Esta Antianira reconoce la herida que produce el ósculo:
Ese extraño beso que se metamorfoseó
hasta derivar en un botón de algodón prodigioso
propicio para levitar mientras el cuerpo se despedaza.
Sabe de la desgarradura que va abriéndose paso hasta la víscera,
del agujero supurante que deja su tóxico amoroso y
de las largas treguas que la piel intenta en vano con la niebla.
Oscurecida por su decisión de beberse a sorbos el insomnio
reconoce bien el aletargamiento que precisa la memoria
para saber que muere
o de la piel estupefacta
enrarecida por esa palidez que procura sangre vehemente.
Su cuerpo es una artimaña que tramita
la nostalgia de cualquier caricia
puesta de improviso entre los sueños,
sabe recordarte que el mundo
es un caprichoso mausoleo que se fertiliza cada noche
en el nudo de las mariposas abrasadas por el fuego.
Andróctona famélica
exhibe con jactancia su bestial hermosura
apenas insinuada -entre la guerra-,
por un claro-oscuro que la endiosa en su oleaje.
Esta sacerdotisa sin pecho que amar,
gusta dejar al descubierto
con su sonrisa guasona
la debilidad de cualquier ojo
entornado hacia el azul de la ternura.
La hija de Uma acaricia siempre el alma hasta estrangularla
en el espejo de agua de su propia satisfacción;
se alcoholiza, besa, juega con lo arcos de las espaldas
y entierra su descarnado beso
con la única intención gustosa,
de ver como se derrama el alma
al pasar por el filo de su media luna deseosa.
Al llegar al alba, su sueño es un gran navío, tirano varado,
entre los dos océanos que enfilan las almas hacia cualquier vigilia,
su cuerpo crepita entre las olas destruyendo cualquier recuerdo
que hayan traído los ojos de la nada.
Su gemido en las mañanas parece
el desfloramiento de un mar inhóspito y virgen.
Mi vida también ha sido una red cicatrizada por su sopor infestado.
Mi frágil efusión de arcilla, consorte de su capricho, también ha sufrido
el vértigo de su pasión puesta a andar de repente
en los lugares menos presentidos.
Amazona reverberante, animal tricéfalo:
Luz, belleza, simplemente fuego.
Ejecutada tu caricia o perpetrado tu beso
los Gargarios acezantes de tu desnudez
hemos aceptado el ademán negro y auspicioso de tu suerte.
No miento,
la muerte muchas veces quiso semejar tu cadera para seducir al universo.
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