13 octubre 2010

Crónicas de un flâneur por las regiones Colombia




El trampolín de la muerte.




El trampolín de la muerte tiene una longitud aproximada de unos 79 kilómetros entre la ciudad de Mocoa y el valle del Sibundoy; generalmente este trecho de carretera en línea recta o semi-curva, en otras regiones del país, suele alcanzarse en tan sólo hora y media, pero en el gran nudo de la cordillera oriental, en un paisaje selvático, amparado por una niebla contumaz, el viaje se dilata a unas 5 horas y media.
La primera travesía se realiza partiendo del puerto de Mocoa, una ciudad húmeda que parece el recuerdo de una población del Caribe arrasada por enredaderas, madreselvas, arbustos, bejucos leñosos, cauchos, balsos y el deterioro y la ruina que ejercen la humedad y el tiempo. Es un pueblo capital, donde el sol se esfuerza demasiado por dar claridad y calor esplendente entre lo invisible pero llegar a sentirlo, como se siente en tierras llanas donde todo es un calor extendido de luminosidad efervescente, es tan solo una ilusión, en este pueblo la selva es la matriarca que dicta la sombra y el sombrío calor exuberante que humedece con sopor amazónico las ruinas de casas demasiado nuevas. Todo esfuerzo es nulo ante la velocidad de la lama verde azulada y el moho gris que se esparce sobre las paredes degenerando lo más mínimo hacia la definición del olvido. Mocoa es un coral de algas secadas a la intemperie donde las orquídeas son mariposas fosilizadas en el espantoso verde.
De allí se parte, observando al frente la gran columna de montañas que parecen crecer con la distancia. El primer destino se traza entre la ciudad naufragada hasta el caserío del Pepino. El camino es ancho y pedregoso, pero relativamente traficable, el olor de palos de guayaba inunda por momentos el ascenso serpenteante por la falda de la cordillera, casitas a lado y lado comienzan a perderse en la oscuridad que llega demasiado pronto. Una cosa es atravesar el trampolín de día y otra muy diferente intentar esta odisea en las horas de la noche. A las 9 antes de la medianoche el caserío del Pepino es un pequeño paradero de camiones en pleno abismo donde se distrae el hambre y el frío con un reducido plato de lechona y un taza repleta de aguadepanela.
Desde allí, mientras se calienta el cuerpo a sorbos con agua de panela hirviente, uno comienza a hacerse la idea del resto del infierno. En la punta de la noche, en la mitad de las tinieblas, se ven titilar tres luces: el alto del mirador. Esas tres incandescencias antes que rememorar la leyenda de la Candileja esperanzan al viajero con un punto de descanso y referencia obligada.
Una hora y media aproximadamente. La subida se inclina, y hay que trepar la montaña con la fuerza y destreza que sólo pueden ofrecer los músculos tensos y el miedo a rodar por cualquier desfiladero. Ahora la carretera es una trocha donde el invierno lame pedazos de camino dejando apenas un estrecho pasadizo de dos metros y algo por donde los malabaristas camiones intentan sortear su destino. La piedra se hace más menuda y conducir se hace más pesado y peligroso.
Al principio el abismo está del lado derecho. En una moto de apenas 125 centímetros cúbicos avanzar por la ladera es un suicidio. La medianoche te atrapa generalmente en la cima donde las imposibles luces del mirador parpadean al infinito, allí tres torres gigantescas se levantan como faros que buscan gritar a la inmensa negrura que la tierra se ha elevado en olas de selva y montana interminables.
Del mirador a la punta es una hora, si se llega, es posible que un enjambre de policías salidos de no se sabe donde te acorralen en un reten solo imaginado para las cavernas del inferno. Pero es bueno encontrar a alguien en el camino, sobre todo después de que los muchos accidentes te han hecho perder toda esperanza de llegar a salvo. Te desean suerte, una palmada en el hombro, prender la moto y lanzarse de nuevo sobre ese camino que parece surgir inesperadamente al golpe de luz que da la moto, es como si fuera inventado por la escasa lámpara que va iluminando o haciendo camino en la niebla y la noche. Ahora la situación se torna infinita, el trampolín comienza su bamboleo de subidas y bajadas escarpadas, hay partes donde solo es posible detenerse y esperar, bajarse, caminar, tantear el terreno, devolverse, espantar con luz la blanca nube y pesada niebla que te acorrala, te inunda, te aplasta.
Otras, la luna llena aparece como una lechuza absorta en alguna rama de la nada, te acompaña con su ojo aterrador pero te da luz, una claridad que comienza a develarte la inmensidad y majestuosidad de la cordillera, hace algunos minutos estabas al otro lado de la montaña, ahora está al frente y más allá como entre sueños sobre un abismo de tiniebla se ve varada una ciudad con sus luces orando entre la selva.
Hay que seguir. Bajar, subir, zigzaguear, resbalarse, frenar en seco, cambiar la potencia y descansar. Tiempo transcurrido en ese trajín, unos quince minutos interminables. El hielo comienza a salir de su guarida, las manos se apretujan, se ponen tiesas y los ojos vidriosos parecen no poder reconocer nada sino la borrasca implacable; un animalillo frío te camina por el cuerpo erizando y matando todo calor escondido. La soledad se agiganta y la inclemencia te pone a llorar seguro de que la muerte es lo más seguro en esa entelequia. De pronto, a las tres de la madrugada, sobre un hemisferio irreal, en la cima de un risco gritas hijueputazos de felicidad al observar de nuevo la llanura, abajo tres poblaciones duermen y sin saberlo su sola presencia fantasmagórica te traen un solaz sólo comparable con el avistamiento de un dios en las entrañas. El descenso aunque igual de peligroso se hace con tranquilidad y a pesar de llevar las manos moradas y muertas hay una sonrisa petrificada en el rostro.
Abajo en la región del valle del Sibundoy como mausoleos felices se alzan los caseríos de Sibundoy, Colón y Santiago y en su sábana templada por la niebla los restos de prehistóricos moluscos. La travesía ha terminado.
El trampolín de la muerte tiene una longitud aproximada de unos 79 kilómetros y en la noche atravesarlo es como franquear las más espiritual de las regiones del infierno.

