
Los gusarapos que viven en mis venas
perniciosamente ponzoñan el arrebol
que siempre sueño cuando no te beso.
En este agón sólo persiste la luz de un infiernillo que me guía laberinto.
Por estas letras de ebúrneo silencio se puede obtener una vesania rotunda
y si el embalaje de donde se saca este aprisco es badana curtida en el nadir
es preciso llevar por corazonada la impresión de estar llegando al climaterio
de un ineluctable jayán arremolinado en el pedúnculo de la crisálida infantil.
Las cosas que aquí habitan son apenas los lucubrados ocios
de alguien alucinado por el estro.
Esto sólo es el tratado de una anfibología
crecida en el dolor de un codicilo aún no profesado.
Hay que jugar a la taba con los propios astrágalos de Dios,
llevar ajorcas en la lengua para contener el llanto y poder descifrar el ditirambo
que dejan las luciérnagas en la delicuescencia de su propia amplexación.
El heresiarca quiso fabricar una hornacina increíble
de la ucronía más justa a tu cuerpo
más sólo se encontró con un miasma
de catilinarios besos puestos en su murria.
Son circunloquios, finalmente,
que pretextan la intención de retenerte entre mi ijada.
Si hay que anticipar de dónde viene el galimatías de este caletre
entonces basta con señalar la enjundia que reverbera en los fastos
que pudieron sobrevivir a nuestra desesperada ansiedad de no sabernos.
Este exordio es sólo para ciegos que no saben de las alimañas que lo habitan.
Estás son las palabras del diletante ológrafo
que sólo pudo amar como Píramo, a través del alabastro, tu mórbido deseo.
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