29 julio 2011

ESCRIBIR POESÍA.

FabioVargas y su hijo: Zeuxis Vargas.
En honor a mi padre, qué me concedió el milagro


las demostraciones experimentales de un hombre pueden ahorrar el tiempo de muchos; si los experimentos de un hombre ponen a prueba una nueva rima, o acaban de una vez por todas con una brizna de las sandeces comúnmente aceptadas, sólo se está jugando limpio con sus colegas cuando da a conocer sus resultados
Ezra Pound


Señoras y señores.

Voy a hablarles de la poesía. Antes de esto debo advertirles que no van a encontrar aquí un manual para escribir poesía o los intrincados mecanismos retóricos o estéticos que hacen posible la poesía, es más, mi experiencia no podrá nunca traspasarles el oficio tal y como lo hace un profesor de matemáticas cuando enseña a su estudiante una determinada fórmula o ecuación para despejar tal o cual problema.

El asunto es que un arte no es trasmisible.  Esto lo sé porque yo mismo he durado toda mi vida intentando aprender a pintar. Mi padre es Pintor y cada vez que ensaya iniciarme en sus secretos y sus técnicas no hace más que trasmitirme unas maneras de lograr su misterio, las cuales me dejan boquiabierto y con las que, no obstante, he logrado cierta habilidad en este oficio, pero a pesar de que es un gran maestro siempre que me he sentado con él a intentar convertirme en pintor, no a pintar, hemos fallado. Sin embargo, hay algo majestuoso que ha logrado hacerme significativo y es el hecho de comunicarme la sensación por lo estético, por el aprender a observar con cierta sensibilidad milagrosa cada objeto del universo.

Debo decir entonces, que lo que encontrarán aquí es tan sólo un repertorio de recuerdos y de experiencias que han tenido que ver con mi desarrollo como escritor y de mi evolución poética, si se le puede llamar de alguna forma a esa metamorfosis.

Algo sobre lo cual debo ser insistente es sobre un credo que para mi es fundamental. Pienso a ojos cerrados que las personas no vivimos hechos poéticos sino apoteósicos, entrañables algunos maravillosos y otros simplemente inolvidables pero no poéticos. La poesía no es una sensación universal que puede sucederle a cualquiera, la poesía no es generalizable. Decir que cualquiera puede experimentar un hecho poético es para mí un error. La poesía es un estado que se basa en la concentración de nuestras sensaciones y en el desarrollo de una inteligencia que pueda darle a esas sensaciones un sentido extraordinario o inusitado.

Por eso lo máximo que podré compartirles serán ciertas formas íntimas de cómo he logrado desarrollar dentro de ese estado dicha habilidad.

Cualquiera que desee ser poeta o por lo menos escribir un poema, un poema serio, debe ante todo creer en esta afirmación. Si piensa que cualquiera puede escribir algo que pueda denominarse como poesía, entonces no hay nada que hacer, la persona que así piensa está en la total libertad de creer aquello, pero nada más falso, ya que el sentido de su atribución obedece a la emotividad y cariño que siente por lo que escribe. De tal manera que cualquier cosa que especule como verso o poema para él será eso. Su argumento por lo tanto estará circunscrito a estos términos: «Lo que para usted no es poesía para mi sí puede serlo». Y hasta cierto sentido tendrá siempre la razón, ya que lo que bárbaramente llame poesía estará siempre en la región de las impresiones subjetivas más hondas que tengan que ver con el amor propio hacia sus invenciones y el orgullo por su intento de considerarse escritor.

Pero si por el contrario esta persona aprueba que la poesía sea algo no generalizable y que no todo verso pueda considerarse como poético entonces ya podremos comenzar a entendernos desde el enfoque que busco compartir.

Cuando era niño, solía acompañar a mi padre a pintar sus cuadros, lo que más me llamaba la atención era descubrir cómo poco a poco, de entre esas manchas y colores que lanzaba sobre el lienzo de forma desordenada, iba naciendo algo definible, algo perceptible dentro de una idea o una imagen.