4 comentarios:

zixzor dijo...

Una descripción muy simple y precaria; se nota que es la visión pobre de alguien que no sabe absolutamente nada de el sentimiento putumayense. Quizás este tipo de artículos deberían dejarlos en manos de gente que pueda dar cuenta de la verdadera naturaleza de las cosas sensibles, partiendo desde la cultura y toda la historia, y no solo desde alguien que pasó y ya se cree con el derecho de hacer conjeturas tan atrevidas; y no en manos de personas que solo se jactan de llamar "el trampolín de la muerte" como frase aterradora, cuando no saben en realidad nada de nada.

Zeuxis Vargas dijo...

Hola Zixzor, he publicado tu comentario.
sobre interpretas y sobretodo mal interpretas la visión que ofrece mi escrito sobre unas de las regiones más maravillosas del país.
No busco sondear sobre la historia y el alma putumayense, eso lo dejo a sus indígenas que me revelaron la magia, a sus colonos que me revelaron el coraje y a sus nativos que me revelaron la constancia.
Poco a poco como en San José del Guaviare, como en Quibdo, el hombre mismo ha ido desculturizando, desmantelando y ultrajando su propia naturaleza. Aquello que muchos llaman tradición y cultura ha pasado a ser la mezcla degradada de una forma particular que dejaron como herencia los colonos del caucho en el Putumayo.
Sin embargo hay terrenos que luchan, que conservan su delirio por ser esa "catedral del silencio"; la selva se esfuerza por perdurar. Yo hablo de ella, de esa selva que no puede ser conolizada, que sigue venciendo, que no se doblega.
No sólo pasé: conviví, sufrí y más que carnavalizarme en la vida del pueblo me dejé inundar por la vida de la selva entre los indígenas, entre puestos de guerrilla y palafitos hastiados de misterio y lluvias menudas purificadoras. Pero alguien del puerto no ve esto, solo observa llegar a los "indios" al mercado por el río bajándose de las canoas, casi civilizados, con camisas, con jeans, limosneado a cambio de los pescados el veneno de coca-colas y pepsis.
El trampolín de la muerte es aterrador, es maravilloso, es un lugar que de día asombra, de pronto la montaña dice no a la civilización y propone sus reglas, el hombre entonces debe acomodarse a su niebla, a su verdor, a sus cóndores, a sus lunas nictálopes.
Llevaba varios días conviviendo sintiendo, haciendo poesía con todo lo que me ofrecía la humedad y el sol pero el trampolín me llamaba, todos decían que no lo hiciera, que era un suicidio, que no pasara de noche, que hasta el momento no conocían a ningún forastero que hubiese sido capaz de atravesarlo en horas altas de la noche y en invierno, que ese camino a esas horas era temido hasta por los camiones que se quedaban a descansar en el paradero del Pepino. aquella noche un señor me rogó que me quedara, me ofreció su casa, su comida, todo. Pero debía vivir aquella aventura, una aventura que muy pocos putumayenses han sentido como tantas otras en la selva que pude gozar.
Atravesé el trampolín de la muerte, vi el Cóndor volar, vi los guerrilleros, vi el ejercito, vi la policía, vi a todos, enemigos entre si, temiéndole a la naturaleza, pero era un temor que iba hasta el respeto de lo sagrado. Porque sólo aquello que de repente cobra el aura de lo siniestro es bello.
hazlo, te invito que te internes días enteros en tu selva putumayense, a que navegues en una chalupa, a que reconozcas en las hojas del fique y el atrapahombres el veneno de la yuca, te invito a que cojas una moto, seas mujer u hombre y que busques el gran cóndor de los andes subiendo por el trampolín de la muerte a altas horas de la noche, que a las dos de las mañana estés en una cima donde el cielo se confunde con el mismo cielo. te invito, con ternura, con pasión, de alguien que no buscó el alma putumayense sino el alma de la selva, pido disculpas si llegué a hacer pensar que buscaba causar pánico sobre una de las regiones más sagradas que aun quedan en nuestro país. he publicado por eso, tu comentario,

