20 julio 2011

At-Swim-two-Birds


Un clásico realmente envidiable.

La primera intención que me llevó a  acercarme a la obra de Flann O'Brien debe su encanto a Internet.  Después de algunos años, no he podido dejar de ser esas dos clases de lector que tan exactamente definiera Arturo Cruz Kronfly, ese gran colombiano, maestro del ensayo. Durante largos períodos he sido un consumado literato hedónico y en otras un indiscutible lector lúdico.

Antes de que Arturo me persuadiera con su tesis, Borges ya había logrado definir mi asombro por la literatura con su gesto nada humilde de llamarse así mismo tan sólo un “lector hedónico”. Sin embargo, tiempo después, la tercera categoría de Kronfly comenzó su delirio en mi ser.

De un tiempo para acá he comenzado a sentirme cada vez más agónico. Sin lugar a dudas, el lector agónico existe. Ese lector de las orillas, del límite, que explora, desesperado, nuevas regiones literarias en busca de algo que lo conmueva, de algo innovador y sorprendente que lo deje pasmado y lo devuelva a la infancia, al asombro algún día inevitablemente nos alcanza. 


Increíblemente de un día para otro comencé a sufrirlo. A sufrirlo realmente como si se tratara no de una evolución dada por el gusto lector sino de una enfermedad o adicción que necesita ser curada o satisfecha.

Un día navegando por internet me encontré con una reseña de un libro que el lector insistía, sin conocer mucho del autor, merecía la pena recomendarse por la técnica y frescura que contenía.

Me llamó la atención su reseña; argumentaba que el libro presentaba a un escritor deseoso de crear una historia pero que los personajes de esta después de un periodo determinado comenzaban a rebelarse y a crear su propio destino hasta llegar a inmiscuir dentro de su libertad ganada al mismo escritor.

Este argumento me fascinó, de hecho, ese pequeño comentario junto con el indescifrable título del libro hicieron que buscara por toda la red la forma de descargarlo y leerlo.

Fue fácil dar con el autor en cuestión, no sólo bajé el susodicho objeto de mi curiosidad sino que el fructífero Internet me dio cinco obras más de este raro personaje.

Comencé entonces la lectura de At-Swim-two-Birds. En el prólogo se me informaba acerca del origen del título del libro, esa frase o palabra, más señal y referencia para marcar un sitio determinado de la historia gala, me cautivó.

Las distintas traducciones no han hecho más que intentar llegar a un acercamiento semiótico del signo en cuestión, o sea, han intentado una versión lo más cercana posible a lo que no tiene traducción alguna.

En algunos estantes se puede leer: Nadar dos pájaros, en otras: El nado del pájaro y en las más estrambóticas y antiguas se encuentra como Dos pájaros a nado. Todas las acepciones son maravillosas ya que de alguna manera buscan definir ese extraño nombre de la aldea Irlandesa situada a orillas del río Shannon.


Valga decir que yo también busqué interpretar ese nombre tan lindo, de alguna forma busqué reconocerlo más allá de las leyendas irlandesas. 


Mi única manera de poder hacerlo familiar fue pensar que posiblemente la aldea se llamaba así porque  esta al ser atravesada por el río, al ser partida a la mitad, había incitado a los hombres de aquella región, maravillosamente, a darle un nombre y a ver en ese nombre la topografía de su aldea, la silueta de su lar, el trazo de esas dos aves, dos aves volando hacia el mito a cada lado del río. 


Recordé la ciudad de Buda que al unirse por un puente con Pest corrió con igual suerte convirtiéndose en una de las ciudades más maravillosas de la Europa Oriental.


Sin buscarle más patas al gato me conformé con esta explicación y dejé que las aventuras de Dos pájaros a nado me enloquecieran..

Hablar sobre lo que es la obra en sí sería intentar un imposible. El libro se reproduce en un caleidoscopio de tramas que van trabándose hacia el caos, pero este caos por raro que parezca se ajusta a una lógica que es precursora de todas las técnicas literarias de las vanguardias del siglo XX.

Leerlo es un acto de divertimento y de revelación.

El chico del blog que me había develado este opúsculo en cuestión, no se había equivocado, tenía entre mis manos un gran libro, un muy buen libro, una joya.