Lo más sorprendente es que esa imagen escapaba, a pesar de estar concebida con objetos de la realidad, a la realidad misma, era en sí misma un objeto nuevo en el mundo y su presencia me llevaba horas y horas a intentar reconocer, por medio de la observación, como había nacido. Cuando padre terminaba, me parecía algo imposible cada obra realizada. En aquella época leía muchos las Escrituras y la mitología griega, y veía en padre una especie de Mesías heredero de cierta divinidad griega que hacía posible y solo posible ese don inverosímil.

Esta fue mi primer experiencia delirante, aún no podía decir que podía ser poética, no lograba describirla, compararla, o volverla imagen, sólo tenía la capacidad de sentirla y con eso me bastaba para ser feliz.

Pero a partir de ella, algo cedió en mí fácilmente hasta lograr un cambio rotundo: mi sensibilidad se hipertrofió. Comencé a curiosear con el mundo como todo niño lo hace; con asombro y crueldad pero con una pequeña ayuda más: con concentrada observación.

Soy muy dado a las citas y hay una que me gusta siempre traer a colación en todos mis ensayos cuando toco el tema del asombro, la experiencia o el oficio del escritor. Debo confesar que este sentido didáctico deviene también de un profundo amor por compartir el conocimiento.

Freud dice que el escritor es como un niño cuando juega, porque los niños cuando juegan se toman muy en serio sus juegos.

Exactamente eso sucedía conmigo, salir a cazar arañas o saltamontes, escaparme hacia los bosques cercanos de mi pueblo y caminar tan pausada y calladamente como podía, no eran en ningún sentido un capricho de una curiosidad investigativa sino que eran la estrategias orgánicas que permitían toda la seriedad a mi juego a la hora de buscar comprender la naturaleza.

Nací en un pueblo donde tuve el privilegio del Paraíso. Todavía hay animales que, en la niñez y  hoy por hoy, sigo buscándoles el nombre, porque a pesar de que los conocí muy bien, de que viví reconociéndolos durante mañanas, tardes y noches enteras, nunca pude nombrarlos, carecían de un nombre para mí y siguen sin él.

Este hecho adánico pobló mis primeros años y fue nutriéndome de imágenes inolvidables. En cierto cuento de amor hablé de la estrategia que utilizaban los protagonistas para escribir o dialogar; decía que el primero basaba su método en un intercambio nodal, en un sistema de red de imágenes que iba enredando hasta crecer en diálogos o escrituras y que el otro lo hacía por medio de una atarraya de archivos mentales que iba relacionando entre si, dentro de su cerebro para poder estructurar el escrito o la conversación. Claramente estaba hablando de lo que he hecho toda mi vida.

Hoy por hoy, mi talento, si de alguna manera se le puede llamar así a esas crisis y ocio debe todo su cajón de herramientas a esa primera lección infantil.

Observar constituye la forma primordial y básica para poder lograr en el arte algo.

No recuerdo quién dijo la sentencia que voy a citar a continuación, de hecho hay muchas que me sé de memoria y que simplemente no recuerdo quién las dijo, el hecho es que quien la haya inventado decía que “cuando uno de verás logra observar algo entonces puede comprenderlo”, quiero ir más allá y completar: cuando uno logra observar algo puede reconocerlo y reconocer algo es poder de alguna manera tenerlo bajo su poder.

La enseñanza que en aquellos años me dio mi padre y que sigue dándome con insistencia, porque en realidad todavía me falta aprender a observar más, me sirvió para pasar al siguiente nivel.

Si en esto que les comparto puede existir algo de prescripción para aprender a escribir poesía entonces debo decir que lo primero que debe hacer una persona entusiasmada por la poesía es no escribir.

Esencialmente cuando uno escribe, comienza a pensar abstractamente, con las palabras más rebuscadas o la sintaxis más complicada, pensar no es hablar y escribir es todo lo contrario a amabas acciones. Lo primero que uno debe considerar en el largo aprendizaje de la poesía es el aprender a observar.

