, en silencio, era una forma de darse cierta inocencia, cierta exoneración. A su lado dormitaba, en una actitud pusilánime, Patricio. Sacrílego en su quietud, miraba bobaliconamente hacia ninguna parte con los ojos desorbitados tramando sarcasmos que pronto serían lanzados a cualquiera que se le cruzara en el camino, su esencia consistía en esa expresión idiota, en ese desorbitante carácter de los ojos que le hacían posible la comprensión secreta de cualquier minúsculo comportamiento; visionario de la miseria humana, intentaba siempre arrellanarse en el olvido desde su refugio de madera y metal; apoltronado en el pupitre, señalaba algo con su rigidez inmutable que era demarcada por una gorra oscura que contrastaba enérgicamente con su presencia de hijo desheredado por alguna tribu Escandinava. Gina llegó, o mejor es decir, invadió bruscamente el ambiente. Su personalidad daba la sensación de una mujer acosada por traumas enfermizos que eran necesarios ocultar tras una coraza de rudeza y coraje desbocados en un vestir intimidante; algo en ella buscaba imponerse, darse su lugar dejando al descubierto, en aquel rostro untado de ternura, una fragilidad inconmensurable y huérfana. En el borde del sardinel acomodó su angustia, su hambre, su cansancio mientras puteaba y sacudía, sacando de su marasmo alucinante, a los dos silenciosos que inmediatamente la enfrentaban con una bienvenida de bromas pesadas; algo en ella germinaba hasta lograr la sonrisa retribuyendo aquella aceptación pero también, algo se amargaba de inmediato en el rostro de Gina adornado por esa cicatriz desconocida que le daba ese status de peligrosidad y respeto frente al género masculino, oscureciéndole el relámpago amoroso de sus ojos. Había entonces un solo escape, acariciarse el objeto de metal incrustado en su ombligo y que le recordaba un ingenuo secreto.

Al frente, por el sendero, algunos conocidos pasaban saludando con señas que se esfumaban entre el humo de los cigarrillos. Oscar asomó en la esquina, saltó por encima del jardín, saludó de beso a Gina y sacando una hamburguesa dijo cosas guturales no identificables pero que seriamente señalaban una orden legitima de veneración dentro del grupo.

Patricio se acomodó en su pupitre y utilizando el casco de la moto de Gina como mesón comenzó a exhibirse en una actuación de verdadero pecado capital de la gula. Alguien seguía rasgando la guitara en el hueco más próximo a la gallada. Hasta ese agujero el vozarrón chamánico de Oscar lograba caer con el templo florido de sus señales garabatescas que trasmitían por todo el ambiente un sello de protección y paternidad. Cha-chá se recostó sobre las rejas de la puerta mientras todos gritaban al vejete que los saludaba desde la malla: Asomado, su rostro de anciano esquizofrénico parecía señalar con guiño celestino al grupo que, adentro en algún lugar fuera al mismo tiempo, se encontraba perdido en el nido mismo de sus inutilidades.

Cha-chá no aguantando más su inconformidad por el fastidio que se le había pegado a su esencia misma comenzó a punzar, con la pequeña navaja, las piernas de sus amigos; una incontenible malicia y la satisfacción cruel de su risa lo invadieron hasta devolverlo al agujero resentido de su desesperada alma. Patricio intentó alcanzar la terraza de teja y madera podrida y aferrado con una sola mano a las rejas comenzó a gritar y manotear como un orangután cuando defiende su territorio.

Gina lo jaló por los pantalones mientras, hijueputeándolo, le pedía que dejara de hacer estupideces y que más bien se tomara el otro trago de Jamaica que pasaba, vació, a ser parte de los cadáveres de botellas despicadas entre el polvo.

Oscar, recostado contra el farol, jugaba desenmarañando su cabello en un trance que parecía difuminarlo entre la luz ciega del atardecer, mientras Gina aprovechaba la distracción alborozada de sus compañeros para atragantarse con el pedazo de hamburguesa que quedaba.

El monociclo seguía abandonado y al parecer nadie le prestaba la menor atención salvo cuando estorbaba en el camino de alguien; en ese momento todos parecían regresar como una legión súbitamente despertada por la diana de la guerra; se arrojaban sobre el transeúnte puteándolo y obligándolo a dejar el objeto en su lugar y luego volvían zombies a su cotidiana rareza.

En esos momentos el monociclo tomaba una extraña forma de tótem y volvía a su monumental inmovilidad al lado del grupo.

La tarde comenzaba a oscurecerse y gotas de lluvia amenazantes devolvían cierta vigilia al aquelarre; el viento agitó fuerte las plantas que se hallaban detrás del farol, Oscar miró hacia el cielo y metiéndose entre Patricio y Cha-chá, refugió su cuerpo del agua, a Gina no le quedó más remedio que levantase del sardinel, saltando sobre el mismo, camino dos pasos hacia el interior de la fogata humana quedando guarecida así de la lluvia.

Pronto todo el grupo estaba arrinconado contra las rejas de la puerta cubriéndose de la minuciosa cortina de agua que se desmigajaba de alguna parte del cielo.

Cuando comenzó el aguacero, los cuatro, como una gran mancha negra con ojos, estáticos, como girasoles congelados en las llanuras de la madrugada, miraban concentrados y con inundada felicidad, la lluvia caer.

Los ácidos explotaron en el alma del grupo haciéndolos sonreír.

1 comentario:

Jairo Armando Ortiz Olaya dijo...

Buenos retratos compañero. Es curioso encontrar mi obra en otra obra (el arlequín)
Un abrazo.