19 febrero 2012

JESUCRISTO ENLOQUECIDO



Estábamos sentados a lado y lado de la barca. Cuando lo vi subirse y resbalar y dislocarse el dedo gordo del pie, sólo atiné  a pensar que estaba loco. A decir verdad, esto ya lo venía sospechando desde la playa, pero ahí estaba, pujando y tirando como un debilucho, aferrándose y  patinando, hundiéndose, tragando mar y golpeándose la cabeza contra el casco. Sus intentos era cómicos; el primer lance lo hizo por el lado del bote a horcajadas lunáticas de monstruo que está emergiendo. Era cosa de echarse a reír al ver a este saltamontes empapado lanzar sus piernas para abrazar la regala y luego verlo resbalar por debajo del casco hasta caer como un cangrejo que es volteado por las olas.

Al fin de tanto intentar y pujar logró subir a bordo. Se sentó con gesto grave, casi marcial y mientras presentía en sus apretados labios el dolor inconmensurable que debía producirle su dedo enrojecido veía como se lavaba la espalda, una espalda que llevaba días y días sin limpiar. La mancha gris hecha de grumos de sal y lama estaba pegada a sus escápulas y él buscaba raspar con delicadeza esa mugre mientras al mismo tiempo que ensayaba la forma de como comenzar a intimidarme. Era su revancha.

Yo sólo buscaba tomar una foto del atardecer, caminar un poco y meterme al mar para sentir un pequeño descanso. Sin embargo, nada sucedió así. Primero tuve problemas con la maleta, en todos los lugares me exigían un pequeño desembolso; que les pagara por dejar mis pertenecías a su cuidado. Al fin, una anciana que tenía  una tienda donde vendía chirrinchi a viejos verdes me hizo el favor de guardarme las cosas. A continuación vino la cuestión de buscar una ducha para después de bañarme en el mar. Tuve que ganarme a la hija de la recepcionista de un hotel con un truco de magia, valió la pena el coqueteo ya que aseguré el baño. Pasada una hora, ya había resuelto todo y bajaba por los escalones hacia la playa que me esperaba con ese atardecer que pronto explotaría justo ante mi cámara.

Un perro desgarbado y enjuto parecía venir huyendo, yo sabía que no lo hacía, que esa clase de perros callejeros van tomando cierta presencia de errantes; son almas en pena que generalmente se te acercan con miedo pero que al final resultan demostrando el mayor de los cariños. Su pelaje aceitado, como medio petrolizado me hizo llamarlo con una juguetona frase: ¡ven aceite de perro!, ¡ven aquí!

El hambriento animal comenzó a caminar detrás de mí, de vez en cuando le arrojaba migajas de pan de queso pero cuando el perro lo observó saliendo de la tienda acomodándose el sombrero, se echó a correr, debí entender esa huída, pero que iba yo a saber de lo que ya sabía el perro.

El muchacho, anoréxico en suma, se calzó un sombrero de playa algo femenino sobre sus cabellos desordenados y quemados. Una barba tostada y sin asear le ocultaba el rostro. Sus ojos lo delataban, era un chico consumido por un existencialismo adolescente.

Al principio me pareció inofensivo, su charla era tan común y buscaba ese típico rompe-hielo para comenzar a socializar que no me pareció nada malo seguirle la corriente. En poco menos de nada me había enterado de todo. Un día había recibido un mensaje divino y había partido en contra de los desvelos, alegatos y ultimátum de su padre.

Un niño rico que había escapado de su hogar y que ahora se encontraba sobreviviendo en la playa más remota. Detrás de nosotros se localizaba la tienda de color amarillo que más bien parecía un trapo arrancado por el viento buscando aferrarse a los troncos que dejaba varados, en la playa, la marea nocturna. Tenía remiendos por todas partes pero se mantenía en pie.

Algo me decía que este no era el primer peregrinaje que hacía. Aquel muchacho se veía experimentado en fugas y al parecer no sólo era un fugitivo de la familia sino que su rostro dejaba entrever a un renegado escapado de psiquiátricos y hospitales.

Tenía el perfil del Jesucristo occidental; de ese Jesús caribonito que hay en todos los hogares de nuestro país con su sagrado corazón resplandeciente. La barba, el cabello enmarañado y los ojos color miel contrastaban perfectamente con el autorretrato del Durero que bien había pasado a ser el del redentor.

