20 junio 2011

EL TITIRITERO


“La vida del hombre es un laberinto en todas las épocas, ya que no sabemos lo que somos, quiénes somos, ni qué es el universo. En fin, sabemos que la vida es un enigma... y el mejor símbolo es el laberinto... para mí que no sé bien quien soy, ni qué cosa es el mundo, me veo como un laberinto
Jorge Luis Borges.


Apareció de pronto, así, en la noche. Apareció sin dársele nada en medio de mi cuento y en la escena menos apropiada. Nunca supe de dónde venía, de qué ciudad, qué origen y protagonismo tuvo. Lo cierto es que si importarle nada, sin esperar siquiera que Peter Kurten, “El vampiro de Dusseldorf”, estrangulara a su pequeña victima germánica, él, la sombra aun silenciosa en el bosque sombrío de mi relato, hizo su lenta presentación; al principio sólo fue un rumor de hojas quebrándose, luego se intensificó como una silueta larga, como un gabán cargando entre sus sombras el acecho intangible de algo parecido a la geometría de un hombre.
Mi ofuscación creada a raíz de los acontecimientos inesperados de esa noche propiciaron que creara la entrega inmediata de Kurten a la policía; no sé si fui yo quien escribió su confesión repleta de horribles y desquiciadas torturas sin arrepentimiento o si fue el vampiro que entendió en lo profundo de su antagonismo, que su perfección había terminado o por lo menos concretado el desencanto. Tal vez en la cárcel me haya culpado por su fatal destino: sumido en su propio llanto quizá entendió mi despreciable obsesión y me aborreció.
La verdad es que él ya poco me importaba, lo desamparé al vaivén de mis letras, de mis desconocidas palabras y habiéndole otorgado como universo único una de las mazmorras de Colonia, le dejé. No lo di a la muerte porque no me pareció que un personaje tan increíble, al cual había dedicado días y noches de intenso estudio ahora fuera depurado en un simple cuadro den mi pensamiento; reservé su tortura como plataforma para augurar una historia de venganza que ya me prefiguraba fantástica.
Habiéndolo dejado en la más irremediable oscuridad me arriesgué al periplo de mi imaginación, las teclas de la máquina de escribir buscaban afanosamente en su exploración infinita de caracteres la silueta del desconocido personaje.
Mi búsqueda empezó dentro de mis primeros relatos. Países y ciudades ya olvidadas, calles de muerte, abandonados almacenes, barras, la pampa inmensa, la avenida desolada y las sinagogas seguían desoladas como abandonados solares de la infancia.
En el antiguo “kynosarges” creí hallarlo, pero cómo explicarme su contemporánea vestidura y su acento que me imaginaba extranjero. De allí pasé a cuentos cortos que había elaborado en mi incipiente juventud. Un viejo bajel, el laberinto eterno de la mente soñando, el rostro de un hombre ya muerto ante un espejo, el prado, los jardines del oriente en los ojos de una golondrina y el metro de una ciudad inacabada también fracasaron en el hallazgo.
El patio de mis poemas contrajo la innegable responsabilidad. Una guerra poco luminosa entre el amor y el olvido, las esferas infinitas de Jenófanes, el onírico imposible de Arrio, las estepas siberianas acosadas por corceles, el trono profético dónde cayó el sordo augur de un emperador, los mortales asesinos de los arrabales, la aventura inquebrantable de un Vikingo, el Golem que me asedió también en mi pasado como un símbolo, el tenue amante que fui y la voz desconocida que por teléfono me desvelaba increíblemente fallaron ante la abocada figura que mi mente había presentido.
Los ensayos, abortados por las bajas críticas y pobres admiraciones, se dieron en la tarea de hallarlo en sus alquímicas páginas: el retrato de Schopenhauer ante el río cambiante de Heráclito, la inspiración y el físico de Alberto Canova, el porte inacabado de Jesucristo, los habitantes de la metrópoli que caminó Shakespeare, los amantes indecisos de Miguel Ángel, los personajes de Wilde y hasta la metáfora infinita de Dios, fueron insuficientes para intuir sus huellas sobre el misterioso universo en que al parecer había decidido urdirse.