Atiborrarse de impresiones e imágenes, extralimitar, atestar el cajón donde el cerebro guarda lo que observamos, cargar hasta lo imposible esa cesta con las miles de fotografías que podamos. Luego hacer lo que Flaubert le pedía a Maupassant. Al igual que Flanery O’Connor yo considero que el autor de “Bola de cebo” debe todo su arte a las maravillosas consejas que le hacía su amigo Flaubert.

Cuando los dos escritores  se encontraban, el gran Bovary, le pedía que le describiera algún  objeto o sujeto  que en común acuerdo se habían puesto como reto antes de la cita. Cada paseo era un desafío a la observación y la descripción. Su encuentro estaba ceñido a un  diálogo sobre esas descripciones y cada día Maupassant pulía más y más su punzón de la escritura. Puedo imaginar que históricamente estos grandes escritores afilaron sus voces a base de este capricho mutuo.

Hasta aquí no he dicho cómo escribir poesía, sólo me he limitado a contar algunos hechos radicales de mi aprendizaje y que son esenciales para poder lograr la poesía.

Voy a poner aquí un extracto de una conferencia de Borges que se titula "La poesía" y que reza: “Bradley dijo que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado. Cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo; que ese poema preexistía en nosotros.”

La fórmula para lograr esto es que cuando escribimos un poema la primera persona afectada por el escrito debe ser uno mismo.

Quise traer esto a colación debido a que a veces pensamos que la poesía es de hecho un escrito dotado de palabras bonitas que logran enternecer. Nada más alejado, un poema es algo que golpea la experiencia propia y es capaz de secretar un recuerdo, una impresión o un sentimiento hasta el asombro total.

Hay versos grotescos, monstruosos, hechos con palabras que no son bonitas, que se entonan con cierta oscuridad y no por ello dejan de ser dentro de la composición definitivas.

Hay un poema de un escritor alemán, Horst Bienek, donde se nos narra un acontecimiento bíblico. Bienek busca mostramos los momentos cruciales de una familia frente a su inmediata e ineludible muerte en el diluvio.

El poema entero está hecho con palabras muy comunes, algo ordinarias. Lo que narra es un hecho simple: una familia desesperada en busca de un refugio de las aguas. 


Esta familia poco a poco, acosada por el mar, logra encontrar como último reducto la cumbre de una árida montaña. Conformados a su suerte intentan en vano apaciguar el terror en sus hijos enseñándoles a rezar buscando de alguna manera con este gesto quedar a paz y salvo con su Dios.

La imagen penúltima es conmovedora: la familia se acerca a las aguas a lavarse los pies; esta imagen es un símbolo que el poeta deja para inferencia del lector y que puede basar su significado en una primitiva tradición de humildad y entrega que la raza de Abraham realizaba como sacramento de conmemoración y unión al todopoderoso.

Hasta aquí el poema no nos ha trasmitido una sola red o estructura solida de palabras bonitas, brillantes, es más, al ser el poema versolibrista este se carga de entonaciones disimiles pero graduales que permiten cierta atmosfera de misterio, pero nada más.

Lo esencial en este poema, es la ruptura del sistema que se realiza al final, esa anagnórisis que se da es lo que convierte todo ese edificio de versos en un poema, en un algo atroz y maravilloso poéticamente.

Quiero citar la traducción al español. Sé que pierde mucho de la fuerza musical pero sin embargo la esencia de lo espeluznante que hace que el poema sea poema subyace también en la versión que presentaré. El poema se titula "Avant Nous le deluge":

Sabían desde hacía tiempo
Que ya no había lugar para ellos
En el Arca.
Enardecidos por sueños
Se fueron a las áridas montañas
Donde se hicieron registrar
Como fugitivos.
Todavía les enseñaron a rezar a sus hijos,
Haciéndoles ver que más valía
Morir en las cumbres
Que abajo en la oscuridad.
Luego aguardaron
El subir de la marea.
Con humildad lavaron
Sus pies en las aguas
Y se espantaron al ver
Que se habían bañado en sangre.
Fue eso lo que hizo tan terrible su morir,
Saber que habrían de ahogarse en sangre.

He aquí el hecho poético; lo que hace que nuestro corazón se estremezca como cuando presenciamos un accidente o una puesta de sol.

