06 noviembre 2010

El club de los suicidas



“No puedo ponerme una pistola en la cabeza y apretar el gatillo. Algo más fuerte que yo mismo impide la acción; y, aunque detesto la vida, no tengo fuerza material suficiente para abrazar la muerte y acabar con todo. Para la gente como yo, y para todos los que desean salir de la espiral sin escándalo póstumo, se ha inaugurado el Club de los Suicidas.”
Robert Luis Stevenson.


Lograr que una película sea irremediablemente cómica, trágica y a la vez misteriosamente compleja es admirable. El buen cine no sólo debe irradiar fotografías inolvidables, compactar historias tejidas memorablemente sino que debe ser un portal que nos promueva realidades sospechosamente posibles.
La historia del celuloide está demarcada bajo un trocha trabada entre dos dimensiones: por un lado tenemos un riel que se encargó de cargar con el peso de la evolución de un una tendencia realista, cabe mencionar que por allí ha circulado todo el cine que hasta nuestros días ha enfocado su empresa en la concentración precisa de historias que toquen la experiencia de cualquier ser humano y que de una u otra forma pronostiquen todos los comportamientos habidos y por haber dentro de la odisea de la especie. Por el otro riel ha viajado desde sus inicios la pesada carga del surrealismo y con él toda la preciada pirotecnia de dimensiones posibles para oxigenar y equilibrar el paquete.
Ambas tradiciones han sugerido memorables comentarios, han establecido paradigmas y denotado históricas proezas para la evolución del oficio y por esta razón el tren del cine ha logrado convertirse en un medio de trasporte propicio e imperecedero, convirtiéndose en una necesidad de nuestra misma posibilidad existente.
Pero ha sucedido últimamente algo extraño, el desgaste de los rieles ha dado para que algunos ingenieros proyecten sobre la trocha del celuloide una vía férrea que se sostenga sobre un mecanismo singularmente extraño; el riel hiperreal: han fusionado los rieles y han logrado cargar con el pesado tren en una trocha elaborada con un solo riel que parece ser una aleación asombrosa entre la realidad y la irrealidad.
De eso trata la película de Roberto Santiago. “el club de los suicidas” es una narración que entreteje lo posible y lo imposible dentro de una atmosfera cotidianamente factible en cualquier parte. Los personajes son seres ordinariamente hallables dentro de nuestra cotidianidad y sus miedos, trastornos e ilusiones son tan comunes que parece que estuviéramos asistiendo a un evento cualquiera de la vida misma.
Ese es el riesgo, se termina por creer que es tan probable, que inevitablemente la historia se considera como una muestra eficaz de un género nuevo: la ilusión.
La magia funciona de igual forma, se nos hace creer que un evento obedece o parece obedecer a fuerzas sobrenaturales cuando el mero truco es tan sólo la elaborada actuación de un malabarista sin igual.
“el club de los suicidas” es esa pieza de magia que procede presentándonos cosas que van siendo tan ciertas y tan posibles para dejarnos luego con el truco barajado dentro de esa misma realidad sin darnos cuenta.
Comedia y sobriedad angustiosa, tragedia y chiste sarcástico. Un club donde los personajes anhelan un escape a través de un juego que les va jugando la propia encerrona a sus más oscuras obsesiones y deseos.
¿Hasta donde un juego logra inmiscuirse tanto con uno mismo y modifica nuestro ser? o ¿hasta donde una consecuencia fatal de nuestras decisiones nos conlleva a un remolino de actos que rebotan con precisión fatal sobre nuestras propias esperanzas? Las preguntas son justas ya que cada uno de los personajes las sufre y las responde con el estupefacto arrepentimiento que conlleva el remordimiento.
Una película que mezcla dentro de la realidad una irreal forma de proponer conclusiones para la vida tal y como lo logra “los sospechosos de siempre” o “El quinteto de la muerte”. Una película donde la irreal proposición se convierte en la única jugada posible para hacer efectiva la escapatoria de seres alienados por sus propios resentimientos, sus imágenes retorcidas de sí mismos y que son el espejo de esa oscura manía que todos tenemos para hacernos sufrir.
Una apuesta que en definitiva recrea de la mejor manera posible uno de los relatos de las “nueve mil y una noches” que el gran escritor Stevenson fabricó una centuria atrás, antes de que Roberto Santiago la adaptara en circunstancias quizá tan favorables y reales para nosotros en nuestro tiempo como lo debieron ser en su tiempo el todos los personajes alrededor del príncipe Florizel.
Vale la pena ver esta pella de perdedores que inventan el mejor club para revivir un malestar primitivo del comportamiento humano. Además, lograr que una película sea irremediablemente cómica, trágica y a la vez misteriosamente compleja tal y como lo hizo Roberto Santiago, es admirable.

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