28 junio 2011

UN AMOR PARA SIEMPRE




Extracto de la novela
HONGO de Zeuxis Vargas

Parte 1: EL DÍA Y LA NOCHE

Tema a: La Lucidez

Parágrafo 1

El alma del hombre no está amarrada a su origen sino a su destino

Texto 1: Catarsis

Hacía mucho tiempo que no lo veía. La última imagen que tenía de él era muy singular ya que aquella conversación parecía haberse detenido y dilatado simplemente en el tiempo, esperando a que volviéramos a encontrarnos.
Aquella tarde telefoneé a su casa una o dos veces. Habíamos quedado de vernos en la estación de Usme de Transmilenio. Un día antes había regresado de Cali, de donde decía tenía mil cosas y demonios que revelarme.
Él era histérico, sufría de gastritis y sus ataques de pánico eran tan geniales como sus ataques de lucidez; en aquel pueblo de callejuelas empedradas al mejor estilo romano y empinadas, por si fuera poco, en un ángulo inhumano de unos 70 grados, era poco probable que yo encontrara a alguien con quien hablar de cosas que se salieran de lo común, sin embargo, allí todo se salía de lo común, la cuestión consistía entonces en divagar creando conversaciones más o menos razonables dentro de ese caos.
No recuerdo como nos conocimos, así que al final terminé aceptando la anécdota del “Baúl de los cadáveres” como señal inicial de nuestra relación. Diré que el día que lo conocí, él estaba sentado en los escalones de entrada de la puerta de su casa leyendo un libro  gordísimo y yo andaba lejos de tener idea de su presencia, ya que estaba junto con mis amigos más vagos disputando un partido de banquitas.
Paolo pateó terriblemente el balón y lo perdió calle abajo. Decir que lo había perdido calle abajo era una afirmación literal y nada exagerada; cuando alguien pateaba así de mal y el balón se escapaba calle abajo por el empedrado, el arquero tenía que salir corriendo descendiendo atrevidamente y peligrosamente hasta, a veces, tener que llegar al cementerio.
Hablo por supuesto de que el balón después de estar en la plaza del pueblo, en el centro mismo del parque, por una simple patadita iba a terminar nada más y nada menos, rodando, que hasta la entrada misma del pueblo.
Ese día teníamos arquero fijo, claro, estaba tapando yo y del otro lado estaba Pacho. Voy aquí a hacer un paréntesis sólo para que alcancen a imaginar el lar, nada común y salido de lo energúmeno, que era mi pueblo. Decir que a un lado estaba yo y al otro costado estaba Pacho era como decir que a un lado estaba Richard Textex y al otro Benji Price, además Pacho no sólo era Benji era además uno de los hermanos Koriotto, Pacho era hermano del goleador del pueblo: el gran Paolo, que cuando no hacía goles, perdía el balón calle abajo o en los pantanos.
Así que fue a mí a quien le tocó salir como volador que lleva el diablo detrás del bendito balón. Fue en esa carrera alocada cuando lo vi por primera vez, bueno, no lo vi a él, vi el libro, objeto mágico de mi infancia. Pasé por el lado y seguí hasta alcanzar a la pecosa. De subida, ya bajo un trotecito victorioso, me fijé un poco más en el personaje que ensimismado intentaba tragarse ese mamotreto.
En mi pueblo había biblioteca, y muchos libros viejos y enciclopedias en cada casa, pero nadie que yo hubiese visto leyendo. Salvo a mi pá’ que se la pasaba horas y horas enteras en la pila tragando una tras otra todas las obras completas desde los clásicos hasta los bet-sellers, salvo él, no había dado con nadie más.
“Alguien que lee” me dije y mientras pasaba por su lado llamé su atención saludándolo, “Hola vecino, qué tal…”, aquel muchacho desgarbado, blanco como las piernas de una rana platanera y con una nariz enorme al estilo de Cyrano de Bergerac, me dejó sorprendido.
-       Hola Carlos, ¿cómo va ese partido?- respondió mientras me sonreía.
Me saludó por mi nombre, sabía mi nombre, me dejó de una sola pieza, yo no tenía ni media idea de quién era este larguirucho lector y él con el saludo parecía saberlo todo de mí. Subí corriendo, disimulé mi excitación jugando un poco más y luego me retiré aduciendo la excusa de que mi madre me necesitaba urgente.
Bajé lentamente por la empedrada. En toda la caminata no dejé de verle, lo estudiaba, buscaba reconocerle, crear su historia, pero nada, este chico parecía un fantasma. Aquel día duramos toda la tarde hablando de mil y mil cosas, me contó de su campo y de su casa.