salazar dijo...

Estimado Flaneur,
Su escrito se asemeja más la típica celebración de la visón exótica del trópico -tan común entre los viajeros criollos decimonónicos, siempre ávidos de insinuar que son doctos en Baudelaire, et.al- que una crónica sobre la carretera en cuestión. La abundancia de metáforas dantescas salidas de lugar parecen describir más la epopeya del héroe que el paisaje del ‘trampolín de la muerte’. Cómo se nota que hizo el viaje de noche! Aunque pensándolo bien, dudo que su relato hubiese sido diferente, así viajara a plena luz del día. La foto, que en realidad no es de la carretera Pasto-Mocoa sino de la de Yungas en Bolivia, lo dice todo. Si insiste en llamar a su escrito una ‘crónica’ debería al menos cerciorarse de sus fuentes.

Zeuxis Vargas dijo...

Hola Salazar.

Muchas gracias por tu comentario. Es muy acertado lo de la foto, siento no poner una del trampolín ya que la mayoría que hay en Internet vienen con buses desbarrancados, te agradecería si me colaboras con una imagen para ponerla.
En cuanto al resto de lo que expresas, hombre, debo decirte que eres muy atrevido; mi crónica sólo busca atrapar de forma literaria el orden del tiempo que demoré en tener esa experiencia, habla por supuesto de mí, de lo que yo experimenté en orden cronológico mientras circulaba por allí, en este sentido es netamente una crónica, no un informe de turista o un informe de rutas, pero bueno, el punto que quiero tocar es que el término Flâneur utilizado por Baudelaire precisa o busca enterar al lector del la situación literaria con que viví todos los hechos, mis hechos, no tengo que pedirle permiso a nadie para hablar de algo que yo viví; libertad de expresión, lo dice la constitución, no exagero en nada que no haya sentido, quizás otros vean otra cosa y bonito que la compartieran en lugar de andar dañando lo de los demás, hablo con sumo respeto de esa aventura nocturna que para mi fue sagrada, claro que hubiese sido diferente de día, pero yo la viví así y el escrito da cuenta literariamente hablando de ese espectacular viaje.
Otra cosita que se me queda en el tintero; Las metáforas están ajustadas a mi visión, hongueada, psicodélica, dantesaca u orate, pero son fieles a lo que sentí. ¿Acaso tengo que llamar verde al verde?, gracias a esta crónica muchos amigos del interior han deseado con toda su alma irse a Mocoa a conocer ese lugar. yo con un simple escrito y ya hay más de uno que quiere irse para allá. ¿Te imaginas que al autor de los versos satánicos tan perseguido por sus compatriotas; cuando fue acogido por los franceses estos lo hubiesen tomado por desquiciado al narrar tan loca y literariamente un aspecto de la historia de toda una cultura?, ¿o que al mismo Gabo, le hubiesen crucificado, como se le ha hecho en su misma tierra, por su visión macondiana, debido a que sus prosapia diga que lo que escribió nada tiene que ver con la realidad, que esa exagerada forma con que nombra cosas del trópico o la masacre de las bananeras hubiese sido mlatratada así como vos haces con mi escrito? Bienvenido al lugar de la gente que no solo critica destructivamente; eres muy osado en dar opiniones a la ligera y en esconder la mano, o sea, en no dar la cara, te exhorto a que escribas algo, quizás literariamente sea maravillosos lo que tengas por decir, yo te juro que lo leeré con gusto criticando lo estético literario jamás el contenido subjetivo que es producto de un ser humano. Sobre todo te invito a que te centres identificándote, me aburro mucho al tener que publicar esta clase de comentarios, sin embargo en lugar de borrarlos me gusta dejarlos ya que al ser leídos cada quién puede comprender más y más lo que quiere sacar del escrito. Personitas como tú que no son capaces de escribir por su cuenta pero si son duros en desmantelar lo de otros deben tenerse en cuenta, ya que poseen grandes habilidades. Lee de nuevo la Crónica de este flâneur que en nada busca inmortalizar un paisaje sino solamente su aventura. Buen viaje por la vida. Chaoo.