04 julio 2010

LA PROVOCACIÓN COMO REVELACIÓN.

Artículo de la separa CINE CLUB QUIMERA


sección:


CINE, CAFÉ Y UN BUEN LIBRO.
Por: Zeuxis Vargas




“Todo arte está basado en el inconformismo”.
Ben Shahn.




Poca es la literatura que ha intentado defender y exaltar al cine. Este acontecimiento de indiferencia que ha recaído en el séptimo arte se debe a una clara mitificación, que por lo demás, sólo se remite a un status, a una representación beligerante y a una imagen clásica de lo bueno y lo malo. Esta ética despoblada de sus verdaderos principios de unicidad moral y filosófica posibilita la generación de un discurso despectivo que se lanza, desde la crítica, al cine.
La gente de cine desde esta perspectiva se remite a una parcela exclusiva de oficiantes que deben su título a una tendencia determinada que siempre se justifica como rama particular no de un arte sino de una profesión; profesión que esquematiza y rebaja la profundidad estética de lo trasformaciones que puede realizar la cinematografía en el mundo.
La arbitrariedad y satanización establecida dogmatiza no sólo la intención con que debe reflexionarse el cine sino que especializa la crítica desde la cual es posible la excomunión que se lleva a cabo hacia las creaciones cinematográficas.
La inquisición se basa entonces en un aniquilamiento de lo posible, de lo creativo, de lo denunciante, de lo hereje. El cine no como un hedónico ejemplar del arte sino como un exótico ejemplar de lo común, de lo cotidiano. En últimas, el cine como objeto netamente recreativo, dado a los intereses de las productoras y a los anhelos de los amantes de los fines de semana, pierde su calidad básica de representación y búsqueda.
Como toda manifestación de la inteligencia humana el cine, desde su circunscrito taller, exterioriza las pasiones y expectativas del mundo exaltando los progresos y los horrores cometidos por la humanidad. Sin embargo tal elucidación que eleva a la cámara cinematográfica a la esfera de lo artístico se va en caída, hacia el abismo de lo vulgar, a partir de la poca profundización y reflexión que se logra concretar, en buena medida, hacia el cine.
Quizá este argumento, tristemente develado en las culturas actuales, fue en realidad el detonante favorito de Cabrera Infante para llevar a cabo su formidable creación crítica sobre el séptimo arte.
La cuestión no está en ridiculizar el sentido de una película sino en exhumar las falanges motrices que hacen posible cualquier película. El cine no como representante genuino de la modernidad sino como estado artístico del mundo. El cine como algo fidedigno, personal, íntimo.
Y es que lo verdaderamente apabullante en la obra de Cabrera no esta en las reseñas criticas hacia las películas sino en el carácter revolucionario e iconoclasta que tienen todos sus escritos. El cine para Cabrera siempre fue aquello que se presentaba a su existencia como revelación cotidiana de lo desconocido, como oportunidad camaleónica de la vida misma, como variable determínate de todas sus acciones y como prodigio significativo para entender el universo.
La literatura fue siempre para Cabrera aquella impronta cultural que había heredado y con la cual, desde su posición nostálgica, intentaba fustigar el destino hacia adelante bajo el sarcasmo irrefrenable de una pluma que buscaba demostrar ecuaciones vitales de la afectividad e ironía humana; el cine en cambio fue para este escritor cubano la forma más eficaz de heredar lo ya demostrado, lo ya fustigado.
El cine en Guillermo Cabrera Infante logra el sentido rememorativo de lo tradicional ya que este fenómeno técnico acompaña su infancia y por ende su existencia entera. Por eso el título de su libro sobre crítica cineasta es en sí un homenaje póstumo a una infancia que se simplificaba en dos necesidades placenteras. Por eso el cine en el autor de “Tres tristes tigres” toma la forma esclarecedora de la pasión, de lo orgánico.
Hablar sobre cine es hablar sobre lo que se sabe. El hecho mismo de que en una entrevista afirme: “Nací con una pantalla en la boca” determina el sabor con que tienen que ser reconocidas y gozadas todas las críticas de cine que el fabuloso escritor de “La Habana para un infante” hizo durante toda su vida.
Es Cabrera quien hace posible el entendimiento de los films fatídicos y pasionales de Fellini, es Cabrera quien devela el sentido místico de los amantes y de los asesinos de las películas de Orson Welles y que misteriosamente revela lo totémico en Kubrick y las aplastantes y desafiantes observaciones sobre las películas de Francis Ford Coppola.
La presentación crítica de sus pensamientos sobre el cine establece una posición y una generación maravillosa de cineastas latinoamericanos que no dudan en constatar que la mejor forma de acercarse al séptimo arte es por medio de las lecturas sarcásticas del autor de “Cine o sardina”.
El lector en este libro encontrará un centenar de textos críticos que examinan, en su heterogéneo conjunto, no sólo directores, películas, guiones y actores sino que hallará a un maestro de la narrativa; un gigante que hace posible la magia de la lectura a través de un humor intoxicante pocas veces visto.
Y es que lo asombroso en la literatura de Cabrera se encuentra es en esa delicadeza con que concreta el lenguaje y logra comunicar las emociones. Su madre, a la hora de la cena, siempre le advertía: “Cine o sardina”, tal toma de decisión conllevaba a Cabrera a una dialéctica hedonista donde las voluntad y el placer se entremezclaban haciéndole ver el mundo de otra forma. Tal recuerdo hace posible un libro tan singular, tan innovador y tan provocador. Cabrera es el típico representante de la frase de Almodovar: “Los verdaderos provocadores son siempre aquellos que lo son sin proponérselo”.
Su escritura obliga a ver al cine como un arte, ya que su pluma y su estilo incitan las emociones del hombre hacia la nostalgia, hacia la rebeldía y hacia la crítica.
En “Cine o sardina” se asiste a la invención magistral de un cineasta que quiso plasmar sus impresiones más profundas en un libro que subrayará el carácter artístico, filosófico y creativo del cine en general y que entendía que la escritura como medio reflexivo y extraordinario del lenguaje servía para comunicar el caos efervescente de un arte que indudablemente nació para quedarse.

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