Hay cineastas que buscan crear un sello propio, inclasificable y por lo demás extraño; eso es lo que sucede con David Lynch. En las películas de este director asistimos siempre a un caos, a un desfiguración de la realidad que no logra nunca ser suerrealista pero si grotescamente intrigante.
Hoy por hoy todos saben un poco de este genio y hablan de él como se hablaría de un Gilliam o de un Buñuel, sin embargo, etiquetarlo resulta infructuoso.
Su cine no es taquillero, no es un cine que sirva quizás para pensarse desde los estudios de los Ángeles, pero es un cine que deja pasmado.
Carretera perdida es uno de eso filmes que parecen caóticos pero que en realidad discurren dentro de esa fina técnica dual cortazariana.
Por un lado nos encontramos con la historia de un hombre celoso, degenerado por sus propios sentimientos, cercado por su paranoia amorosa y ese debacle pscodélico que cotidianamente debe sufrir con la vida y la muerte; este último ser, extraño por lo demás ya que surge como voyeur y fetiche de lo grotesco.
Por el otro lado tenemos a un hombre conformado a un azar placentero, un ser destinado a un tobogán de muerte y sexo, una aceptación de suerte caída de repente y aceptada con igual ligereza: dos caras de un espíritu agobiado con finales idénticos.
Lo más maravilloso de esta narración es el aporte de absurdo que logra Lynch con los mensajes y esa escena inicial y final donde un yo se amenaza y se confiesa a sí mismo, las dos historias atadas a una puerta, a un llamado, a un encierro y una libertad.
El título es del todo sugerente, la carretera se pierde, ese sendero por donde vamos buscando y donde los personajes también se buscan de pronto se ve truncada en un desierto sin salida, las historias llegan a su aporía y en esa misma medida a su entelequia.
Un film repleto de suspenso, de sexo, de patinas de niebla y palimpsesto. Cada quien saca la película que quiere de aquí.
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