Ocurrió
que por aquellos días
todo era una curiosa felicidad
y los ojos ostentaban con delirio
el conocimiento de las cosas
sagradas e innombrables.
Ocurrió
que aquellos seres, pánicos,
terriblemente inolvidables
grabaron sobre la piel de la laguna
la historia inverosímil
de dos amantes
que habían desafiado
a aquel que habita
entre los colores indefinidos del rosicler
y en la sonrisa de los niños.
Eran épocas
asombrosas,
diferentes,
el olor de la guerra no era conocido
y la sangre se creía era cárdena
o transparente como el agua.
Ocurrió que nadie pudo hacer nada
y que después de aquello,
todos optaron
por los placeres del olvido
convirtiendo sus ojos
en cosas tristes y vacías.
Ocurrió
que aquellos hombres
pronto perdieron
la rebelión de los amantes,
de su historia y del ensueño.
Ocurrió
finalmente
la guerra
el empezar a nombrar las cosas
con palabras
artificiosamente falsas
y que todos
simplemente todos se convirtieran
con el transcurso de los años
en seres monótonos
ordinarios,
confusamente adiestrados
para ser alimento del tiempo y sus perfidias.
Fueron ellos,
para que lo sepan ustedes
que desconocen la verdad de esta leyenda
quienes nos desgarraron esta tierra
fueron ellos quienes
nos legaron
para siempre en la memoria
la prohibición de no soñar, de no decir,
de no gritar.
A esta realidad
es que debemos
nuestra tranquila entrega
a la desesperanza.
Que el olvidado señor
que habita el rosicler y la risa de los niños
nos perdone.
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