19 julio 2010

EL MEJOR MÉTODO PARA ENSEÑAR A LEER A LOS PEQUEÑOS




Pues sí. Yo conozco el mejor método para que un pequeño se convierta en un ser amante de la lectura.


La cosa es sencilla. Todo comienza por medio de un acto de brujería. Es la única forma, no hay otra, créanlo, además, es fácil.


La cuestión es más o menos así.


Mi iniciación y el hechizo comenzaron conmigo a muy temprana edad.


Yo no tenía la oportunidad de ver a mi padre todos los días, al contrario de muchos niños que alimentaron su infancia con los arrullos nocturnos de sus padres y la compañía grata de su ternura, yo sólo podía esperar ese momento los fines de semana.


La llegada de mi padre a casa ocasionaba todo un evento de carnaval que cambiaba el curso de los astros, la marea, los sueños, las motivaciones y los intereses.


A saber, su llegada desencadenaba en mí, dos intereses totalmente identificables: por un lado estaba el interés material, un interés tierno e inocente que se basaba en la reciprocidad de mi alegría al verlo llegar por el portón, atravesar el patio de la pila de tres fuentes, bajar por la verja diminuta del jardín de selva de mi madre y llegar hasta la puerta donde el mismo había puesto a funcionar un rudimentario mecanismo que la abría como por arte de magia.


Esa llegada era tumultuosa en risas y gritos y en un esculcar imperdonable de curiosidad.


El interés se centraba en lo que traía o podía traer, padre siempre llegaba con algo raro a la casa y ese fenómeno desconocido y secreto que revelaba poco a poco nos maravillaba a mi hermana y a mí.


Era impresionante ver sacar del bolsillo de su camisa una culebra manchada que inmediatamente comenzábamos a llamar con el nombre de Samantha, era asombroso encontrar en las cajas de padre, en sus maletas, no solo crayones de todos los colores para hacer los cuadros de la rayuela o caminos y laberintos infinitos para las hormigas o encontrar una bolsa repleta de boliches, maras, balines y demás bolitas del género que eran siempre las más raras que se podían hallar en toda la región. Padre siempre traía algo infinitamente singular; los cromos más difíciles de las chocolatinas jet para el álbum animal, tortugas, conejos, juegos misteriosos de puntillas, muñecos de madera que solía llamar marionetas y que parecían trapecistas, mascotas, juegos y extraños artefactos que alimentaron mi niñez en cada llegada.


Este interés sin embargo era disminuido por el poder del segundo interés que padre sabía hacer crecer en mí.


De pronto, en el momento menos esperado, mientras jugaba con el nuevo arco de caña brava, padre comenzaba a narrar una historia.


Pero aquellas historias, no eran forzadas, nacían espontáneamente, por medio de una mayéutica generosa que el inventaba y generaba en las situaciones precisas.


Una pregunta que retaba mis conocimientos pronto se metamorfoseaba en la frase que motivaba toda mi curiosidad hacia lo que padre podía enseñarme.


En un santiamén, mi interés material se convertía en un interés emocional o intelectual, es difícil definir cual de los dos, quizá era un interés ambiguo entre lo emocional y lo intelectual, el caso es que dicho interés me llevaba a perder horas y horas al lado de pa’.


Sus historias eran fantásticas ya que no solo las comenzaba con preguntas que retaban o que causaban mi curiosidad sino que las enriquecía con una pantomima de no creer, este gigante mestizo se convertía en todas las voces posibles, en todos los duendes, en todos los personajes posibles y los disparos y los aullidos salían de su voz inimaginable e hipnotizaban al niño que dejaba rodar la pelota sin importancia alguna por el patio.


Así pasaban aquellos tres días de estancia de mi pa’ en casa.


Pero allí no termina todo. A medida que narraba su historia y la pausaba entre comidas, ocupaciones maritales y ocios de hombre-inventor, mi padre ocasionaba otro fenómeno extraño: en las tardes sacaba un libro, siempre el libro era diferente, repleto de ilustraciones, libros que fortuitamente y a veces, casualmente trataban la historia que su benévola paciencia iba desarrollando para mi hermana y para mí.


