21 diciembre 2010

MECÁNICA DEL SUEÑO.









Se metió las manos huesudas y largas en los bolsillos del pantalón y caminó decidido como una pantera rosa hacia el despacho, giró lentamente la cabeza hacia la izquierda, hacia la gran ventana que era devorada por la madreselva y miró sin mirar el fuego que flameaba salvaje sin poder quemar nada; las llamas brotaban desde el azul enmarcado en la ventana y se metían hasta el despacho, poderosas lenguas de fuego se levantaban debajo de sus pies sin quemarlo. Buscó algo en la lejanía, más allá del fuego y el azul pero no encontró sino su melancolía. Volvió hacia sí y ganó los tres metros que lo alejaban del escritorio del cura.

- Su nombre.

Frunció los hombros, la verdad no le importaba que nombre pudiera tener, tantas veces había hecho esto que le daba ya igual.

- Su nombre. Repitió el cura que era rodeado por una gran llama azul

- No sé, no me importa. Le respondió mientras se giraba hacia un pensamiento triste, estado esquelético donde su cara reflejaba una indiferencia total.

El cura golpeó la ceniza que todavía definía el mesón y gritó fantasmal:

- Cómo que no te importa muchacho?, Acaso estás loco? El mundo se acaba. Nosotros somos los elegidos para perpetuarlo y como elegidos debemos tener un nombre, ves esta casa, no es una casa cualquiera, es una balsa, un arca, un diamante.

El vejete siguió con su sermón, explayándose en los vericuetos de una historia apocalíptica, ensalzando las cualidades de un dios que los había elegido para proteger la nueva raza, el chico se perdió en el hoyo de sus propios pensamientos.

- Firma aquí, te llamarás Gabriel; es la tercera casa por la entrada del cementerio, eres poeta. Ahora vete, pronto.

Cogió el sobre color espuma y con el desgano que sólo puede tener un perdedor se fue despacio hacia la puerta del gran patio de la hacienda “El diamante”. Era un pasillo largo, tuvo el tiempo suficiente para sacar un terrón de azúcar y llevárselo a los labios, alrededor grandes siete cueros y bejucos colgaban de los óleos y las vigas, el escombro era la selva y entre monte y verde y cal y adobe, la cañabrava dejaba al descubierto la ruina de una gran casa de esas que habían sido construidas en la época de la colonia.

Al otro lado del valle, un pueblo moderno se alzaba con sus tres callejuelas y sus dos avenidas.

Una iglesia se enmarcaba en todo el centro del parque ostentando su sello de protección cabalístico. El muchacho alcanzó a mirar otra vez el azul mientras era empujado de golpe por la puerta desvencijada del patio.

- Hoy es día de san Pedro, ¡escuchas la pólvora, heyyy!, dónde estás?, regresa; no has escuchado ni media palabra de lo que te he dicho

- Ah, qué me decías? disculpa estaba pensando en otra cosa.

- Si ya me di cuenta

- De pronto tuve la impresión de estar en un sueño

- Eres un soñador Gabriel; ven bajemos de estas gradas. Ayúdame. Rápido. Ya no quiero ver más los toros.

Le ayudó a bajar por entre la escalinatas repletas de campesinos, algunas chicas le saludaban y le coqueteaban, el ruido de la papayera y la banda oficial era ensordecedor, pólvora, gritería de niños, ¡oooooooooleeeee!, ¡tan, ta, ra, rá…!, la música del carnaval seguía, un megáfono anunciando el próximo evento comenzaba a parlotear, una voz alcanzaba agudos y esperpénticos alaridos: chuzzzzzooooooo, arepaaaaaas.

- Gabriel no te olvides, nos vemos a las ocho en el parque. Miles de voces, se sentía mareado. Cerró los ojos.

Le soltó la mano a la chica que lo acompañaba, sabía que esta se caería, escuchó el golpe del cuerpo contra la arena, el toro pasando por encima, se llevó la mano huesuda a los bolsillos, escuchó el disparo, apretó entre sus dedos el terrón de azúcar.

Al fondo el mesón del cura, esta vez un pequeño bonete en la cabeza, unos quevedos incendiándose bajo un fuego frío, miró a su alrededor, a la derecha el busto del cura, el hacedor del pueblo, a la izquierda, la ventana, el fuego por todas partes, los sietecueros y los bejucos inundando y devorándolo todo. La ruina de un sueño o el sueño de una ruina.

- Apúrate muchacho, gritó el cura sin reconocerlo. Su nombre.

- Gabriel. Dijo decidido.

- Ahhh! eres el poeta, muy bien, ten, lleva este sobre, sigue por el pasillo, apúrate, el tiempo se nos acaba, eres el elegido.

Esta vez caminó resuelto, previamente había visto un pequeño zaguán unos metros antes de llegar a la puerta final del patio.

Caminó voraz, giró a la derecha, tiniebla, tanteó en lo oscuro, pronto logró asirse a la pared, la siguió, sintió ganas de orinar, abrió la puerta que había al final, el baño, pensó en un poema, terminó, se devolvió hacia su alcoba, padre y madre dormían, afuera un canto de gallo trasnochado acompañaba el silencio del pueblito.

Se dirigió como un sonámbulo hacia la puerta de la calle. Abrió. Afuera la noche tropical. Nada de frío, la calle a medio asfaltar se largaba hasta el cementerio, su casa era la tercera en esa ceremonia.

Salió, sintió un olor de leña entre sus manos, corrió gritando: fuego, fuegoooooooo!

La gente salió despavorida, un incendio se acercaba, poco a poco iba devorándolo todo, era demasiado grande para apagarlo, se había alimentado de tantos desastres que ahora era imposible detenerlo.

El chico huesudo dejó de correr, se llevó las manos a los bolsillos, tocó un terrón de azúcar, lo sacó, lo alzó hasta su mirada y se puso a examinarlo al contraluz de las llamas que pronto lo devorarían

- Hijooooooooooooooo, aléjate Gabriel!! Gritaba la gente. Pero él seguía suspendido en el examen del terrón de azúcar.

- Oye, ¿te pasa algo?

- Ah?

- Que si te pasa algo?. Llevas rato observando el terrón de azúcar, hasta se te enfrió el café.

- Ahh sí, es verdad, disculpa. Sumergió el terrón en el pocillo y mientras revolvía el café, respondió:

- Es que me acordé de un sueño.

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