03 febrero 2011

Se deja de escribir por Resentimiento.



“Hace tiempo ya que rastreo el amplio espectro del síndrome de Bartleby en la literatura, hace tiempo que estudio la enfermedad, el mal endémico de las letras contemporáneas, la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, queden, un día, literalmente paralizados para siempre”.

Vila Matas

Atravesé la frontera como un perro abandonado que vagabundea su hocico entre ningún olor, el calor era insoportable para llamarlo calor, el bosque de soto parecía esperar el momento propicio para tragarse por completo el sendero; un sendero áspero, reseco y agrietado por una presencia infinita y sin sombra que rodeaba y celaba. Sin un sombrero al menos, sin un pedazo de trapo con el cual cobijarme la piel, el infierno parecía existir. Pero lo había decidido, si seguía, más adelante, sólo era cuestión de tiempo, los buitres me darían alcance, la sed, la fatiga y pronto la muerte. Me veía andar a tumbos y luego desplomarme sin siquiera rodar, caía seco, rotundo sin hacer el menor estruendo de agonía, como un tronco pero con el aplastamiento de un rostro desmayado y sibilante de socorros. Atrás no quedaba nada, hacía mucho que había dejado hasta los pensamientos, sólo me restaba esperar que anocheciera, que una brisa paradisiaca y soporífera me diera un engaño de soportar algo más.

Las más inclementes fronteras están en uno mismo leí alguna vez, pero la verdad en este punto, podía creer con todo el ateísmo del mundo que las fronteras son pasadizos simplemente que uno se inventa para llegar de nuevo al mismo punto de partida, en todo caso esto también es una mentira; uno es una frontera. Yo habitaba en la más atroz, atrás estaba la región del hastío, nada nuevo podía motivar mi vida, todo cuanto podía existir atrás era escombro y botadero, detrás de mí estaba la ruina: el desierto más pánico proviene de la geografía marginal de nuestros olvidos y desprecios, por eso uno es una frontera siempre.

Adelante estaba lo desconocido; la ansiedad, la corazonada de un misterio, el temor a algo que me inflamaba de coraje. El vértigo que comenzaba a arremolinarse en mis entrañas pedía un salto de fe para abandonarlo todo. Todo tiene sabor a riesgo y el primer paso es un abismo que tiene un aire nunca antes respirado. Uno es una frontera.

Cada lugar del mundo es el centro de uno mismo, el inició, la llegada. Dentro, sólo está quien vacila, quien anhela, quién se suministra fuerza para que la sangre prosiga y el corazón no se descorazone.

La fatalidad de todo impulso consiste en soñar, en platicar con la sombra de pequeñas reliquias y en atesorar con esmero un pútrido tesoro de nadas. Vaciarme fue imposible, después de que uno carga con la versión enamorada de uno mismo no hay nada que se pueda hacer para extinguirla. Morir es entregarse a la resignación de no haber luchado contra uno mismo pero vivir es conformarse a cargar con lo que no se pudo, lo mejor es olvidarse, convertirse en una frontera y comenzar a fatigar la memoria hasta que aborte todo, insistir en que algún día se pasará realmente la frontera y entonces habrá que iniciar todo, empezar por ir a un espejo, tocarse la piel, los ojos, mirar ese rostro y comenzar a descubrir al ser desconocido que logró la frontera, que ahora está en un lugar inhóspito.

Yo atravesé la frontera pero fallé, al otro lado solo había un muerto.

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¿En qué parte de Cristo me encuentro?

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Estaba demasiado cansado para dejarme sugestionar por cuentos de espantos. Dije buenas noches y me dejé caer sobre el colchón con la pesadez de un sueño que de pronto se derrumba a la menor presión. Me quedé dormido al instante, un sueño grueso que me dejó inconsciente en un santiamén.

Desperté cómo pude, luego no logré dormir jamás.

Las pesadillas tiene la amarga costumbre de dejarlo a uno con la desilusión de descubrir que eran sólo eso pesadillas, pero hay ciertas sensaciones en el sueño que parecen provenir de una dimensión paralela. Mi perro se había volcado a mi lado con esa grata y graciosa pose que tienen los perros de dormir boca arriba.

Esa fue mi última visión, luego el horror.

El indio me aplastó y me despertó en plena crisis de pánico, intenté gritar pero algo no me permitía proferir el menor quejido, el rostro del indio estaba decidido, su dorso desnudo y sudoroso se empujaba sobre mí con violencia, quería atraparme en mi cuerpo, no podía salir pero tampoco entrar del todo, el indio lo sabía y me inmovilizaba con todo su cuerpo. Estaba aterrorizado.

De pronto me di cuenta que era mi mano la que apretaba mi garganta y que su mano apretaba mi muñeca para que no lograra desatenazar el ahorcamiento.

Zafé mi mano y como pude golpee su vientre, lo golpeé con la fuerza de un niño desmayado pero pareció funcionar, el indio se esfumo y logré respirar y gritar y gritaaaarrr.

Algo volvió a mí, mi perro estaba de pie observándome, pero otro perro idéntico a él estaba echado boca arriba, inerte, ausente del mundo.

Mientras me recobraba, me di cuenta que empezaba a amanecer y que a mi lado sólo quedaba un solo animal.

Nunca más pude volver a dormir. Había derrotado al indio esa noche pero el me perseguiría por siempre, en búsqueda de un cuerpo para habitar. El mío era el que tanto había esperado. El cuento no era de espanto, era de horror.

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Un escrito más, producto para nada, ocio de un inservible.

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Tenía demasiado que decir. El mundo me calló.

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Cuando se presencia asombrado y más estupefacto que cualquiera el respirar, cuando a la sombra que va otorgando el color a los estanques se pierde por otro espejismo que es papel esfumado entre las nubes, cuando uno apenas comienza a creer que de algo sirve saberlo todo con ese cuerpo que adoramos, cuando la ansiedad de fugarse de la infancia despuebla de todo el sabor por sentirse amado con tanta piel plegada en las costillas, cuando todo esto comience, tan pronto se nos acabé el ardor, entonces parece asaltarnos por sorpresa la pregunta: ¿y ahora qué hacer con tanta ala en los costados?

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