21 mayo 2011

EL INSTANTE.

Fotografía bajada del buscador de imágenes de Google.com

El eco de los golpes demoraba tres o cuatro segundos más de lo acostumbrado. Pronto terminaría. Los doscientos ochenta y tres golpes logrados con enérgica disposición mostraban poco a poco el arma irremediable. Un escorpión le agravó el semblante, se irguió, por prudencia se alejó unos cuantos centímetros del arácnido y lo observó con el mismo furor instintivo con el que golpeaba la roca. Sus ojos intentaron grabar la imagen del animal. El ruido incesante de los bisontes alarmaron todo el valle, hombres iguales emergían del fondo nocturno de las cavernas arrastrados por el ímpetu de las lanzas y las hachas. Sin perder más tiempo tatuó sobre una piedra el cuerpo dele escorpión y se aceleró en la creación de su hacha. Una voz recorrió l valle y se perdió en el centro de sus oídos. Alguien lo llamaba.

Un remolino de polvo estrepitoso coronado por una enhiesta de resplandecientes cornamentas preñó el árido panorama; los rostros imberbes acorralaron con fuertes gritos e imponentes lanzas de tres metros la manada de los bisontes.

Desde un promontorio cerca de los energúmenos rumiantes arrojó sin temor su nueva hacha, un murmurio de ojos acompañó la muerte y el bisonte ungido con la nefasta arma cayó sin recelo sobre el suelo.

Una galerna sangrienta inundó con demencia la llanura que se e dejaba perder entre el crepúsculo montañoso.

Terminada la caza, con una torva sonrisa se despidió y arrastrando con sus menudos brazos el cadáver se adentró en lo profundo de la caverna.

En el interior la magia de las llamas maravillaban el ambiente poblado por un aprisco de niños, que alrededor de la fogata endurecían los mangos de madera de sus hachas. Recordó el otro cadáver, los niños jamas habían visto un escorpión, presuroso salió a buscar sobre la alfombra de piedras la que contuviera en su lomo la imagen triturada del arácnido.

Los otros, ocupados aún en el corte de las carnes lo observaron curiosos. La herrumbre de la sangre se dilataba como un nacimiento de río. El cielo habló presagiando la tormenta, el anuncio se esparcía con feroz compulsión hacia el norte, hacia las laderas pobladas de cavernas.

Corrió hacia el interior. Los niños llenos de pánico sobrevivían abrazados. La mujer cortaba trozos de carne y los atravesaba con estacas. Primero se aproximó su sombra, después la premonición de su cuerpo les otorgó a los niños la piedra maquillada; asustados por la tormenta se arrinconaron perturbados ante la figura desconocida.

La cueva se preñó de un derrumbe perverso; la mujer corrió al encuentro de sus hijos y sacudiendo un manojo de flores acrecentó con alaridos la llamarada de lágrimas. El largo brazo que sostenía la roca se fracturó en cuatro partes; el hacha y la lanza rodaron intactas. El hombre no gritó, entendió lo que sucedería y simplemente se dejó caer cubriendo con su cuerpo la crisálida espantada de su familia.

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