
Lo que el exegeta proclamó como ramalazo de los azahares
no era más que un solferino prospecto para insinuar su propio padecimiento.
El conticinio donde se sobrevivía como un licnobio acechando sus ardores.
Estos versos nefebilatos son tan sólo un Anganoy[1],
una prosapia de bramidos, una salaz manigua donde se abrevan los mochales.
Las cristomatías de este buhonero
tienen su zancajo en el gualí[2] que velan las fogatas.
Es sólo una silva que un albéitar oneroso ungió con curare
para delirar a cualquier pubescente en mistrales onanismos.
Egua!, Egua![3], he aquí al albacea de la fundación del universo.
Soy el Testigo y el Testaferro del hacedor que pudo,
de ese légamo lleno de noches, crear la salaz nebulosa de caricias.
Peletero ahora, cargo con todos los verdugones de la historia.
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