09 noviembre 2010

Los sospechosos de siempre



“El mejor truco que el diablo hizo fue hacerle creer al mundo que no existía”. Verbal Kint (la cita en realidad es de Baudelaire, pero en verbal Klint adquiere todo el peso siniestro)


El género policiaco y negro se llevan muy bien de la mano, tanto que muchas veces es muy difícil decidir si un libro o una película pertenecen a uno u otro género.

A Edgar Allan Poe, Borges lo calificó equivocadamente como el padre del género policiaco, cuando el alcohólico lo fue más del género del suspenso y el horror. A esta aseveración, un poco cierta, lo llevó quizás su gusto por las historias de Aguste Dupin que se basaban más en los crímenes que en la solución ética de los casos. Así mismo Alfred Hitchock ha sido muchas veces señalado como precursor de diferentes géneros, entre ellos el cine policíaco, a pesar de que “Crimen perfecto” es un paradigma de lo que es el cine verdaderamente policíaco, no podemos decir por eso, entonces, que Alfred sea el epónimo de dicho género.

Buscar un pabilo de estás manifestaciones del celuloide sólo nos llevará a un camino que se basa en un injerto entre el cine negro y el cine de gansters que ayudaron a enriquecer los escritores de la escuela de la intriga detectivesca negra estadounidense y los de la escuela de la observación deductiva inglesa. Ambos con nombres muy propios: Arthur Conan Doyle y Agatha Cristhie por el lado de Europa y Dashiell Hammett y Raymond Chandler por el lado de Estados Unidos; precursores veraces de las tramas que opacaron las mafias, los vaqueros y las intrigas amoroso-éticas de principios del siglo XX.

Si hay que trazar una distinción entre lo negro y lo policiaco podremos decir que el primero se especializa en el crimen mientras que el segundo profundiza en la justicia. Pero hay casos donde lo uno termina pervirtiendo a lo otro o donde lo último termina degenerando lo primero.

Lo que si es seguro es que el cine tiene todo su origen en la literatura y que como afirmó Cabrera Infante en su libro “Cine o sardinas” este arte hijo de la tecnología quizás ha sido el único que ha logrado imponerse como alternativa ante la literatura.

Como Cabrera, soy uno de los que nació viendo cine, el asombro se inició en la infancia y desde entonces sigo asombrado. Pero en este tema del cine policíaco son pocas las películas que podría enlistar como inolvidables.

Las hay, claro está, pero son muy contadas. “Los Intocables”, “La jungla de asfalto”, “Chinatown”, “Escarface” o las entregas demoledoras de “Justicia salvaje” con el durísimo y adorado Charles Bronson que nutrieron los años dorados y que sirvieron para definir la silueta de figuras memorables de la justicia como Harry Callaghan o el inmortal James Bond y de esa irreducible sombra de la justicia tomada por las propias manos que dio tantos vengadores sin ley.

Hay que agregar a este recordatorio dos actores, que aunque son más nombrados por su rudeza heroica de bizarros hombres mercenarios lograron una que otra apertura en el género; tal es el caso de mi queridísimo Sylvester Stallone y del carismático Mel Gibson siempre con sus compañeros al borde de la muerte.

Pero nunca había visto una película que lograra una mixtura de tantas cosas juntas; el crimen, el suspenso, el drama, el humor, la acción y la complejidad cineasta, entrecruzadas en una historia que atrapa desde el principio hasta el fin.

“Los sospechosos habituales” o “Los sospechosos de siempre”, del dueto Bryan Singer y Christopher Mcquarrie, el uno como director y el otro como libretista en una película única en su clase.

Este filme inaugura dos chistes psicológicos: la aporía y la paradoja. Todo es verdad hasta que llegas al lugar sin salida y lo que afirmas es lo que niegas. Una historia donde se logra la maravillosa hazaña por primera vez en la historia del cine de crear un personaje sólo con diálogos, un personaje existente, que como el señor Oscuro Sauron, aunque nunca es visto, es quién amarra todas las zapatas de la estructura fílmica.

Hay una película que intenta esta maravillosa trama de enrarecimiento narrativo, donde la mentira es mantenida hasta el final; estoy hablando de “Los infiltrados” de Martin Scorsese, pero no logra la tomada de pelo tan seria que realiza “los sospechosos de siempre” al espectador.

Una película donde uno no busca armar el rollo sino donde no lo van armando minuto a minuto y donde nos es inevitable creerlo. El final sorprendente. Una verdadera película que en mi caso sólo podré comparar con un cuento: “La muerte y la brújula”, de Borges, donde su antagonista Red Scharlach está a la misma altura de Verbal Kint. El primero que engaña partir de una “red” de símbolos, tal y como no lo informa su primer nombre y el segundo porque logra convencernos de que todo lo que confiesa es verdad y lo logra tan sólo por medio de su “verbo” tal y como lo dice su primer nombre.

Una última cosa: los actores, todos, geniales, desde Kevin Spacey hasta Benicio del Toro nos introducen en esa creencia absoluta de que…el diablo, no existe. Pero cuanto se le teme.