Ahora bien, se interrogará al escriba de estas cosas, como se logra esta percepción estética. Y entonces tendré que remitirme de nuevo hasta la infancia.

Ya había aprendido a observar, o por lo menos lo intentaba.

Mi padre solía leer fuera de la casa, sentado al borde de la pila que había en la entrada. Un día me llamó emocionado para compartirme su conmoción sobre un poema que acababa de leer.

Fue la primera vez que comprendí un poema verdaderamente.

El poema trataba de la caza de unos venados, de la agonía de estos animales. Padre lo leyó, aquí debo hacer un paréntesis, leer poesía, saber leer poesía es esencial.

Padre leyó el poema y enseguida me preguntó que podía deducir y que había visto en el escrito.

Yo quedé pasmado, pensé que estaba en clase de español frente a la profesora Miss Elvira y que si no le daba una satisfactoria respuesta podía perder la materia. Sin embargo cuando me exhortó a responderle su sonrisa esfumó todos  mis temores. Sin saber mucho de cómo comentar un poema le dije sin más ni más que no había entendido un carajo.

El poema es del cubano Anton Arrufat y se titula "Pareja de ciervos":

La cabeza adornada, flexibles y nerviosos,
Pasan dos ciervos.
Su belleza ligera anima la soledad del bosque.
Es el momento de la cópula:
Tienen del andar juntos una corta afición.
Ya su fino oído les advierte el peligro:
Tensa en el aíre silba la flecha asesina.
Un prodigioso salto en vano,
Y después el trémulo bramido.
Qué extraña la muerte:
Ha puesto al ciervo de rodillas
Sobre su propia sangre,
Contra la tierra la cabeza adornada.
Qué extraña la vida:
Tras la espesura, quieta
Y oculta, expectante mira
Desde los ojos de la cierva.

El poema es hermoso, tiene una cadencia fina que se desliza sin mucha pausa, no es lento, es más bien ágil y corre verso a verso como si se tratara de una secuencia fílmica.

Lo primero en lo que me hizo caer en cuenta mi padre fue el significado que había en el primer verso. Cuando el poeta dice: “la cabeza adornada”, ya nos está trasmitiendo algo y está buscando que nosotros podamos derivarlo. Padre me dijo: «A ver hijo, ¿qué es lo que adorna la cabeza en el ciervo?, ¿qué es lo que tiene un ciervo encima de su cabeza?, ¿qué tiene el ciervo que podamos decir le adorna la cabeza?».

« ¡Los cuernos! » le dije y sonrío. «Ahora – siguió-, ¿qué quiere decir el poeta con eso de “flexibles y nerviosos”? En este punto me hizo un tratado del movimiento de los ciervos. Fue como empezar a ver a estos animales temblándole la carne, todos nerviosos de aquí para allá, fue como estar observando un documental de Discovery o National. Padre me explicaba verso a  verso el poema. Había palabras que no conocía, por ejemplo: cópula. Llegados aquí yo ya sospechaba que estos ciervos iban a hacer algo, que andaban en amores, pero fue maravilloso cuando padre me explicó el verso “tienen del andar juntos una corta afición”. Los siervos no eran pareja, estaban reconociéndose, estaban en celo. A eso se refería el momento de la cópula, la corta afición, el adorno de la cabeza, la flexibilidad, el nerviosismo.

Hasta aquí todo el paisaje parece idílico pero pronto todo esto se ve interrumpido por un verso que no lograba comprender: “tensa en el aire silba la flecha asesina”.

Este verso es magistral, el poeta nos muestra el vuelo de la flecha, el zumbido. Heráclito, en una de sus paradojas elimina el movimiento y lo demuestra por medio de una flecha. El filósofo nos incita  a que lancemos una flecha y que todo el trayecto de la flecha, desde el arco hasta la diana, lo segmentemos en el numero de partes que deseemos y que miremos en cualquiera de esos segmentos si la flecha se ha movido. Heráclito concluye que la flecha nunca se movió, siempre ha estado quieta, cada trozo en el aire nos demuestra que la flecha siempre ha estado inmóvil. Cito esta paradoja para trasmitir de manera parca la impresión antónima que sentí cuando padre me explicó el verso de la flecha asesina. Por el contrario de lo que vio Heráclito, yo vi esta flecha moverse, salir del arco con intensiones crueles, templándose para entrar más fatalmente en la carne de los ciervos.