Lo fascinante de aquellos libros no era que multiplicaran la magia de la historia de turno, sino que pa’ esplendorosamente se embutía en una pelea de mil demonios con aquellos libros; reía, lloraba, rabiaba, los tiraba, les pegaba, los acariciaba. Era de locos ver aquel espectáculo del hombre que, sentado en el círculo de piedra que rodeaba la primera fuente de la pila, se la pasaba peleando con un libro.


Esos días pasaban llenos de dichos disparates, al final padre tenía que marchar y ese era el momento más temido por todas mis expectantes motivaciones.


Padre dejaba la historia a medio narrar, era doloroso sentir que aquella historia tan magnifica de pronto se iba a perder y olvidar en un palimpsesto indescifrable para mí


Yo solía rogarle siempre a padre que no se fuera sin por los menos terminar de contar la historia.


Pero pa’ respondía con ternura enfática algo parecido a una invitación. - Busca el libro, ahí está el final de la historia


En mi pueblo había una biblioteca. Yo corría hacia aquella casita cultural, para ver si allí iba a encontrar el libro pero casi nunca lo encontraba.


Pasaban los días y de pronto sucedía el milagro.


Era simplemente increible; a la llegada del colegio, a la llegada de jugar o de estar con los amigos, el libro aparecía en los lugares menos esperados: al abrir la puerta de la nevera, al destapar una olla, al meter mis zapatos en el armario o buscar ropa en el guarda-ropa al irme a acostar y meterme entre las cobijas, de pronto me tropezaba con aquel milagro. El libro aparecía, estaba ahí, para mi.


Yo corría con él, contento, Desaforado en una alegría que no me cabía en el cuerpo y me encerraba en el cucho, el viejo cuarto de sanalejo donde duraba horas y horas leyendo y descifrando los finales de las historias de pa’.


Imitando su voz, sus silbidos, sus amenazas a filibusteros o titanes, sus lloriqueos y hasta sus litúrgicos silencios.


Ahora que soy un adulto sé que esto nunca fue un acto de brujería, que sólo era la consciente y secreta forma de un pacto entre padre y madre que solían realizar para motivarme hacia la lectura.


Para mi fue siempre un hechizo.


Sólo hay un método para que cualquier pequeño ame la lectura, aquí lo comuniqué.


La única forma sólo es posible por medio de un acto de brujería. Mis padres, lo lograron.

3 comentarios:

Juan Sebastián Rueda Peñaloza dijo...

Que interesante y divertido pero a la vez me ha provocado desazón y amargura porque el contacto que yo he tenido con mis padres ha sido vago (cosa que no entiendo ya que siempre nos quedó mucho tiempo para compartir juntos y para reír y para muchas cosas que se han ido quedando en el "no recuerdo" de mi terrible memoria).
La verdad es que me aflige saber que mi padre no tuvo este regalo conmigo, este pacto, esta brujería.
En mi caso fue mi profesor de español quien en noveno grado (y quizá dirán: ¡Qué tarde, eh!)me "envenenó" y me "pico" con esto de leer y escribir y borrar y pensar y callar y esperar y saber decir ¡No! con ganas cuando un ¡Sí! se intenta colar por donde no le era permitido. Sin embargo pienso que Carlos (el profesor) es como mi padre, porque a veces pienso que tengo muchos padres y a veces que no soy de nadie, que como decía Facundo Cabral en su canción "No soy de aquí ni soy de allá".
Por fortuna las cosas que se hacen, aunque sea tarde (¡o qué digo tarde! un poco después...) también tiene mucho valor y no dejan de ocasionar gran alegría al recordarlas.

Zeuxis Vargas dijo...

gracias, Estoy muy de acuerdo con vos, tenemos muchos padres, pero como dijo Artaud, hay que ser uno mismo su padre, su madre y su hijo, hay que aprender a ser todo en uno.

Anónimo dijo...

Soy docente de educación inicial, estoy plenamente de acuerdo con usted. Para mi, en mi aula, esa lectura diaria de cuentos, lo considero como: "un momento mágico". En la que los niños, se quedan como hipnotizados, a la expectativa, sueñan y ríen y se divierten con cada historia. Y se quedan con el deseo de pedir más cuentos, más historias...Esperando nuevamente con ilusión ese momento de nuestra rutina.