Venía de una aldea remota y muy pequeñita donde no tenían cementerio porque todavía nadie se había muerto y los que cargaban con este adjetivo era porque los habían matado y eso no era razón suficiente para hacer un cementerio, ya que la muerte era muy distinta al asesinato.
Me habló de un bosque de pinos que tenía la alfombra natural más grande y gruesa del mundo hecha de agujas secas de las ramas de los árboles, me comentó que de los pasos infranqueables y peligrosos que había antes de llegar a su pueblo había por lo menos cuatro que eran mortales; nunca olvidaré el “Alto del tigre”, yo imaginaba, mientras él me contaba, un camino entre un valle muy estrecho, de donde saltaba un tigre devorador de hombres que desaparecía tras un largo rugir. También estaba el “Alto del Cristo” y “La Catedral”. El primero era un sitio que tenía tres cruces como las del Gólgota, un lugar misterioso desde donde a veces se escuchaba el lamento del señor; el otro era un pico que semejaba una iglesia y que terminaba en una aguja de hielo, que al crepúsculo hacía nacer un arco-iris. Los aldeanos le llamaban el arco-iris del diablo. Se decía que al final de la estela estaba el cuenco de los duendes del bosque todo repleto de monedas de oro. Muchos muchas veces intentaron ir hasta el fin del arco-iris pero nunca regresaron.
Estaba también el “Alto del pino” que era una cumbre sobre la que se alzaba un pino gigantesco y que cuando uno llegaba a la cima nuca lo encontraba y lo que si hallaba era una gran base área deshabitada.
Yo le creía todo a este muchacho porque lo decía con tal energía y entusiasmo que era un verdadero atrevimiento pensar que no fuera cierto, teniendo en cuenta además que sobre el origen de algunos sitios ya había escuchado algunas cosas; en todo caso era imposible que no existieran. Tanta gente los nombraba, así que de que los había los había. Lo insólito era que todos esos lugares estaban atracados uno detrás del otro justo en el camino que conducía a su aldea.
Fue verdaderamente una conversación asombrosa donde no faltó la risa y la nostalgia. Después de aquella tarde trabamos una amistad maravillosa que nunca cambió.
Este chico era fabuloso, al llegar a mi casa todavía recordaba el título del libro que estaba leyendo: El baúl de los cadáveres; se trataba de un libro escrito por un loco que llevaba por nombre Juan Ramón Gómez de la Serna, nombre estrafalario de hechicero desquiciado. Nunca había escuchado en mi vida de ese autor, pero aquel chico lo estaba leyendo y se divertía mucho haciéndolo. Nunca supe si llegó a terminar el libro y la verdad yo jamás lo leí.
Ambos estábamos enamorados de la misma chica, él en un grado más cercano, yo en un grado más deplorable, para ella, él era su amigo, su mejor amigo, para ella, yo era un nerd, un ratón de biblioteca.
A esta altura he tenido que ir varias veces a tomar agua para retomar el aliento. Uno se cansa y quisiera parar, detenerse y seguir al día siguiente. En mi caso hacer esto es catastrófico, cuando me detengo en mi escritura, suele pasarme algo muy grave, no puedo seguir después, me atoro, me quedo en un lugar sin salida para siempre, por eso nunca he escrito una novela, no porque me falte algo que contar sino porque una novela conlleva de mucha paciencia, de muchos días y días de entrega total. Yo me entrego como un relámpago, lo doy todo en un penalti, en el minuto de desenlace del partido, en los cien metros de velocidad, en el salto largo, pero que me pongan a correr un maratón, ¡carajo!,  mi corazón no lo aguanta, escribir para mí es darlo todo en el instante, porque no se trata de decir, venga, me voy a sentar todos los días a la misma hora y veamos que me invento, no, así no es la cosa conmigo, escribir para mi es como quedar secuestrado un instante de la vida, puede que esté en un bus, en una fila, hablando y tomando cerveza con los amigos y de pronto, eso es como un golpe, como una revelación, la historia se encuentra allí, me llega como un torpedo y debo escribirla, vomitarla en algún lugar; así es como he perdido un millón de cosas, por no escribirlas, por contarlas al primero que pasa, por dejárselas a un desconocido en su libreta. Claro está que con los años, como pasa con toda enfermedad, uno aprende a controlarla, ahora soy más sistemático, puedo ordenar ciertas cosas, sentarme y decir que voy a escribir algo, pero a veces ni siquiera sentándome puedo lograr algo.