La otra parte que padre me explicó y que todavía no olvido fue la agonía, esa cornamenta contra el suelo, contra el pozo de sangre, hincada en su dolor, en su muerte.

Pero lo más sorprendente fue cuando me expuso el secreto del verso final. Esta agonía no la estábamos viendo a través del ciervo que moría, ni del cazador o el poeta sino a través de un testigo más conmovedor. Padre me dibujó con espléndida elocuencia lo que le había maravillado. El hecho de que la imagen del moribundo la estuviéramos viendo a través de los ojos de la cierva, que la muerte de pronto, se viera reflejada en la pupila del animal escondido, era lo mágico. Nosotros éramos esa cierva escondida, expectante, nerviosa, mirando morir a su ciervo. Eso era lo rotundo, lo poético.

Este hacer ver, este develar, fue lo que hizo que me entusiasmara por la poesía. Había algo que me trasmitía mi padre en estos poemas que no estaba en ninguno de los poemas que día a día discutíamos en clase.

Sin embargo padre supo también explicar que no se trataba de que no hubiese esta clase de poemas en clase sino que no sabíamos leer poesía.

En lugar de darme ejemplos de poetas reconocidos: Eluard, Neruda, Vallejo, Bukowski, Eliot,  Walcott, Heaney, Symborska, Michaux, Paz, Maldelshtam, Brodsky, Haleví, Koltz, Söderberg o los manuales de Cohen, Valery, Pound, Alonso o Bousoño, fue hasta el interior de la casa, hasta la biblioteca y trajo un libro de poemas de García Lorca y una antología de poemas Costumbristas y me citó algunos ejemplos explicándomelos verso a verso.

No sé me puede borrar de la mente esa imagen cuando estupefacto logré comprender los versos de Lorca: “con el aire se batían / las espadas de los lirios” y como de repente el poema de la “Casada infiel” se me trasformó en otra cosa más misteriosa que un simple poema para declamar en una festividad del pueblo.

No sólo me demostró el poder que tenía Lorca para construir imágenes en este poema tan repleto de perplejidades sino que fue mostrándome aquí y allá cosas sorprendentes del poeta. Otro verso inolvidable que entendí para siempre fue: “el jinete se acercaba/ tocando el tambor del llano”. Los cascos del caballo galopando sobre la sabana, esa imagen que sólo Lorca había sido capaz de construir. Cuantas veces no había visto a un jinete y su caballo galopando por el llano, cuantas personas no han tenido esta experiencia y sin embargo ninguno pudo ser poeta para escribir esa frase tenaz.

De Lorca pasó a la antología de poemas costumbristas (que generalmente son conocidos por el público de Latinoamérica en la voz del Indio Rómulo), demostrándome con ello el poder verdadero de la poesía. Uno de los poemas se titulaba “Amaneciendo” el cual se le atribuye a dos autores: uno es Claudio Martínez Paiva y el otro es Yamandú Rodríguez. No sé quién sea el hacedor lo que si sé es lo que aquella tarde me logró enseñar mi padre con ese poema.

El poema trata de un hombre del campo, un gaucho solitario que al parecer, por lo que insinúan ciertos versos, es alguien acostumbrado a demostrar el coraje y la hombría, sin embargo en la madrugada del relato, el hombre se encuentra con la sorpresa de que ante la puerta de su casa han abandonado a un recién nacido. El gaucho lo examina y queda enamorado por completo del pequeño, sin embargo la decisión de quedarse con el pequeño le causa problemas con su amada quien insta a decidir entre ella o el niño. Pasmado ante la frialdad de la mujer que ama y que le arroja esta demanda, decide, sin pensarlo, abandonarla para siempre y quedarse con el que para él será su hijo de ahora en adelante.