¿Si no había existido antes, entonces por qué no reconocerlo formalmente en algún relato? Escudriñé su morfología oculta y con la escasa sombra le fui estipulando un pasado, un rostro psicodélico y una estrella. Su vida abarcó todos mis sentidos, yo era su dueño, respiraba en la literatura gracias a mi poder que ocultamente también era una venganza contra mi impotencia por reconocerlo. Cagliostro, el gran masón fue su maestro, sus libros y sus lecturas abarcaron desde Lao-Tse hasta el inmensurable Spinoza; sus aventuras y sus mujeres fueron envidiadas y hasta el parco lenguaje en el que hablaba fue imitado.
Londres, urbe en la cual basé toda su juventud, se convirtió en el la esquela radical de su primera acción deslumbrante, convencido de que Tomas Hausser: título que le concedí, era una de mi más grandes creaciones; lo sacié con sabiduría, con profecía y con una vejez adolescente.
Una mañana encontrándome entre dormido y despierto sentí el llamado de una voz inquietantemente bella que me sedujo; creí estar alucinando o quizás alcanzando el dominio de comunicarme con la última esfera celestial que un día nombró Dante, pero la mano esotérica del omnipotente volcó las ambiciones.
Hausser, “El iluminado”, me dio a conocer su muerte y en los sueños rogó por su salvación; me era inconcebible su diálogo; más, cómo no lograrlo, si le había entregado el extenso conocimiento de la humanidad.
Procuré cambiar su destino. Sobre mi mesa de noche la inoportuna sorpresa de su muerte ya acaecida desplomó mis emociones; las hojas teñidas de escarlata sangre, líquido inefable dado a los hombres para afirmar su mortalidad, me comunicaban la trágica desventura.
Entre los panfletos que logré salvar de la fuente carmín descubrí los pormenores que conllevaron al homicidio; entre aquellos párrafos repletos de tan inmerecida tristeza se encontraba el nombre arrogante de Kurten “El vampiro”; la suerte había jugado con mi imaginación.
Kurten, en su abandono, aprovecho para disponer de su codiciado plan de venganza; una noche utilizó el sabio manejo de mis sueños y escapó de prisión, vagó por mucho tiempo en la geografía de mi universo hasta llegar al inhóspito poblado donde se encontraba Hausser.
Si que nadie lo reconociera, se mezcló entre el pueblo con artimaña y decisión; pronto fue líder de una causa, de un sindicato que desaprobaba la sabiduría de Hausser y que lo condenaba. El momento más desgraciado del quimérico proyecto, fue el asesinato. Amarrado de los pies, colgado en una posición no digna de mi mayor creación, le azotaron, escupieron, vejaron, maldijeron e hirieron; palos, piedras, lanzas, dagas, revólveres, un centenar de armas borraron el rostro, la redentora, la sabia cara de ojos escrutadores y redentores de todas mis escrituras.
Intenté durante mucho tiempo cambiar los sucesos, más me era imposible, algo dentro de mí lo aceptaba, lo afirmaba. Fue entonces cuando me conformé con la comprensión de que el destino sí existe; que éste no lo construimos, que alguien quizás (imagino) con el mismo poder de crear, nos traza la línea hierática de nuestras vidas. En uno de mis olvidados poemas “Limites”, deje entrever un poco de esto sin entenderlo, porque, como Hausser, mi destino también está trazado artificiosamente, y yo, quizás esté irremediablemente obligado a olvidar este hecho; a lo mejor pensaré en el futuro que todo esto fue un sueño y no lo recordaré.
Por el momento, seguiré siendo Julio Platero Haedo. Alguien está hilando mi suerte. No importa.

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