Su conversación se convirtió en un galimatías, decía saberlo todo pero cuando le pregunté que cuánto daba dos por dos, fue enfático: no se sumar, sólo sé todo.

Pues su todo, pensaba yo, debía reducirse a una extraña parcela de conocimiento. Decía que el todopoderoso le había dado el don de poder ver el pasado, el futuro y el presente en un instante. ¡Vaya!, todo un animal, aseveré. Antes de que su mirada indignada se convirtiera en ira le expliqué que Borges había dicho eso de los animales aduciendo el argumento de que estos eran los únicos seres capaces de vivir en el instante dejando de lado las clasificaciones temporales que pertenecían exclusivamente a la dimensión antropomorfa del universo. Creo que no logró entender ni jota, porque me llamó ignorante.

Cuando le pregunté que de qué sobrevivía, que cómo hacía para comer y demás, me dijo que era sencillo: cuando necesito de comer subo al pueblo, busco un cajero y saco de la cuenta donde me consignan mis padres y listo.

¡Vaya!, un vagabundo mantenido, que vida tan envidiable. A esta altura yo me imaginaba que este inútil debía aprovechar esos privilegios para enriquecer su espíritu, que quizás estaba escribiendo o produciendo algo magnífico, pero nada, sólo vivía allí, porque allí era donde tenía que estar según el mensaje divino. Su absurda idea no tenía asidero y tampoco forma alguna de refutación. Algunos nativos lo habían aceptado pero otros ya habían intentado golpearlo por vago y habían osado quemarle su campaña.

Pronto me abordó por el lado religioso, una corazonada falsa me obligó a sostener la esperanza de que al hacerme esta pregunta el sería tolerante con mis respuestas y fue así como terminé confesándole que era religioso, más no asiduo cliente de una religión. Para no dilatar más sus ardores dialécticos y teológicos lo invité a echarse un chapuzón en la bahía, pero me aseguró que no se bañaba porque le temía al mar.

Era muy raro, tenía el porte de un Jesucristo rubio y seductor y buscaba hablar con la magnanimidad de un maestro pero sus palabras eran desconcertantes, sus respuestas aturdidoras y sus caprichos muy desorientadores.

Lo dejé en la playa, sentado allí, sólo, al amparo de una idea que le lancé antes de irme.  Años atrás había prendido que las ideas pueden dar golpes más fuertes que los puños, así que le solté un consejo para que danzara con resentimiento en su cabeza mientras yo me regocijaba en el mar.

Una canoa de corteza de abedul que se encontraba balanceándose en el centro de la pequeña bahía me dio la escena perfecta para la panorámica de mi atardecer. Caminé por el muelle de piedra, jugué con algunas jaibas y me zambullí en el mar; fue reconfortante. Nade, floté, me hundí y al final alcancé la canoa y subí a bordo para detenerme a contemplar el espectáculo del sol enrojeciendo el horizonte. El  astro se anclaba con suavidad mientras un eco de canciones vallenatas me guardaba el paisaje en el recuerdo.

De pronto le vi nadar, venía lanzando frazadas furiosas. Varias veces intenté decirle que si se cogía de la cuerda que amarraba el bote le sería más fácil subir a bordo pero su soberbia actuación me hizo callar y reírme en mis adentros.

Cuando hubo recuperado el aliento y ya casi había terminado de quitarse la mugre pegada a su espalda, el joven Jesucristo me instigó a que le comentara sobre cuál era el tipo divinidad en la que creía.

Yo le dije lo que todo escéptico creyente le diría. Le hablé de la energía, de lo desconocido, de esa fe de comulgar a solas y de ese libre albedrio que nos daba el existir.

«Te revolcaras entre tus huesos cuando estés en la tumba», me respondió y cuando lo invité a  que me compartiera su creencia, con tono arrogante se levantó, me miró fijo a los ojos, me dijo seguro de sí  mismo que él era el padre, el hijo y el espíritu santo. Acto seguido se subió sobre el borde de la popa y se abalanzó hacia el mar. No alcancé a gritarle que tuviera cuidado con la cuerda que se le había enredado entre las piernas.

El padre, el hijo y el espíritu santo resbalaron por el asiento, se golpearon la cabeza contra el casco, tragaron agua y volvieron a golpearse contra el armazón de la canoa y después de mucho luchar contra su propia torpeza nadaron con todo su orgullo hacia la playa.

El mundo está lleno de locos… pensé y seguí observando y agradeciendo a Dios por aquel atardecer.

    

No hay comentarios.: