A mi padre.
Introducción.
Desde adentro
mi alma decadente de pájaro famélico,
exhortadora de distancias paranoicas,
expulsa maldiciones a algún orate,
que cargando con la máscara de un dios estéril,
desdibuja las falsas esperanzas,
los mutilados ensueños,
la materia de una ciencia estancada,
el frágil desamor de las tabernas y
los acicalados versos de los muertos.
¿No soy yo acaso la silueta
desmentida de la historia,
el encorvado búho cadavérico,
el hacedor de un cernícalo de alas celestinas…?
Alegato.
La cara de los días jugó rayuela
en el patio de mi infancia
dejándole al azar el turmequé de los años.
La niebla y la noche incorrupta
disfrazadas de hechiceras ciegas
trazaron en la mente manías,
agüeros, cronopios, selvas y cascadas,
cuevas, cervezas y llantos olvidados.
Tu sombra de Gilgamesh resucitado
tejía en el huso de mis sueños
una materia de cristalizados sentimientos.
Las horas pasaban en el laberinto mimoso de tus libros.
Solo, imaginando la presencia de tu sangre,
fantaseaba creando tu figura en las paredes.
La infancia se fue detrás de caracolas y cangrejos
dejando en el pecho del pequeño
un espectro de soledad.
Así aprendí a crear engendros de palabras,
a cazar escorpiones y falsos agoreros,
a ponerle aldaba a la puerta de los labios
y buscar entre las noches
una esperanza entre los brazos de alguna Melusina.
La noche llegaba con sus vagidos y oscuras conspiraciones
arremetiendo la piel contra erizados nerviosismos.
De pronto, sin creerlo,
una evolución más delicada que el tiempo
hizo que aquel niño sepultador de fantasmas moribundos
se convirtiera en la crisálida desleal de tus entrañas.
De nada sirvió el parecido de los rostros melancólicos
ni crear juntos, en el aire, a dos manos,
poesías, cuentos, palabras inconformes,
cronosofías, denuestos, psicologías,
desconsuelos, aventuras y silencios.
De nada sirvió que, en el vacío de tus sueños,
tejiéramos alegres y a una sola puntada
la piel gélida de los muertos sin cerebro,
que nuestros ojos atisbaran las mismas señales de los vientos,
los mismos senos fortuitos detrás de las iglesias.
De nada bastó conocer el pasado abriendo heridas en las manos
y la voz de bisonte viejo de mi abuelo.
No le eches la culpa a tus falsificados errores de hechicero,
no busques en el pincel la línea de mis pasos,
no intentes hallar en tus poemas mi destino,
ni el augur, ni el báculo inexistente de los dioses arcillosos
han de asegurarte el desvarío de mi sangre.
Antes de que partas al mundo de tus óleos,
antes de que se canse de vagar por las calles
el mapamundi de tus ojos,
¡detén la marcha!
y como un buscador de ecos
acerca tu oreja de murciélago asombrado
al cóncavo suelo de mi alma.
No soy un cíclope ni un peligroso taumaturgo,
no creo en lágrimas ni en redenciones,
tampoco soy tu sombra o
el otro yo que te navega en el cerebro.
No hallé mi destino en los mapas de tu rostro.
Recuerda viejo amigo de indígena piel enamorada:
el destino es la prolongación lenta de los actos.
La memoria y el sueño vagan en mi cuerpo
como eternos enemigos.
Despedida.
Llevo en mi canasta de curiosidades
El asombro y el juego por costumbre,
estos no me harán inmortal como quisieras
pero al menos me llevarán satisfecho hacia la nada
(en el fondo de mi nebulosa mente hay un redentor histérico
que moldea el vuelo de las mariposas).
Algún día me tragaré de un solo bocado las ilusiones
y me iré de la tarde, como una golondrina,
buscando el país fantasma de mis desventuradas decisiones.
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