La historia no pasa de comedia, sin embargo nuestro héroe, tiene una forma de narrarnos el hecho  de una manera que sólo es atribuible a un poeta.

Algunos de los versos son magníficos. En la primera estrofa padre me reveló la magia de los dos últimos versos, que al ser escuchados la mayoría de las personas dejamos pasar por alto debido a la trama  pero que esconden todo un universo de misterios.

Cuando el gaucho sale a prender su tabaco “mientras termina de encerrar la noche / una ronda de gallos ferrugientos”, uno siente que el campesino ha logrado trasmitir algo que va más allá de la narración, que en ese preciso momento el lenguaje ha sido transformado para decir algo indefinible, que de alguna manera el lenguaje, gracias al poeta, ha transmutado las reglas y ha roto con el signo mismo para poder decirnos otra cosa.

La pastora en este caso es la noche, una noche que con afán se precipita a llevar hacia el corral una «ronda», esta palabra es definitiva, ronda remite inmediatamente a juego y concede al verso esa capacidad juguetona y coqueta con que la acepta el cerebro. Hay un doble mecanismo encerrado en la utilización de esas palabras; el alegórico y el tropológico,  pero esta palabra, simbólica en suma, es sólo un preámbulo de lo que viene, que es lo verdaderamente increíble: «Gallos ferrugientos». He aquí la sorpresa, los gallos tienen la propiedad del hierro, la palabra ferrugientos irrumpe como elemento extraño, que causa toda la sorpresa poética, sin embargo, la metáfora no deja de ser ambigua y de permitirnos varios significados: podría tratarse de veletas con silueta de gallo o en realidad señalar un corral. El caso es que el verso con estás palabras tan bien combinadas logra una rotundo maravillamiento en nuestra emoción.

Al parecer, los versos nos incitan a desplegar un sinnúmero de imágenes: el amanecer, el véspero, la urgencia del color de la noche y la imagen de esos gallos que no logran quitarse todavía la penumbra y que parecen juguetear en el traspatio de un rancho.

Los siguientes versos son más elevados. El poeta quiere describirnos la belleza del amanecer que está a punto de contemplar y para hacerlo se remite  a comparaciones cotidianas que tiene a la mano logrando con la palabra «ceniza», «rocío» y «horizonte» ese estallido de color que prolonga en los versos con maravillosa certeza así: “Tapao por la ceniza del rocío,/arde en el horizonte el trasfoguero”.

Este tipo de cosas fueron las que me enseñó a observar mi padre en la lectura de los poemas.


Ya no solo se trataba de coleccionar imágenes sino también de aprender a leer el universo.

Fue así como poco a poco me fui creando el hábito del arte. 

Flanery O’Connor dijo, transformando y completando la sentencia de Maritain quien observaba el “habitus como una actividad del espíritu”, que «El arte es el hábito del artista, y los hábitos deben arraigarse en lo más hondo del conjunto de la personalidad. Hay que cultivarlo como cualquier otro hábito, durante un largo período de tiempo, mediante la experiencia. Y enseñar cualquier modalidad de escritura consiste en gran parte en ayudar al estudiante a que desarrolle el hábito del arte».

Creo que entonces lo que he intentado hasta ahora va por buen camino.  Pero cómo se logra ese hábito. Conozco gente que es muy buena observando, que son excelentes observadores de los detalles y las cosas más escondidas, sin embargo, no so capaces de escribir un verso.

Desarrollar la observación es lo primero, pero no lo es todo, como bien decía, hay que aprender a leer, a observar en lo que se lee, lo que está más allá.

En pocas palabras hay que ser anagógico. Si alguien desea escribir bien poesía debe ponerse a seguir estos pasos con suma paciencia, debe entregarse a este oficio de observar y leer con pasión, antes que inclinarse a tomar lápiz y papel o un computador.

Para crear poesía debe nacer primero la sensibilidad, estar dotados con ella y la única forma es aprendiendo a sentir con todos nuestros sentidos, cuando ya hemos aprendido a observar es necesario entonces aprender a escuchar, luego degustar y tocar. Ninguna escritura que carezca de por lo menos tres sentidos puede considerarse creíble así trate de temas reales o ficticios.

