30 septiembre 2010

Poema de la infancia

Quetame.



La soledad
penetrando una grieta de silencio
a veces, 
me sirvió para restablecer el contacto con mis primeras obsesiones:
pábilos encarnados en el griterío de un sentimiento entristecido 
abonado con la ternura de unas manitas 
que desperdiciaron su color en el alba.

Recuerdos que la piel reclamó en las pesadillas
de mis primeros encuentros con la infancia.

Protegido de las palabras secretas 
que desnudan el cadáver de cualquier sonrisa
a veces,
internado en la profundidad de una espeluznante manía
me encerraba a descuartizarle el cuello a las gallinas
mientras me emborrachaba con vinagre
y sentía ese ajetreo de escápulas aladas procurando,
en la conmoción, desatragantarse  de tanto ojo alucinado.

La soledad me enseñó a ser cruel con el pavor de la tormenta;
acuclillado en el dálmata solar
buscaba atrapar con pequeños ciempiés los escuálidos rayos
que zigzagueaban como lombrices devoradas por la luz.


Masturbaciones de sombras podridas en el corazón de las guayabas
me exhortaban a clavar mariposas
y a disecar escorpiones ante la mirada aterrada de los pajaritos de piedra.


Cargado de boñiga de vaca
perseguía el colérico grito de libertad
de mis amigos enamorados del coraje.

Al crepúsculo,
mientras astillábamos caña bravas
frutecidas en hormigas
paríamos con eructos,
encaramados en cualquier rama suicida de abismo,
nuestras primeras oraciones repletas de santas groserías.


El silencio me succionó de mis abrazos el esquema básico del cariño
y me dejó claro
que las telarañas eran el indicio de una niebla famélica;
que el roció era esa millonada de incubadas desesperanzas
dejadas por los durmientes
y que mi desesperado huir hacia el armario
era el resultado de la avalancha de tristeza
presentida por mi carne en las derrotas del futuro.

Aprendí a calcular los años de un caracol
por el sabor de su pegajoso sendero,
a entusiasmarme con la soledad,
cada día más extraña, 
que dejaban los guerrilleros torturados en su última mirada.

Ensimismado en el color de los muertos
comprendí porque la sangre se endurecía de tiniebla.

La soledad me atrajo hacia los postes
que parían polillas sedientas de luz
y que en noches repletas de brujas
soltaban luciérnagas y sapos de ojos perdidos.

El silencio
encontrado en el efervescente vientre de las cuevas
sólo me enseñó el amor por la voracidad
de una soledad acompañada por murciélagos.

En estas pupilas,
de criatura convulsionada por la espuma,
se hundieron las imágenes fugadas
de muchas ventanas desnudando senos
y cuerpos ardorosamente deseados.

Por las calles de mi pueblo
perseguí el latir de un dragón
que agrietaba las vigas de la iglesia
y por su aliento,
que bajaba bramando sobre la inocencia del río,
reconocí a los ahogados.

La primera efigie que tengo del espanto
está en la espalda ulcerada de una esquelética anciana:
la muerte filtrándose en un remolino hediondo
donde la panela cumplía con ardor,
palada tras palada,
su dulce relleno sanitario;
está en un ruinoso gerontológico:
zoológico de amargas degeneraciones
que fue devorado por las ramas de los comejenes;
está en el último aliento de un enfermo
que se me aferró como un condenado con su mano decrépita
hasta que su sangre se aquietó
sobre mis manitas aterradas por el hielo.


La soledad
fue una compañera silenciosa
vestida de zarigüeya encandelillada
en lo profundo de un gallinero,
la soledad me proporcionó
mis primeros encuentros con la cucarachas
que reconocían los caminos invisibles de la casa,
de la alacena, de los días temblando
y de mi zozobra abandonada al firmamento.


La soledad
penetrando una grieta de silencio,
a veces,
me llevó hasta mis primeros engendros.

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