Por eso debo decir que he tenido que levantarme varias veces e ir y tomar aliento, agua, para poder seguir, porque el cuerpo se cansa, la espalda empieza a doler, los músculos de las piernas se te engarrotan y unos espasmos nerviosos comienzan a hacer de las suyas en el pecho, decir esto es otra forma de lograr un descanso, un paréntesis, es una forma de reacomodarme para mantenerme y no decaer.
Pero sigo, la cuestión es que nuestra amistad creció, todas las tardes lo visitaba. Siempre ha sido curioso en él, que su forma de manifestar afecto hacia sus amigos sea cocinándoles algo especial.
Quizás esto se deba a su problema digestivo. Cocinar es de alguna forma olvidar que sufre aquello.
Todas las tardes nos dábamos unas comilonas absurdas y secretas pero el recóndito propósito de esta manía tenía su clave en el diálogo, invitarlo a uno a que lo acompañara mientras él cocinaba era la mejor forma para entablar conversaciones salidas de todo lo común. Siempre hablaba admirando; admirando aquí o allá. Era un halagador de miedo. Su conversación fluía rápidamente ya que su forma de conectar todo con todo se basaba en la observación, por mi lado mi forma se basaba en la memoria, mientras yo abría en mi cerebro archivo tras archivo y este lo conectaba a este otro, el atarrayaba el plátano que estaba fritando con las ganas de ir al baño y estos sucesos con el helicóptero que sobrevolaba en ese momento el pueblo.
Así de sencillo convertía el acto de fritar un plátano en un cuento revelador sobre el conflicto armado de nuestro país y del cuidado que había que tener cuando se escuchaba el ruido de un helicóptero y de las ganas de orinar que ese ruido ocasionaba porque se sabía que andaba por ahí el ejercito buscando guerrilleros y se sabía también que por ahí andaban los guerrilleros escondiéndose, entre las plataneras, de los chulos como correctamente llamaba a esas naves.
Una cosa de no creer en un culicagado que no pasaba de los quince.
Lo que yo no entendía y lo que me hacía en cierta forma alejarme y sólo buscarlo para conversar y salir del tedio era su comportamiento afeminado, medio de loca que tenía, no lo entendía, no daba con la explicación a esa locura, porque ciertamente el hombrecito estaba loco por su mejor amiga.
La última conversación iluminó muchas cosas y quizás por eso, insisto, en que esta nunca terminó.
Cuando llegué a la estación de Usme, lo encontré discutiendo por el sistema de transporte con un policía, tuve que intervenir antes de que se lo llevaran de la estación para la otra estación donde seguro le darían de bolillo a más no poder.
Siempre tan animoso en sus ideales, siempre tan entregado a sus causas, capaz de hacerse matar por una tontería que jamás podría cambiar, pero bueno así era él y así me lo encontré aquel día en el terminal de trasportes de Usme de la empresa de Transmilenio. Su terco alegato se basaba en lo costoso del billete y en lo deprimente del servicio, si bien, este costaba dos buses normales, ¿cómo era posible que durante todo el trayecto, ese boleto, no le hubiese servido para sentarse en una silla medianamente digna y cómoda? ¿Qué clase de estafa era esa? ¿Dónde se encontraba el respeto al cliente? ¿Qué demonios pasaba con la gente que no se daba cuenta de que la estaban embutiendo como salchichas en un vehículo inseguro y además le cobraban como si las llevaran en un taxi? ¿Dónde estaba el derecho a la libre expresión? Y no me jodas amigo que no me lo aguanto, que me hago matar, que, cómo dios lo permite y maldita sea y se echó a llorar puteando y golpeando.
Ahí lo tienen: primero un chiquillo genial, luego un vagabundo empedernido, seguido de cinco años en un monasterio y por último el gigantón con barba de loco que ven ustedes, berreando porque aunque lo habían traído a su destino, el se sentía robado y abusado.
