02 septiembre 2011

POSTAL DE LA INFANCIA





A las doce del medio día del Sábado la calle siempre está desnuda, abandonada de días entresemana y de pasos que van y vienen, de camperos Toyota y Nissan que bajan o suben regordetes de estudiantes que acaban de salir del colegio o de matronas que llevan entre sus faldas, todavía, el olor de la cebolla recién cortada para el almuerzo.
El sábado nada ocurre, a decir verdad, la calle prefigura el plácido y reposado ambiente del pueblo. Es verano, sobre el andén el cadáver de una zarigüeya excreta un olor nauseabundo que se tomará por asalto toda la semana y que quizá inundará todo con su pestilencia como si de pronto le hubiese dado la gana de vivir allí; las niñas evitarán bajar por el empedrado y harán un rodeo directo por la calle de don Felipe. Lo curioso será imaginar y preguntarse ¿a qué le temen más las chicas?; si al pedazo de carroña de ese roedor o a la jorobada y espeluznante silueta del acordeonero que encerró a su hija hasta convertirla en una solterona tísica enferma de cistitis.
Pero ese miedo también pasará porque apenas desaparezca hasta el último pelo del animal, las niñas volverán a correr todas las mañanas calle abajo con sus jardineras hasta llegar al colegio, aterradas, pero esta vez por el timbre de la entrada que les anunciará de su tardanza.
Un enfilamiento de gusanos blancos y menudos ingresan en el cuerpo en descomposición llegando en línea regular por todo el borde del santuario de la virgen de Fatima. Vienen de bordear todo el empedrado que sostiene el monumento donde se encuentran los monaguillos orando eternamente,  han osado salir  del subsuelo creando un camino que pierde su origen justo en una grieta que es asaltada por una tropa de arrieras que baja desde la otra orilla. Al parecer las hormigas vienen de atrás, del muro de adobe del patio don Felipe. Un  olor a  florida cacería las ha puesto en alarma.
La fachada blanca de cal del jorobado destella como una claraboya puesta en la soledad desde donde solamente los ojos verdes entristecidos de Mireyita dejan escapar romances y celestinas al son de palimpsésticos tangos por la diminuta ventana de madera pintada con ese verde tan tradicional de los pueblos de la sierras. El patio es un solar que se extiende hasta la mitad de la empinada, justo donde casas más modernas prefiguran apenas intrincados pasillos y sótanos.
A esta hora Moyano toca la trompeta desde el sótano descubierto; es una paradoja hablar de un sótano descubierto pero la casa de los Moyano parece rajada siniestramente a la mitad, como si un arquitecto le hubiese hecho un corte a través para dejar entrever cada piso; así y no de otra manera,  es el aspecto de la espalda de la casa; por detrás la casa de los Moyano es una radiografía abierta al aroma de los pomarrosas florecidos.
A esta hora Moyano, el hombre ordinario y de músculos mansos como los de un buey se transforma y comienza a hacer brotar de la trompeta finas melodías que son escuchadas con atención por todos los que se encuentran en el parque central del pueblo listos para ir a la iglesia cuando las campanas den el aviso de la misa.
Los que juegan parqués en la cafetería de Sarita, a pesar de parecer animales burdos con sus camisas desabrochadas y sus vientres hinchados y templados como mujeres embarazadas a punto de parir parecen entender el ritmo de la tonada que escupe Moyano con su trompeta porque hasta los dados los tiran  con cierta suerte de canción sobre el tablero del parqués.
Unos dos o tres muchachos, ya crecidos para ser adultos; estiran su pereza en el muro que franquea la puerta de entrada de la pequeña habitación donde el extraño y desecado señor del sombrero de ala prosperó, siempre amargado y resentido, con su deposito de papa sabanera; sólo se vende papa y malas miradas a los niños; los muchachos recuestan toda su humanidad en esa esquina tapiada de pensamientos y chismes para dejar rodar sus sueños empedrada abajo, miran sin mirar y al parecer esperan un golpe de suerte, que nunca llegará, que los arranque de sus ganas de quedarse siendo nada. 
En el centro del parque, en diagonal a las miradas atontadas de los vagos, la ceiba florece; repleta de flores amarillas se hincha de un furor silencioso que genera un pequeño edén en el aburrimiento del día.
Más atrás de la torre de la iglesia, sobre la falda de la montaña árboles frondosos  son mecidos por el viento y parecen saludar a la matriarca milenaria del parque que erguida en su maceta, deja que parejas de adolescentes reciban la sombra y se cojan de las manos para decirse tímidamente todo su amor con miradas de perros velando.
Sobre la cima de la montaña, como si esta fuera apenas un túmulo de arena puesto artísticamente detrás del pueblo, una cruz gigante corona el paisaje. En el cielo azul una nube pequeña avanza hecha algodón y sagú hacia lo que será su atardecer entre la lluvía.
Abajo, al principio de esta postal, cerca del borde donde podría colocarse la firma, en todo el frente del colegio, se observan trozos de tiza avanzado hacia el banquete, son los gusanos hambrientos y ciegos que  a rastras van retostándose bajo el sol del mediodía.
Un silencio pasa rodeando el desespero.
  

1 comentario:

Yoyis dijo...

Gracias... por traer a mi mente la imagen de lo que fue Quetame antes del sismo.