Después de la lectura de este clásico me di en concentrarme en una investigación atolondrada sobre el escritor. Mis conversaciones de oficinista varado en la fotocopiadora, de camionero embelesado ante un plato de comida en un paradero cualquiera, de marihuanero que comienza una disertación sobre el estado de la inutilidad del pensar, no me llevaron a mucho. Muchos de mis conocidos ni siquiera sabían en que idioma les estaba hablando, otros, apenas si le habían oído mencionar y los más dados al paraíso de las bibliotecas apenas si reconocían en el libro una joya.

¿Qué pasaba entonces: acaso un escritor desconocido con una obra genial, por no ser comentado como se le merecía, genera, psicológicamente una negación?

La cuestión hoy en día  al parecer es leer lo que es recomendable, lo que nos recomiendan desde los cánones académicos, así y no de otra forma, uno lee el ladrillo de Joyce porque aunque no pueda terminar Ulises este de todas maneras es un “Clasico”. Un clásico, valga mi opinión que apenas está por cumplir cien años desde que apareció. No lleva un siglo sobre la faz de la tierra y ya decimos que es un clásico.

No puedo negar que de todas formas Joyce no lo sea (atendiendo a la definición que de clásico dio Borges el autor irlandés es un gran clásico), de hecho lo es, pero a veces se convierte en un escritor extravagante que cansa.

No me imagino a este clásico en 2000 años siendo leído por una raza que apenas logre tolerar el egocentrismo enfermizo que caracterizaba a Joyce.

Un ejemplo de la decadencia de este clásico se puede encontrar en algo que Javier Marías me hizo notar. 


Joyce dijo alguna vez, con esa arrogancia infantil que lo identificaba, que si Dublín fuese destruida, la ciudad entonces podría reconstruirse ladrillo por ladrillo tan solo leyendo sus obras. 


Marías lee las obras y se larga a Dublín y por ningún lado ve en esa ciudad, la ciudad que se halla en los libros de Joyce.


Marías, el jovencito que escribió otro de los libros fundamentales de mi biblioteca: Los dominios del lobo, que a los 17 años lograba lo que de alguna forma me llevaba a envidiarlo y a admirarlo, ese héroe o sacrílego, ese iconoclasta o hereje derrumbaba un mito: no hay ninguna relación que pueda acercar o hacer comulgar la ciudad que se describe en las obras de Joyce con la Dublín que la realidad y la modernidad y el progreso han construido.

Sin embargo es un clásico, que quede nota por favor.

Pero bueno, vuelvo, lo que pasaba no era que mi libro en cuestión no fuera un clásico o que no fuera una joya, para mí ya lo  era, pero más allá de eso, lo que sucedía era que el escritor era un escritor de reverencia secreta.

En los dos años que duró expuesto en las librerías, el libro sólo vendió 244 ejemplares. Luego se quemó la editorial y nada, tuvo que pasar medio siglo para que volviera a ser leído.

Esto lo sé porque lo sabe Sergio Pitol y él es quien lo menciona en su libro de ensayos: La pasión por la trama.

Cuando leía el ensayo “El infierno circular de Flann O’brien” lo que me hizo cerrar el libro con furia, envidia, gozo, maravilla e ilusión no se basaba en esa anécdota, sino en algo más rotundo.

Si yo algún día escribiera una novela y la publicara, quisiera que dicha novela corriera con la suerte que tuvo esta, que tan solo 5 personas la compraran y la leyeran y sentenciaran lo que sentenciaron respecto a Flann.

No me importaría vender un ejemplar más, con tan solo esos cinco compradores quedaría contento. Los millones y millones que posiblemente pudiese vender no me importarían.

En dos años la editorial vendió tan solo 244 ejemplares, entre los compradores, que quede claro porque sólo quisiera entonces que mi libro corriera la misma suerte que este, estaban: Borges, Beckett y Joyce.

Lo más maravilloso es que al leerla quedaron perplejos, extasiados y la admiraron por el resto de sus vidas, es más, terminada la lectura no hicieron otra cosa que anunciarla como una verdadera mitología, un clásico.

Que suerte tan….O’brien.

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