Enseguida lo reconocí. Su apariencia aunque alejada por una pátina de niebla y olvido no ocultaba para nada su exagerado carácter. Nos abrazamos con efusiva pedantería ante los demás y salimos cantando como dos ebrios que de pronto se despidieran de la taberna.
Subimos al bus alimentador que nos llevaría hasta su casa y de inmediato volvió su caraqueo. La voz se le había puesto gruesa y como de maestro de conferencias, estaba inflado de músculos mansos y todo su cuerpo parecía cubierto por un pelaje de lobo sin acicalar.
Después de veinte interminables minutos de ir de pies, apretados entre el gentío y de tener que aguatarme su galimatías, llegamos al penúltimo paradero. Bajamos en silencio, caminamos las dos cuadras hasta su casa en el mismo silencio y subimos los tres pisos por las escaleras en completo silencio. Al entrar a su departamento, todo fue a otro precio, inmediatamente comenzó la verborrea como un loco que recién apareciera. Mientras deliraba en sus anécdotas corría las cortinas, organizaba las poltronas, limpiaba el polvo de las sillas del comedor y organizaba la mesa, no se detenía, parecía un maniático que de pronto le han  despertado de su sopor y luego a la cocina. 
Hubo un instante donde me miró como un cura que va a revelar un milagro y me hizo seña de lo acompañara a la cocina. No tenía más remedio. A esta altura no estaba ya muy convencido de que ese encuentro hubiera sido una buena idea, pero ya no había marcha atrás.
Me sentía irremisible, así que para no dejarme al descubierto fui y lo asistí en su tarea de anfitrión y chef.
La conversación años atrás interrumpida por su desaparición había vuelto a comenzar.
-       La amo, esa es la verdad, la amo. Hombre… me devolví por ella, dejé el monasterio por ella, todo por ella y ahora no sé qué hacer. – lo miré estupefacto. De un santiamén, él había desempolvado todos los años, los había sacudido con un estruendo que podía escucharse a kilómetros. Me resigné a continuar con la conversación que había quedado pendiente y mirándolo muy gravemente le respondí:
-       Llevas años torturándote por ella, y al parecer es como si cada que esa mujer te hace un desplante, desaparece o te deja plantado, lo que lograra en ti es reforzarte el amor que sientes- le dije aquello como revelándole que en mí no había ningún rencor y que por el contrario buscaba entenderlo hondamente
-       Es que esa es la cuestión.-dijo casi llorando. Ocultó entre el brazo derecho su rostro y después de algunos gemidos continuó. – la cuestión es que jamás he sido capaz de decirle que la amo.- Quedé frío. Pero si eso era lo más obvio del mundo, no había un solo ser humano en nuestro pequeño universo que no sospechara del enamoramiento platónico que este hombre sentía por ella.- Sabes. - me dijo. – aunque todos piensen que nosotros tuvimos algo, que fuimos algo, ella y yo siempre nos comportamos como amigos. – Amigos a la mierda, ese cuento no se lo traga nadie, ¿cómo que amigos?, ahora todo estaba claro, tenía frente a mi  a un psicópata, a un lunático.- Tú eres psicólogo, ayúdame.- Terminó diciéndome.
Años y años nos habían separado, nos había tocado “crecer y crecimos ¡vaya si crecimos!” como decía Sabina: “cada vez con más dudas, mas sabios, más primos”, sin embargo tenía ante mí a un hombre derrumbado, destrozado por el  sentimiento más egocéntrico del universo.
-       ¿Qué me dices?- me preguntó
-       Pues no sé hombre, lo tuyo es una situación bastante incomoda. Lo que pasa es que vos te involucraste con ella de la forma que no debías, fuiste su amigo no su hombre y entre un amigo y un hombre hay un abismo que las mujeres tienen muy claro, nosotros no, nosotros somos carne, instinto, ellas son emociones, impresiones, hondas razones del corazón.
-       ¿Entonces qué hago? Durante años sólo le escribí cartas y cartas y ¿para qué?, para que me diga que de pronto me necesita. Cojo el primer avión de Barcelona a Bogotá y me encuentro que cuando llego está a punto de suicidarse porque su novio la ha dejado. – No sabía nada de eso y esa información nueva me deja en el filo de la navaja, si las cosas van por donde estoy sospechándolo pronto se abalanzará sobre mí con ese cuchillo gigante de carnicero.- Ella sabía, se lo dije en una canción, le dije: no me llames, por que “si me llamas voy”.- ¡Al fin! Algo con que distraerlo.
-       ¡Eso es Sabina! – exclamé