Pero no me extenderé más en esta lección que tuve en mi infancia, creo como suficiente lo dicho hasta este momento para que cada quien pueda crearse su propio método y su propia expectativa frente a este enfoque iniciático.

Pasemos ahora a la parte que todos quieren saber: la escritura. Aquí es donde generalmente se nos enseña  la diferencia entre un símil, una metáfora, qué es la rima, qué es la métrica y esas tantas y tantas cosas que sólo me parece son mero objeto de carpintería dentro de un don.

Si observáramos bien cómo un poeta escribe un poema, nos asombraríamos al descubrir que el mismo poeta no sabe siquiera muy bien para dónde va con lo que escribe. Algunos comenzamos con una estructura: elegimos sobre qué esqueleto va a estar la carne del poema. Acaso un  soneto, un verso libre, un oda, un cuarteto, un canto. Otros optamos por el tono, o sea, esa capacidad de reconocer la entonación y la acentuación que debe llevar lo que queremos expresar.

Si debo confesarme debo decir que yo siempre comienzo por una imagen o un verso, que esta imagen o este verso son los que dan volumen y música a todo el resto. A veces es una sola palabra, porque como decía Borges, “cada palabra es una obra poética”.

Pero para que llegue ese verso, es imagen o esa palabra, a veces me es necesario rumiar y rumiar durante meses o años un tema o una sensación.

A esto es a lo que quiero llegar, el hábito debe desarrollarse no solo escribiendo ante el computador o sobre la hoja  sino que debe realizarse a toda hora. Uno debe escribir en la mente, debe pensar escribiendo. Sólo de esa manera se agudiza y se va adquiriendo destreza en encontrar comparaciones, en lograr descripciones, en poder generar imágenes. El hecho de escribir debe convertirse en un estado natural de nuestro pensamiento, que nuestro cerebro escriba a todas las horas del día y de la noche.

La escritura debe estar asociada a una voz, a un «ser del lenguaje» como decía Foucault, que haga posible la personalidad lírica. Quien desee ser poeta debe primero aprender  a hablar poéticamente, líricamente, debe encontrar su voz, la que lo distinga; el timbre preciso que le identifique como es, con el cual, se sienta natural al expresarse.

Esa voz solo es posible encontrarla gracias a la cadencia que tengamos en nuestro espíritu; es como la forma de caminar o sonreír o estornudar, nadie camina igual, ni estornuda, ni sonríe  igual a otra persona. Lo que hizo famoso a Louis Armstrong en el jazz no fue su genial don para improvisar sino sobre todo el sello emotivo que lograba imprimir a cada interpretación.

Cuando el ser logra reconocer su forma íntima de expresarse entonces a continuación deberá empezar a coleccionar aquellas palabras que como dijo Octavio Paz “vienen con uno debajo del brazo”.

Esas palabras se convertirán en la rubricas o en el olor que hace posible e identificable una escritura. No existe laberinto posible que no evoque la silueta de Borges, ni jaula que no evoque a la de Pizarnik, aguacero que no nos hable de Vallejo, infierno que no nos recuerde a Rimbaud o Hierba que no conjure a Whitman.

Si un escritor aprende a manejar diez palabras y las hace únicas, con eso será suficiente para decirlo todo.

Por último debo agregar y señalar que quizás ninguno de estos recursos o indicaciones pueda convertir a alguien en escritor, en poeta, pero por lo menos lograrán sensibilizarlo hacia lo que es el hecho poético, lo que en suma es ya estar dentro del camino.

No me resta sino insistir a aquellos que con esmero desean escribir poesía que primero evalúen si son capaces, después de realizar el ejercicio de observación, de describir con comparaciones maravillosas y veraces, creíbles e increíbles cualquier objeto que se propongan como reto.

Si por lo menos logran una comparación buena, no duden en convertirla en un verso, no duden en insistir, no duden en escribir hasta que, como decía Robert Graves, les sangren los dedos.

Buena suerte.

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