-       Pero por supuesto. Mira, aquí tengo el cd, vamos a escuchar la canción. Este hombre es un maestro.
Dale puedes decir lo que quieras, sólo no vuelvas a ella, solo lograrás romperte más y más el corazón. Pensaba mientras le sonreía en gesto aprobatorio a su idea de escuchar aquella música.
Esa tarde lo supe todo, el hombre no fue capaz de contenerse, el sabía que aquella mujer jamás podría quererlo, era increíble hasta donde podía llegar un hombre en su pesimismo y hasta donde podía expandir su baja autoestima y hasta donde por amor podía aguantarlo todo.
Ella era el estimulo vital, un estimulo que lo mantenía estable, que lo hacía hacer nada, sin embargo quitarle este estimulo se convertía en algo positivo para su creación, el loco entraba en crisis existenciales y entonces comenzaba a revolucionar el mundo, era capaz en esos momentos, con una simple pajita, de rodar el universo calle abajo hasta el cementerio.
Lo más cruel de todo era que ella lo sabía, sabía que él nunca sería capaz de decirle que la amaba y esa era su mejor carta para manipularlo a su antojo. Este hombre revolucionario por naturaleza estaba amarrado a una desalmada casualidad.
Era el Dante contemporáneo, y aquella chica la Beatriz infernal.
Nuestra conversación había quedado truncada con ella y había regresado con ella, una tarde el me había confesado, me había revelado que todas aquellas largas tardes de conversaciones sólo habían sido una excusa para sacar de mí todo lo que necesitaba para conquistarla. Ese día supe dos cosas: una, que secretamente esa mujer sabía de mí y admiraba mis cosas de bibliotecario, mi huraña soledad y mi importaculismo hacia todas las reglas; dos, que mi mejor amigo sólo había sido mi mejor amigo porque necesitaba tener información de primera mano que le ayudara a conquistar a su amor. Aquel mismo día peleamos y nos dejamos de hablar, aquel mismo día la conversación había quedado interrumpida en esas estúpidas preguntas: - ¿por qué hiciste todo eso?, ¿la amas? – Le había dicho casi con ira.
Este día después de quince años de errancia la respuesta había tocado puerto.
Salí y ya era de noche, supe que jamás volveríamos a vernos de nuevo y que jamás dejaríamos de ser los mejores amigos.
Años después me enteré de que se había casado y que se había ido a vivir al campo con una mujer española muy bonita pero irremediablemente muy parecida a ella.
Pregunté a amigos qué era lo que lo había empujado a decidirse a llevar ese estilo de vida. Todos respondían igual. “Un día hicieron una fiesta, él se acercó algo pasado de tragos a ella y le dijo que la amaba, ella se fue de inmediato de la fiesta, no sin antes confesarle que no sentía lo más mínimo por él y otra cantidad de cosas horribles”.
-       Lo más curioso de todo es que después de que ella se fue, él no dejaba de gritar: ¡tuvo razón! ¡tuvo razón! ¡Al fin soy libre!!!. - concluían todos.
En mi vida nunca me sentí más feliz, recordé que aquel día antes de partir de su apartamento, le dije furioso:
-       Cállate ya y deja de llorar como un marica, esa mujer nunca te ha amado, estás obsesionado y una obsesión hay que cortarla de raíz, tu lo único que has hecho es alimentar esa obsesión como un pendejo. Has alimentado cada cadáver de amor y los has reunido en un solo baúl como lo hace un obseso, debes botar ya ese baúl repleto de sentimientos no correspondidos. Dile que la amas y libérate de una vez, escucha la verdad, así reconocerás que no es una diosa o un ángel sino un ser humano y que es ordinaria como cualquiera de nosotros. Bota ese baúl de tus cadáveres, de tus intentos fallidos de amarla, entierra de una vez por todas, esos sentimientos que hace mucho están muertos. Amarraste tu alma a un destino que sólo te sirvió para crear y ser genial cuando no lo tenías. Es hora de que pongas manos en el asunto y liberes tu alma aunque te cueste todo el amor.
Recuerdo que me empujó a empellones hasta la puerta mientras yo le seguía gritando que se llenara de coraje, que le confesara todo, que se quitara para siempre de su vida esa obsesión.
No sé si lo logró, no sé si será feliz o no lo será, sólo sé una cosa: ella si lo amaba, nunca se casó.

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